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jueves, 12 de abril de 2012

"Marido aunque pegue, aunque mate". Por Adrián Dubinsky


Nada había sido igual desde la muerte de Tiburcio. Si bien habían menguado los golpes y la tiranía, se extrañaba su presencia que guiaba el hogar a buen puerto. Es verdad que ella sentía un alivio extraño y del cual se sentía culpable. Los recuerdos afloraban con vertiginosidad en medio de la tarde calurosa, con la mayoría de los hijos en la escuela y los menores dando vuelta a su alrededor. Siete hijos le había dejado Tiburcio, y cuatro más a su otra mujer y dos o tres más con una mujer que no había conseguido mantener como tal. 
Mientras se levantaba con el sueño intacto en su memoria, pensaba en todas las tareas del día y más extrañó a su marido. Tiraba maíz a las gallinas y recordaba la mañana en que él la mando por primera vez a la huerta y la siguió sonriendo, y en como ella imaginó que no le gustaba lo que tanto le gustaba, y supo que había sido marcada para siempre, ahora que lo quería, y no cuando se casó porque sí, porque así lo había pactado ese hombre cuando ella aún flotaba en el amnios de su madre -por supuesto que no llamó amnios en su remembrar al saco vitelino que la contenía- y ya la hacía esposa de Tiburcio. Por suerte había sido la primera mujer de Tiburcio, lo cual le concedía determinas atribuciones y libertades, y jamás sintió celos de la otra mujer, acaso sí los sintió la otra de ella, pobre, pero eso estaba dictado por la memoria de los hombres y era de esa manera.
Su marido había muerto joven. Tenía 55 años cuando lo sorprendió un dolor agudo en el pecho y estaba mirando el recodo que hacía -que hace, la vida sigue después de él- el río, y que se observaba desde la colina. Pobre Tiburcio. Ella lo entendía, y entendía las contradicciones en que había vivido los últimos años. Cuando se casaron ella tenía quince años menos que él, la doblaba a la perfección en edad y la aldea comenzaba a recibir el influjo de las nuevas maneras de pensar, su aldea había comenzado a experimentar la pequeñez del mundo y comenzaron a ser invadidos por todos lados y por todas las creencias. Venían los salesianos con su salvación y su condena; los petroleros con sus ansias de dinero, idénticas en intensidad que la de los colonos, y aunque con distinto fin, exacerbadas por el mismo tipo de fanatismo; habían llegado los turistas y su necesidad de originalidad, su deseo de virginidad; habían llegado las marcas y los celulares. Su marido había pasado en pocos años, de cazar con cerbatana a no conseguir presas por la falta de animales y a estar obligado a intercambiar proteínas por un dinero inhallable, a saberse atravesado por miles de ondas que le permitían hablar por teléfono a cualquier lugar del planeta; a su vez, ella supo de la monogamia y de los valores de igualdad occidentales. Ella lo veía cavilar en silencio durante horas, yéndose a la colina boscosa en donde encontraría, años después, la muerte. Hasta la muerte era distinta antes. Ahora su idea de la muerte y de la nostalgia estaba atravesada por valores modernos que la hacían sufrir más la ausencia de quien en otro tiempo se habría desplazado a otro espacio menos beligerante para el alma.
Tiburcio tenía su rutina diaria, y entre ellas se había vuelto indispensable, los últimos años, la ingesta de bebida por la noche. Cuando eso ocurría parecía que la tristeza rompía el dique que la contenía y arrasaba con todo en forma de furia bordó, estrangulada y presta a descargarse con lo primero que se le cruzase. De todas formas la destinataria principal de todas esas frustraciones parecía ser la mujer que llora en la huerta. Acaso por ser con quien yacía la mayoría de las noches y luego de la furia sexual, lejana de aquella que había vivido al aire libre gozando las estrellas; en los tiempos en que el decoro los llevaba a las tierras de Nunkui, donde se despreocupaban de los estertores, ella se había transformado en un preferida; en cambio, ahora, hacían el amor –como decían en las novelas- mudos en la jea, siempre con gente cerca, para luego sí, ya desinteresado de la cercanía de la prole, emprenderla a maltrato e insultos en medio del sonido de la noche. Se volvía furioso y se descargaba con ella hasta que salía haciendo caso omiso de los varios pares de ojitos que lo veían salir a la oscuridad, de la mujer que quedaba echa un guiñapo adentro y de él mismo, que al otro día sin pedir perdón se iba a mostrar compungido y laborioso, casi el de antaño.
Sin embargo a ella le pesaba la carencia de su aliento alcoholizado cerca. Hasta su furia echaba de menos, sin poder dejar de recordarlo, contradictoriamente, con una sonrisa que aquellas noches posteriores al temblor lo acunarían plácidamente. Le parecía que su vida se acababa de apagar al quedar segada la de él y no podía disfrutar de nada. Antes, preparar la chicha para su hombre le había parecido ser un fin en sí mismo, una forma de ser y existir; es decir, estar a los ojos del otro. Ahora sentía que efectuaba un gesto mecánico y que no distaba mucho de esas computadoras que sabía que usaba su hija menor en la escuela; el no ser vista por sus ojos la convertían en poco más que inexistente. Al menos ella pensaba al amor, se dijo muy cartesianamente la mujer, sin saber siquiera que lo estaba haciendo, pero sintiéndolo incluso más apasionadamente que el filósofo francés, nacido este, el propio, de un dolor, y el de aquél del más puro racionalismo.
Ella, Yajanua, la mujer de lejos, que así fue bautizada y démosle un nombre de una vez por todas, podía sentir el dolor inmenso que la atormentaba en cada uno y todos  los intersticios de su conciencia. No existía tarea que la abstrajese de pensar que a esa hora ella, cosa que había ignorado hasta el momento, durante los últimos veinte años había estado pensado en el pronto regreso de su marido; al principio esperando con ansias la invitación a ver la huerta, y el último tiempo para la caricia temprana, la comida en silencio, el sexo atroz, el golpe puntual, la ida intempestiva, y acaso todo ello, pensaba ella, para justificar el sol de verlo al otro día servil y culposo, a sus pies y en silencio. En ese gesto de guerrero abatido encontraba ella una de las manifestaciones más puras del amor, uno de los momentos extáticos en que lo quería tanto como el día de antes, y tanto como en todas las cosechas anteriores de su vida, cuando el festejo culminaba entre árboles igual de fértiles que ella, incluso más que cuando alumbró su progenie; en aquellos momento de genuflexión ella lo comprendía más de lo que él mismo se comprendía, y sufría más por verlo fuera de este mundo que por lo que ello acarreaba, los golpes en sí.
El día transcurrió para Yajanua con el mismo tedio con que habían transcurrido las últimas semanas. Si algo se agregaba a ese estado cataléptico era el convencimiento íntimo en que ella estaba despareciendo y que no tenía mucho sentido nada. Desconocía psicológicamente el deseo de quitarse la vida, pero acariciaba, moderna, esa necesidad. De todas formas sabía que no lo haría, no estaba en su ser, si es que acaso le quedaba ser, y pensaba triste en la estricta sensación de saberse apagada, o mejor dicho con la llama en piloto, dispuesta a ser ahogada al primer soplido amazónico.
De cualquier manera Yajanua siguió existiendo a pesar de su inconsciencia de ello. Siguió cultivando yuca, haciendo chicha, sonriendo desdentada a los nietos que nada sabían de su mundo interior y que apenas estaban descubriendo el propio; muy distinto del que se conformó en ella y Tiburcio, hacía tantos años. Vivió muchos años más, demasiados para el gusto de la protagonista, y siempre pensando en él; ni una sola hora completa de su vida dejó de desarmarse por dentro llorando a su marido muerto; marido, aunque pegue, aunque mate.

jueves, 8 de marzo de 2012

Día de la mujer socialista...amada. Por Adrián Dubinsky.

No sé como empezar a hablar del día de la mujer. Cualquier cronista empezaría por esbozar un recorrido meramente histórico, o bordear, si se quiere mayor profundidad, la vida personal de cada una de esas mujeres que murieron en 1857, en el incendio provocado por los dueños de la fábrica en la que esas mismas mujeres se deslomaban manteniendo una cama caliente, y que reclamaban por un máximo de doce horas de trabajo y remuneración en equidad con la percibida por los varones. Sin querer, o circunvalando lo obvio, ya hice la primera contextualización histórica. Sin embargo, la misma es errada, es un anacronismo instalado que no desmerece la lucha de las mujeres.
Si pensamos que esas mujeres pedían 12 horas de trabajo como máximo, podemos inferir con claridad que laburaban, por lo menos, unas catorce horas[1]. Terrible.
De todas formas, todas las historias tienen sus contrahistorias, sus elementos simbólicos que no terminan disonando con el fin perseguido, que sostienen desde el mito la realidad que se cuenta. La cultura de los pueblos ha funcionado de esa manera durante siglos. Por eso, no va a modificarse por un rigorismo historicista lícito el valor intrínseco que tiene, hoy más que nunca, el día de la mujer como lucha por la igualdad de géneros y equidad absoluta a la hora de tomar decisiones que, en definitiva, le hacen a la suerte futura de la tierra.
La versión que da cuenta del incendio del 8 de marzo de 1857 duró, como muchos otros mitos, hasta 2003. A partir de una nota de Dolores Farias, una profesora cearense, se generó una controversia que si bien dio por tierra con un relato instalado, no restó fuerza al impulso que han cobrado las mujeres y al valor de contar con un día de reflexión para alcanzar la equidad y la justicia para con el género que más amo. No muchacho, no alcanzará con regalar unas margaritas o unos jazmines, sino que será necesario reflexionar para empoderar al género femenino en cuestiones políticas, sociales, laborales y afectivas hasta lograr el equilibrio.
En la investigación publicada en la revista Brasil do Fato N° 1, de marzo de 2003, la profesora Dolores Frias, de la Universidade Federal do Ceará afirma que existió una confusión entre la solicitud realizada por Clara Zetkin, en recordatorio de la mítica huelga de 1857, y el incendio de 1911 en la fábrica Triangle Shirtwaist Company, un 25 de marzo de 1911 en el que murieron 146 mujeres, en su gran mayoría inmigrantes italianas y judías. La autora del artículo, basándose en un libro de la....

jueves, 16 de febrero de 2012

Escuirtin




Rara mezcla de jugo de nada y fuente de soda
Chetrien des Vergues

Es sabido y resabido que me gusta el escuirtin. Dicho así me siento absolutamente sudamericano en la pronunciación, habitante de la inmensa Abya Yala; sudamericano y porteño para resignificar palabras en el uso, incluso, de los diferentes idiomas del mundo fagocitándolos, deglutiéndolos como si fueran sopas de letras con millares de sabores, a hamburguesa de Norteamérica, a Salchichas americanas de Hamburgo, a sushi del Barrio Chino, a marisco de Isla Maciel.
 Apresamos las palabras como nos place y como nos plazca tenemos sexo, y todos saben en todos los idiomas que he carcomido mi escaso período de tiempo en este universo masturbándome mirando en Internet mujeres que acaban como si fuesen una fuente de nereidas, literalmente hablando. Me enloquece de placer observar esos sodazos que emanan de la uretra femenina pero que dista mucho, según los catadores expertos, de oler, saber, y texturar a un vulgar primo amarillo, sino que se impone como un sabor glauco e insípido. De todas maneras, las diversas charlas con la mayoría de los hombres que en secreto, o a viva voz, consumen pornografía a tetrabytes descomunales, no suelen versar tanto sobre el Squirting como sobre anales, blow job, faciales y algún que otro amateur.
 La noche se iba volviendo lenta y silenciosa si la miramos desde una óptica de narrador neutro, e infumable y clasemediera si se las cuento yo. Los efusivos chistes del principio y las carcajadas habían sido reemplazadas por esas frases hechas del final de la risa, esos ahhh, que van preludiando el inicio del silencio, de la patraña al descubierto, de la similitud con la nada que tienen esos encuentros anodinos de compañeros que no se ven hace mucho, se reencontraron por el Fuckbook y no dejan de contarse anécdotas íntimas durante un par de horas para luego comprender un par de cosas: una que nada es como antes; otra que los que nos parecían idiotas ahora nos parecen el doble de boludos.
 La vida les ha potenciado, a nuestro humilde parecer, y que puede ser reciprocado por el tildado de opa, su extrema pelotudez. Los que nos caían bien, pero demostraban que nunca iban a dar un paso más allá de un simple coqueteo con lo permitido, miran, como hemos dicho, Internet, pero no dejan de responder con un rápido cierre de pantalla cuando aparece su mujer. Siempre quedan dos o tres amigos entre los que el silencio solo se escucha cuando están ante cuartos y quintos, pero que cuando quedan solos se nota que se han seguido viendo como si nada, que han crecido como pares absolutos y se reconocen con el olfato, como perros de la misma jauría.
 La comida había sido buena y bien regada. Mientras unos efectivamente se iban y otros ademaneaban de distintas maneras y en el mismo sentido –levantadas, idas al baño, mensajes por celular, celulares que sonaban y dejaban pálido al receptor de la llamada-, quedaba claro que lo que me daba en la mano Osvaldo, sin disimulo, con la franca impudicia de una carta robada a la vista de todos, era el pasaporte a quedarme un rato más, y con él Raúl y Walter.
 Cuándo nos despedimos del último ex compañero enfilamos por esas calles que respiran vida de antiguas nomás; era una de las primeras noches en que se podía andar de remera y en la que daban ganas de tomar una cerveza en cualquier bar.
 El bar, creo, se llamaba Guevara, y poco o nada tenía que ver con el espartanismo del nuevo hombre. La cantidad de varones triplicaba, al menos, a la presencia femenina. Ello nos habla de que: o bien el machismo entre los más jóvenes aún tiene un aura de existencia que lleva a las pibas a quedarse en su casa, estudiando cerca del gato, mientras el muchacho sale a curtir primavera hormonal por ahí; o bien las parejas concubinas piden comida y se quedan en su casa mirando cuevana; o rebién las chicas suelen ser más juiciosas que los energúmenos jóvenes de adolescencia retardada que llegan, en algunos casos, a los casi cuarenta en el caso de la runfla que me acompaña.
 No está clara la lógica del ritmo de salidas de los jóvenes y jóvanas de 18, para ser cauto, a 30 años incluidos; esto por un vicio de retardamiento habitual del paso del tiempo. El hecho fáctico es que en el bar hay un olor a bolas que solo nos permite, incluso a gusto, charlar entre nosotros.
 Claro que habría que tener en cuenta mi consecuente afición por el género femenino para -en primera instancia, desdeñando brechas etarias sociales, culturales, estéticas, humorísticas, cronológicas y cuestiones de peso- aceptar irme con cuanta mujer me acepte. Sólo quedan afuera tullidas, discapaces, extremos naturales, introvertidas, mudas[1], no siempre sordas y ciegas; todas excepcionadas según la ocasión, todas desdeñadas casi nunca.
 Es decir, que de todas formas tuve suerte aquel día, ya que la mujer que se me acercó no se caracterizaba por ninguna especificidad descrita anteriormente como para que fuera rejeitada. Sin ser demasiado bella, no llegaba a ser ni un poco desagradable. Se incluía, si se quiere, entre las miles de millones de cogestibles que habitan este bendito país.
 Se acercó corajuda a interrumpir una conversación de amigos; de amigos y medio en pedo, situación en que la mayoría de los varones suele excluir cualquier punto de interés que no sea imponer su pensamiento al interlocutor de turno. En ese momento me debería haber dado cuenta que tanta intrepidez colisionaba con el deber ser de esta raza portuaria magnetizada por los modismos internacionales. Hace tiempo yo también era un transgresor de los convencionalismos, pero hoy por hoy, su aparición me pareció tan arbitraria como excitante. Su irrupción, que por supuesto derivó la conversación previa a una arquilla de curiosidades ignota, con destino de sueño de pobre en el banco hipotecario, fue absolutamente lacónica.
 Hace tiempo que cualquier intento de morigerar la realidad con un atisbo de originalidad, me termina pareciendo un estupidismo egocéntrico, destinado a una masturbación interna tan leve como efímera, privada de genitalismo. Me avergüenzan los jugadores de fútbol, los periodistas de Clarín, todos los que no me contienen y a los que sin embargo les respondo con mi vergüenza. En este marco, Natacha aparecía como una Iemanjá de las acequias, una diosa rediviva y esquecida, lamentablemente sola, aburrida y lista para un pobre cuerpo cavernoso como yo.
 Las sorpresas contienen en su razón de ser, en su definición, la posibilidad de brindar un hecho inesperado a aquel esperanzado que atesora la esperanza en un lugar tan recóndito que ni siquiera recuerda la fantasía que ha originado tal deseo desclasado. Es por eso que siempre la sorpresa obra como un arqueólogo de la melancolía, un espeleólogo de la nostalgia, y trae recuerdos y deseos que habíamos olvidado que molestaban por costumbre de molestia, como esos ruidos permanentes que solo se descubren cuando acaban, con la diferencia que este sonido sobreviene de la nada, se genera en un presente discontinuo y tormentoso; demasiado humano como para interactuar con la serendipidad de lo fortuito; es decir, una negación del orden de la casualidad.
 Para ser claros y avenirme al formato requerido para contar esta historia -que se supone que es el cuento, aunque estas palabras hace rato hayan dejado de fungir en función de tal estructura- y resumiendo, puedo contar que palabra más o palabra menos, a los tres o cuatro minutos de conversación estaba dando vueltas, fumando un porro, al lado de una mujer que a esas alturas, como la gacela tullida para el león, resultaba un regalo del cielo inesperado.
 La primer y postrera casualidad se dio al dar la dirección de su casa, a la que íbamos a ir sin titubeos. La misma quedaba peligrosamente cerca de la casa de mi novia, a dos números de chapa, por lo que llegué a pensar, en un colmo de paranoia, que era una caída para pescarme in fraganti. De todas formas todo lo actuado hasta el momento, independientemente que fuera apto para ser presentado ante un tribunal, era apto para darme una soberana patada en el orto, que era lo que menos me preocupaba, o un sermón inaguantable que en realidad prefiguraba que yo estaba dispuesto a aguantar el mismo por un amor desorbitado.
 Las escenas sexuales me incomodan. Todas y cada una me parecen repetidas, acotadas; ninguna puede reflejar con justicia la excitación que la circunda, el motivo que la genera, ni el motor que la acciona. Por ello siempre me parecen igual de excitantes pero igual de redundantes. A pesar de ello, algunas veces opto por alguna mujer especial, ya sea por quilos, o por altura, para arriba o para abajo, pero siempre con alguna particularidad. Por una crianza represiva, barrial y machista no puedo coger con hombres, por lo que a lo sumo, alguna vez y no exenta de culpa, me dejé absorver el pene por una travesti.  
 Apenas llegamos a su casa y luego de la obligatoria puesta de música y la copa de lo que sea, incluso agua, nos dedicamos a besarnos, a buscar rápidamente la genitalidad del otro, la boca, la saliva, el toqueteo que confirma que el deseo de fornicar está avalado por lo sensorial, por los descubrimientos que se van suscitando en el férreo avance manual y oral.
 No tardamos mucho en estar absolutamente desnudos, impolutos por lo desinteresado y fuera de cualquier especulación, avanzados por la consuetudinaria tarea natural de excitarse y coger y, si es posible, procrear.
 Nos chupamos y nos lamimos hasta probar, hasta tantear los gustos del otro. Afortunadamente coincidimos en mi gusto por las vaginas y en su apertura explícita para que siga chupando, en su acompañamiento quejumbroso y placentero que indicaba que lo que tanto me excitaba era congruente con el deseo de ella. Y en medio de la fruición vaginal,  me abordó una mezcla de tabaco, cebollas fritas, animal, equino; un tono agriado de perfume vencido. Sé que es disruptivo en una historia erótica una mención a los olores, vestigios del erotismo de antaño, con regente nasal, con imperante olfativo, con mezcla de avasallamiento espacial por medio de una secreción, una hormona que se infiltra desde la axila y que circula con las características propias de cada lugar del cuerpo para cristalizar, finalmente, en ese olor a concha tan característico del amordazamiento de una vagina por un jean atormentador que se empeña en despuntar el vicio del esnifar, la fascinante rémora de una lengua bífida, un órgano de Jacobson que crece en nuestras fosas nasales y se transforma en el instrumento olfativo más erótico jamás dimensionado, precisamente por su carácter ancestral y original.
 En medio de esa nada cargada de tiempo detenido que es la relación sexual, y sin que medie aviso de ningún tipo, me inundó la boca un chorro de soda, una catapulta de líquido vaginal, el famoso squirting en el que me deleité innumerables noches elucubrando la posibilidad de la conjura, el artero engaño; en el simple meo trocado por la magia, ya no de la televisión, sino del montaje de Internet, del photoshop flagrante, de la conspiración mediática que inventa nuevas formas de sexualidad inalcanzables; esas zanahorias fluorescentes que rigen nuestras vidas cual fantasmas góticos, presentes sin corporizarse nunca; la amenaza invisible de la posibilidad, la mera posibilidad; tan lábil como una posibilidad; un religión de la semiótica, una liviandad del marxista sexual, el impoluto régimen dictatorial del loco.
 El chorro que expelía su vagina era totalmente líquido, sin atisbos de viscosidad ni áurea renal; inmediato en su declaración de líquido primal, tan tibio como un líquido amniótico; mismo en mi efervescencia sexual que adelantó mi orgasmo, era puro líquido amniótico devuelto a quien lo merece, al pobre poseedor de un recuerdo arrebatado, una ilusión hecha recuerdo; al falaz portador de una fantasía contundente. Y acabó.

                                                                     Adrián Dubinsky. 10/02/2012

[1] La mejor película de Woody Allen es Dulce y melancólico, en la cual una novia ocasional del egocéntrico Sean Penn (Genial en su papel) es tan muda como sabia. 

martes, 27 de diciembre de 2011

Charlotta de Guápulo

Cuando yo vivía en Guápulo, Charlotta subía y bajaba los cientos de escalones desgastados que iban desde la iglesia, señorona e inmensa, hasta abajo, cerca del río, hasta la cinta asfáltica de la avenida Larrea. Ejercitaba sin pausa el metro ochenta y pico con inusitado vigor, lo que demostraba a las claras que confluían en ella una juventud física, por cierto real, junto a un ímpetu del espíritu que la habían llevado a trasladarse desde su París natal a las calles de Quito. Eran de igual talante el desenfreno por los escalones atiborrados de verde y su impulso viajero; acuariana, diría más de uno; pero nada de eso: inquieta…inquieta.
 Había venido a trabajar como vulcanóloga, había estado trabajando en las estribaciones de varios volcanes, estudiado la biodiversidad riquísima de aquella porción de tierra, que pareciera diminuta en el mapa, pero que es abrumadora y descomunal cuando se la transita. Según me enteré, últimamente parecía que había estado trabajando sobre el deshielo en el Antisana. Parece ser que el calentamiento global es comprobable y mensurable en aquel lugar de los Andes (luego me enteraría que en el planeta entero el humano se da de jeta con el aumento de la temperatura, pero hasta conocerla a ella todo lo referente a “calentamiento global” me sonaba a hippismo posmoderno).
 A medida que se fue aquerenciando al lugar, una extraña simbiosis que opera en algunos europeos en Latinoamérica, produjo que su único atisbo de europea fuera su indespegable acento francés y su rubicundez radiante, un pelo que deslumbraba y unos ojos que denotaban a las claras que era del algún lugar del norte, pero que en las costumbres y en la forma de manejarse parecía una ecuatoriana más. La gente que la conocía se olvidaba de su condición de ultrablonda de uno ochenta en donde la media femenina es de uno sesenta a lo sumo, y donde la tez trigueña abunda al punto de volver a Charlotta un faro ineludible.
 En realidad no se llamaba Charlotta, sino que este era un argentinamiento aporteñado de su nombre francés. Pero el nombre se había hecho parte de ella como lo desmesurado y sorprendente de América le había comido el corazón. Alguna vez hablamos sobre su trabajo, y creo recordar que hablaba de él con pasión, y creo haber deducido, y si no lo hice en aquel momento, pues lo hago ahora, que Charlotta era ecóloga no sólo porque amaba la tierra, sino porque amaba a la humanidad. Suena artificial un amor tan inclusivo, pero a través de las personas que quería, ella redimensionaba el querer y lo potenciaba y trasladaba al cuidado más esencial de los que se quiere. Su trabajo excedía al de ecóloga y trascendía el de la militancia, se arraigaba acaso en un lugar mucho más encomiable: en el vegetamen del puro afecto.
 Compartíamos con Charlotta, además de cerveza, un principio de huerta que alcancé a ver en los bordes de la cristalización, ni sé si se finalizó, pero tengo el recuerdo de ella ahincada en la tierra, con instrumentos ancestrales, peleando contra las enredaderas y los tallos enmarañados de los zapallos silvestres que se habían adueñado de la porción de tierra que colindaba con el patio terraza de donde vivía. Ella cavaba, usaba el pico, araba, sembraba, y se relacionaba con la tierra como si hubiese estado hermanada todo el tiempo a ella. Y si algo me acercaba aún más a ella, era su falta de pretensión y de falsa superioridad que ostentaron históricamente los europeos con los americanos; su conducta estaba despojada de paternalismo barato y se asumía, cuando tronaba vigorosa contra las minas, como habitante del planeta, como ser humano par que se somete al lugar que le corresponde, un lugar de trinchera del pensamiento y la acción en el cual desembocó con total naturalidad. Imagino que quien conoció a Charlotta en Europa no se debe haber sorprendido demasiado de que ella se hubiera venido a vivir a Latinoamérica y a trabajar a favor de la autodeterminación de los pueblos, del cuidado de los que quería, de, y aunque suene pretencioso y cursi, su amor por la humanidad.
 Ambos éramos de Acuario, cumplíamos con una semana de diferencia y a ella la embargaba cierta volatibilidad y carácter aventurero que se le achaca a las personas de nuestro signo. Pocos podían ver que más que sed de aventuras lo que la conducía era una pasión por el conocer, por lo distinto, por lo nuevo, por acercarse a todo aquello que estuviera más alejado de su realidad para hacerse más y mejor humana. Por supuesto que estoy conjeturando, pero así la imagino. Cuentan que con la misma pasión que se enamoró del lugar, alguna vez se enamoró de algún latino, y aquellos de miradas cortas aún no podrán comprender que era imposible que no lo hubiera hecho, que como la enamoró el lugar la iba a subyugar algún varón de sus tierras. De todas formas, como toda buscadora, cuando yo me fui pensando en regresar a Quito, aún seguía buscando.
 El tiempo fue pasando y cada tanto, a fuerza de nostalgia tanguera y los contrastes evidentes de la ciudad donde vivo comparado con el vallecito donde viví más cerca de mi total integridad, se aparecía en la memoria; cada dos por tres me venían imágenes de mi cumpleaños allí, donde la pasé con ella y su novio de entonces, junto a la mujer de ese momento, adosada al lugar como nadie y quien se llevo, acaso, lo mejor de su amistad.
 Los azares y la curiosidad, un amor mal curado, una curiosidad desmedida por cotejar información, desinformación, y contrainformación, y todos los males que nos infringen los mega medios comunicadores, me llevaron a leer los diarios de Ecuador aunque viva a 5000 Km. y ya casi nada me ate a aquellas tierras, exceptuando recuerdos inmensos. Hace unos días estaba leyendo uno de los diarios más letales de la mitad del país del medio del mundo, cuando caí en la cuenta que nunca más iba a ver a Charlotta, que incluso el regalo que me hizo para mi cumpleaños ya es pasible de inexistencia y sólo vibra como un color del recuerdo. Me quedé un rato largo mirando la pantalla de la computadora, y en un estado semi cataléptico infería a través de lo que leía, que las diferencia son tan grandes en América, que pocos podían saber quién era Charlotta y que es lo que hacía allí. Seguramente, lo cual no los disculpa, tal vez alguno haya creído que era una más de las turistas que vienen a vivir la vida loca, con sus euros y sus pretensiones; seguramente cuando dispararon, quiero creer, para creer como ella que la cosa tenía solución, que aquellos que abrieron fuego desconocían que estaban ante una de las personas que más los quería a ellos, que se habría ofendido y avergonzado porque la quisieran robar a ella, en su barrio; habrá ardido de furia en la camilla de la clínica inoperante que tardó en atenderla, y habrá puteado en un castellano gracioso, y nos habrá recordado a todos mientras se le iba la vida.
 La imagino creyendo y cerrando los ojos tranquila, sin dolor y con la mente en azul, y del azul pasando al celeste del cielo, y a ella recostada sobre la popa, viendo como la naturaleza misma se encarga de llevarla con su respiración hasta su tierra natal, y ya no habita una camilla de metal y cuerina, sino que es acariciada por un sol ecuatorial, por alguna que otra salpicada de agua salada, y la veo sonreír con los ojos cerrados, satisfecha, en paz, contenta al notar el sol oscurecerse a través de sus párpados cerrados, y sentir el resto del sol sobre su cuerpo, y estirarse feliz porque sabe que ese devenir en morado del rojo que ve desde debajo de los párpados, obedece a la sombra que proporciona el amor cuando se acerca; una sombra que habita en ella, que camina sobre las conjunciones que hacen de ella la persona más libre de la tierra, aquella que va y viene cuándo quiere, a dónde quiere, con quién quiere y cómo quiere.

Adrian Dubinsky

domingo, 19 de junio de 2011

El poder piloso

 Últimamente en los sitios porno de internet abundan las chicas con coños depilados. La mayoría ofrece esa pobre vagina desprotegida, rosada en su desabrigo y siempre proclive a pescarse una cistitis ardorosa. Las veo felices en su condición de conchas calvas, aunque trato de imaginar lo que sufrirán cuando se enfundan en los jeans de talles modernos, amordazadas y rozadas millares de veces en un deambular errante, al pairo por Park Avenue. Acecha la vulvo-vaginitis con irritación peri-conchal.
 Por otro lado, a mí, en lo personal (y si no fuera personal, quién sino llenaría estos pretéritos huecos) no me atraen para nada los clítoris sin bufanda. Tampoco me inclino por una enredadera amazónica; pero sí un término medio. Lo suficiente para tornarla sexual a mi parecer, adulta. Calculo yo que esa fijación y correlatividad entre la excitación y la necesidad de que tenga vello púbico un genital femenino, se retrotrae a una fijación infantil. Ahora mismo recuerdo perfectamente las imágenes que se apoderan de mí y succionan a una parte mía  que linda con los huecos nostálgicos y los aromas reencontrados. Con un recurrir al pasado como medio para transformar en eso mismo, pasado, a cada instante del presente. El olor del pasto recién cortado…
 El olor del pasto recién cortado me encanta, y también pensaba que me encantaba, en aquella mañana de principio de los setenta, en que yo iba contento aunque con vergüenza (sentimiento este último, que agriaba mi carácter y me tornaba propenso a la melancolía), a las piletas que estaban sobre la Av. Garay. A la vuelta de mi casa. Estaba contento por motivos obvios: Amaba el agua, era verano (algo que aún amo), e iba con mis viejos y mi hermana aún bebita (¿o no existía?…sí, sí existía) y encima había olor a pasto recién cortado, flotaba la clorofila en el aire. Estaba radiante. Y estaba con vergüenza y triste. Triste porque era triste; sonrojado porque después no me darían bolilla mis padres y quedaría solo, a merced de los intentos de comunicación de los mayores; porque vendrían tíos y tías que ya de por sí eran avergonzantes en sus estruendosos cuchicheos; amigos de mi viejo con sus esposas que también abochornaban, algunas por hermosas. Lo peor de todo era que algunos de toda esa malandrada que se avecinaba, y que conformaba una turba gigantesca de amigos de mi viejo, tenía hijos, y encima más grandes.
  Ya de niño me caracterizaba por añorar el segundo que había muerto, y solo sería memoria si alguien se dignaba atesorar un brochazo de esa pintura, de la cual partiría todo ese imaginario que las personas construyen en torno a esa fantasía, y que mencionan como recuerdos. Tal vez a causa de aquellos primeros filosofares y de mi precoz espíritu de saudade, devine en memorioso; y acaso también insista en plasmarlo en byts, para no perder del todo las sensaciones pretéritas. Ya en aquel instante estaba triste sabiendo que a la tarde se acabaría el día.
 A los pocos minutos me olvidé que era nostálgico, y chapuceaba con mi viejo en el agua, o él chapuceaba conmigo, como chapuceaba con todos los niños. Recuerdo el llamado a comer, la carne que no me gustaba y el alivio cuando mi viejo cortaba un pedazo de pechuga con limón, lo ponía entre dos panes, y me lo daba como si nada. Después de la comida, los sacrosantos minutos para hacer la digestión, vividos cada uno de ellos segundo a segundo, mirando el transcurrir de una agujita diminuta e imaginaria, que iba arrasando al tiempo en mi frente clarita y permeable al sol.
 El primer chapuzón de la tarde debe ser el más esperado por todos los niños del universo que observaron el precepto digestivo. Yo me encontraba entre ellos y disfruté con el contacto del agua fresca en mi piel hirviente, y gocé con el agua en la nariz y el olor clorado del líquido, el hermoso azul de la pileta, y la casi soledad de niño entre niños.
 Mientras yo disfrutaba con algún que otro hijo de algún amigo de mi papá, los grandes, que era como se denominaba a esos bárbaros que comían y bebían y vociferaban, trasegaban vino como si fuera agua.
 A las horas de haber estado jugando, vi a mis viejos discutir. Mi papá estaba borracho y se quería tirar a la pileta. Mi mamá intentaba que no lo hiciera, y lloraba pidiendo a los demás hombres que la ayudaran a contener a mi viejo, que con sus noventa kilos, avanzaba como un búfalo arrastrando a un búfago. Los demás hombres se reían y le decían que lo dejara. Es el día de hoy que no sé si mi vieja exageraba o no en su temor. El hecho es que mi viejo fue hacia la pileta y se tiró. Durante unos segundos se me paró el corazón. No podía tardar tanto en emerger. Los segundos que no pasaban nunca para hacer la digestión, ahora se esfumaban del universo con la velocidad de un rayo. Comenzó a nublarse y yo ya estaba por llorar cuando mi viejo asomó. Lo vi respirar hondo y dar unas brazadas hacia el borde de la pileta. Salió chorreando agua y sonriendo. Mi vieja ni lo miraba.
 Cuando serían las siete chorreó plomo sobre el cielo, se encapotó, y el olor a pasto recién cortado se transformó en olor a tierra mojada. Levantó un viento cálido que comenzó a volar los diarios y las lonas con que los grandes se tiraban a tomar sol. No me gustaba ni me gusta tomar sol. Me gustaba el sol y la pileta, pero también me gustaba el color que tenía en ese momento el cielo: plúmbeo y pesado, opresivo.
 Mientras yo miraba el tronar comenzaron a golpear el pasto unos gotones ruidosos, que debían doler cuando daban de lleno en la mollera de mi hermana. El diluvio arreció en segundos y el caos en las disparadas hacia los vestuarios fue total. Mi vieja agarró a mi hermana y a mí y nos llevó corriendo hacia el vestuario de mujeres.
El olor a jabón  y a perfume, mezclado con algo de orín y un olor a algo que en ese momento no podía discernir, y que hoy lo sé a mujer transpirada, horadaba las fosas nasales como mucílago hirviente. Con el tiempo esos olores me fueron ganando el gusto. Todos los demás varones se habían ido al vestuario de hombres. No entendía bien que hacía ahí, pero se ve que era bastante más chiquito de lo que creía, hecho que vino a confirmar que las mujeres risueñas, y entre charlas que no llegaba a entender del todo, comenzaran a cambiarse como si yo no existiese. Al principio traté de disimular, pero después pensé que si a ellas no les importaba a mi menos, y comencé a mirar descaradamente, o al menos eso fue lo que intenté hacer, y que pocos segundos mediaron entre la caradurez y el pasmo que se me instaló en la quijada cuando vi que las mujeres también tenían pelos. Yo me había bañado con mi padre, y sabía que a los hombres, cuando son grandes, les crece la barba, el pelo del pecho, y también el pelo del “pitito”, según contaba mi papá; lo que no me habían aclarado era que las mujeres también tenían pendejos. Yo daba por sentado que era un fenómeno masculino, ya que mi madre carecía de barba pinchuda, ni tampoco manchaba su pecho blanco una maraña marrón.
 Pasada la estupefacción llegó el calor, en las mejillas por vergüenza y en el resto del cuerpo por calentura. Me hervían los pequeños huevitos, y no puedo, aunque desespero intentándolo, recordar si tuve o no una erección.
 Salí de aquel vestuario ruborizado y mudo. Mi viejo nos esperaba bajó un techito de la entrada a la pileta; sonreía y esperaba mientras yo iba a fijando imágenes sobre imágenes y mientras elegía perderme el recuerdo de la vuelta, del regreso, con tal de fotografiar cada uno de aquellos vellos con la memoria. Lo que si recuerdo y seguiré recordando es aquel olor a mujer, aquel recuerdo de mujeres pilosas y la fijación de un objeto de deseo; mi primer objeto de deseo. 


Adrian Dubinsky, el Ruso

jueves, 19 de mayo de 2011

Pared de bambú


Las horas de caminata lo tumbaron en la cama cuando aún el sol se empecinaba en aparecer por detrás de unas nubes y reflejaba esporádicamente, sin estridencias, sobre algunos surfers. Él no estaba para olas y la cama lo tomó como una mujer, lo cobijó y lo relajó hasta el sueño.
La habitación era pequeña pero confortable; toda revestida en caña y con una cama con mosquitero, le dejó dormir en silencio hasta que el sol se ocultó por completo. De entrada no le había parecido nada increíble el hotel ni la habitación. Daba a un jardín trasero donde se tendía ropa y estaba pegada a otra habitación que dedujo de iguales características.
 Lo primero que lo despertó fue el ruido del candado al abrirse y la puerta al cerrarse. Salía de un sueño mórbido donde la extrañaba a ella. El sueño se ocupaba de transformar a ella en un hombre, y en ese momento el sentía que podía pegarle, tratarla de igual a igual. Por supuesto que jamás le había levantado la mano, pero en este momento, a la distancia y disculpado por el sueño se aprestaba a golpearla. Consiguieron despegarlo definitivamente del sueño unas voces de mujeres que hablaban en sueco; supo inmediatamente que era sueco y se sorprendió de su memoria auditiva. ¿De dónde sacaría su mente ese sonido que claramente se identificaba como sueco?
 Las luces de su habitación estaban apagadas y podía ver claramente los cientos de pequeños intersticios que dejaban escapar a la luz de la otra habitación. Se levantó sin hacer ruido, con cierta vergüenza de que supieran que estaba ahí. Se acercó a los huequitos, y como si siempre se hubiera dedicado a fisgonear, no tardó en encontrar la abertura apropiada que daba directamente al baño con cortina que la despreocupada sueca que estaba orinando no se había preocupado en correr, a la vez que seguía charlando con naturalidad con su amiga. Pudo ver como cogía el papel y como se secaba y arrojaba el papel al inodoro sin siquiera darle una mirada de despedida. Salió del baño sin que pudiera espiar nada interesante, y al segundo dio paso a la otra, que enseguida prendió la ducha mientras comenzaba a desvestirse.
 Vio su cuerpo, la blancura joven de las nalgas en contraste con el rojizo otorgado por el sol, vio unos pechos firmes y un vello púbico escaso y rubio, prolijamente recortado. Desnudo como estaba, comenzó a masturbarse, a mirarla y pajearse con un cierto prurito, sabía que no estaba bien lo que hacía pero no podía dejar de espiar esos pezones rosados y toda esa juventud hecha desnudez. La chica se metió al baño y el siguió masturbándose con las pocas imágenes que había atesorado en ese minuto o minuto y medio. La otra chica salió de la habitación y él espero hasta que escuchó cerrarse la ducha y el sonido de la cortina al descorrerse. En ese momento sí pudo verla en toda su dimensión. Era hermosa de cara, de ojos, de cuerpo entero; y mientras ella se secaba los pechos el se masturbaba con más rapidez, cuando comenzó a frotarse el vello del pubis eyaculó en silencio, con la boca contraída y con un placer indecible, mayor aún por el silencio en que se dio.
 Más tarde la cruzó cuando salía de la habitación, y más a la noche la cruzó por el centro mientras él se comía el plato más barato de Montañita. El resto de la noche lo dedicó a pasear en soledad, a ver el mar de noche, a imaginar la marea y la fuerza de la luna, a inquirir sobre esa constancia desmedida que lo subyugaba. 
 El mar lo imbuía de pensamientos que no elegía, la realidad, el mundo circundante eran catapultados por el mar de forma tal que era imposible hacerse el boludo. No le gustaban los gringos, no le gustaba Montañita. El lugar más apreciado por el turismo a él le parecía una mierda cargada de oportunistas y rubios que arruinaban el paisaje; el tan mentado paraíso natural a él se le develaba como un lugar donde parecía que la mayor ocupación de la gente residía en arrojar plástico a la arena. Los comerciantes le parecían deshonestos y con deseo de enriquecerse de la noche a la mañana, esperando con ansias en transformarse en uno de los que les daban de comer. Con sus lujos, los gringos habían traído también la envidia y la ambición. Tenía que reconocer que el lugar sin todo el aparataje de la industria de la diversión era un verdadero paraíso; y entre los pelícanos que parecían arpones de plomo y la cara que se apreciaba con imaginación en la elevación lejana, con la nariz de montañita en la cara acostada que daba nombre al lugar, y que a ambos recordaba de la tarde, ya que a esa hora de noche sin luna no se podía ver ni lo uno ni lo otro; pudo imaginar que nada de lo que había alrededor existía, y que su existencia era mera casualidad intangible.
Volvió a la habitación tarde y medio borracho. Como llegó se desnudo y se metió a la ducha. Salió triste, lo embargaba una mezcla de recuerdos pasados y de soledad actual, la angustia de la necesidad, la necesidad de un abrazo cercano, de un cuerpo de mujer. Se acostó y se masturbó en silencio, pensando en ella otra vez, como casi todas las veces que lo hacía; por más que se le cruzaran miles de imágenes siempre cuando eyaculaba se adueñaba del orgasmo la imagen de ella. Acabó en silencio y con angustia, sin saber jamás que al otro lado del bambú se estaba masturbando una chica sueca.


Adrian Dubinsky el "Ruso"

lunes, 28 de marzo de 2011

Dos pajas en nebraska



La primera mórbida; la segunda extática. No sé a que fenómeno extraño de la química se deba, y como actúan determinadas drogas naturales del cerebro en la psiquis, que siempre producen un letargo opiáceo que calma todos los dolores, incluso el provocado por la abstinencia de amor.
La imagen en sí es calamitosa, un derroche de absurda melancolía, un homenaje a Anhedonia, un no decir en Argel bajo el sol tórrido del meridiano de los pueblos del mediodía, una ominosa llamada al consuelo, que se niega por elusivo y amorfo. Anafrodisíaco en sí. Un hombre desnudo, con un pene fláccido en la mano y llorando contra una almohada, un tótem del pavor a la pérdida. 
Si ahondamos un poco más en la búsqueda infructuosa del hombre, ya que suponemos por su pene moribundo que el onanista no halla la imagen que anegue los cuerpos cavernosos, así, castellanizado por gusto y asonancia, veremos que hablar de infructuoso en los casos de erecciones no es del todo correcto. Los casos en que los hombres gustan muchísimo de una mujer, y que ese terrible objeto de lascivia torne impotente al hombre  son abundantes(a veces lo que no podemos los hombres es creerlo). 
Para no alejarme de la cabeza del pobre pajero, es menester aclarar que él encontró el resorte adecuado para disparar endorfinas excitantes. Y que si llora y aún así se aferra a su pene, es porque, pobre, él creé que lo debe calentar ver a su mujer viendo a otro, y en su dolor de certeza busca acomodar las piezas en forma errada, pretendiendo que los triángulos encastren en los cuadrados; y lo que es peor es que de a poco lo va logrando, y vemos como el color amarronado de la piel gastada de un pene masturbadísimo se va estirando y va amoratándose, pero solo por pocos segundos, ya que en cuanto el hombre ingresa al cuarto (ficticio, se entiende, existente de cruel realidad en su elucubración pajeril) en donde está la pareja, el pene alcanza una dimensión importante dentro de los estándares normales.}
Durante unos segundos la torre parece desmoronarse, ya que el hombre que se quiere acoplar al trío queda impávido, y mira como observando una pesadilla. Una imagen irreal y onírica. La mira a ella y la columna se hace trizas, ve su dolor en los ojos de ella, ya cicatrizados, aunque con costurones aún asomando tras las rayitas negras que cintilan sobre el iris color corzuela. Ella sonríe triste, mientras el tercero en cuestión le chupa las tetas, le estira los pezones como si su boca tuviera un hueso que accionara, como la trompa de los peces, un órgano chupador del fondo de una pecera estéril. En el mohín lastimado el hombre encuentra la comprensión necesaria y, aunque a regañadientes, logra una erección que puede ser nominada de tal forma, y se entrega a tocarle la concha suavemente, abriendo los labios dehiscentes que se van perlando de gotas minúsculas surgidas de placeres mayúsculos; y el infeliz en el reino de Onán, ya que en el real “Vini, vidi, vici”, disfruta agarrándole el culo con fuerza e intenta besarla y la boca está ocupada. 
El interventor la está besando con la lengua plana, esto quiere decir que le pasa las papilas gustativas, la zona mas tersa de la lengua, por la misma sección del apéndice de ella. 
Él está contento, su erección lo dice todo: venas colmadas, tránsito furioso, glande como el techo de un gnomo, y la saliva de ella como el Guadalquivir lorqueano. Fue capaz de llevar la fantasía hasta la Indochina francesa, y recorre con sus manos los pechos mientras ve como ella exhala un gemido y mira hacia abajo. El mentecato del limbo está entre sus piernas devorando como un sonámbulo diabético un melón en el Sahara, y ella no para de gemir; y él con la pija parada, arada escribí fallidamente, ve como ella suelta su boca, se despega de sus jugos y se arroja a un sesenta y nueve frenético, llenándose la boca de otro y gozando desenfrenada, liviana, descomedida se podría agregar, si no fuera a abarrocar demasiado al texto, queriendo exprimir el miembro, más pequeño, para reafirmar, en este caso con total certeza, que el tamaño es lo de menos, excepto para la estética. 
Ella chupa mientras el hombre que ya no llora porque se olvidó, y logró, mientras besaba y acariciaba a su amor, una erección decorosa. 
El soñador se sigue pajeando aprovechando el envión de calentura, y tratando de ralentizar la imagen lo más que puede, infructuosamente, ya que el convidado empieza a acabar, mientras ve como la boca de ella no llega a cerrarse del todo, dejando escapar el líquido proteico por las comisuras y porque se desborda, micciona entre estertores. Y el que recién lloraba ahora le toca la concha a ella, tratando de pernoctar en tierra autobesante, de exorcizar de la forma más salada y cruel, de una vez, la falencia de amor, y comprueba, mientras su polvo mancha su estómago, sus sábanas, y en otro lado el culo de ella, que en aquel páramo de su interior, aún estaba con ella. Mientras ahí mismo, mientras siente que el culo de ella se dilata y se cierra en espasmos nerviosos, de frecuencia impalpable para alguien que no esté caliente, aunque vea a simple vista el guiño espasmódico del ano… Cuando le toca la concha la siente más mojada que nunca y sabe que está acabando.
Él sospecha que acabó cuando sintió el semen del otro en su boca. Solamente porque le hace más daño.
 Mientras se seca con las sábanas y rememora la paja, también piensa que si la emisión de la fantasía hubiese transcurrido con los roles invertidos, él pensaría que ella alcanzó el clímax con la mano de él. Misterios de la decantación de los vestigios del amor que siempre duelen y siempre, pero siempre, dan un manotazo que encuentra la tabla salvadora, dispuesta circunstancialmente, si se es no creyente, o por la mano de dios, según cual sea el credo que alimente la penitencia y la resignación del lector. 
Esto lo podemos comprobar fácilmente, observando nada más al que recién lloraba, amarrado a una almohada, y también acababa, tratando de matar al dolor que le impone la impostura; y por supuesto, como todo lo inquisitorio, no sirviendo de analgésico; y lo reafirmamos cuando asistimos a sus devaneos y lo vemos sonriendo, recordando una de las primeras veces que se acercó al hogar donde proyecto morar su simiente, y torpemente le estampó un chicle en el vello púbico, y a la larga en Nebraska (acaso en estas pajas, que se llaman en Nebraska porque el tipo no encontró un lugar más impersonal para hacerse la primera. Y la segunda en el mismo lugar por comodidad. Y porque cuando el recuerdo es cálido se prenden hogueras para festejar, también, por qué no; y porque suena a palabra india, que es linda y misteriosa, tan elusivas como las conexiones cerebrales que actúan como calmante y en la autosatisfacción cumplen su cometido. No para de lembrar la risa de entonces, condimento esencial en el amor de estos dos que recién tuvieron un invitado.
Si ahora vemos la imagen que antes nos dio pena, cambiando solo algunos detalles, como por ejemplo el pene flácido y la almohada ahogando al lloriqueante, podemos ver a un hombre buscando placer solo; pero con otro semblante. Este está caliente de verdad, y cuando curioseamos sobre su placer genuino, lo vemos mirándote, y cambio de persona, porque como te habrás dado cuenta esto es para vos y es personal, como las pajas. Y te recuerdo como antaño, riendo y cogiendo, probando la piel del otro, los humores del otro, analizando sus sucos y entrañas;  y comprobando al instante no solo que no dan asco, sino que excitan, que conllevan exigir mas jugos y más besos, y más adentro. ¡Que lindo! Veo su erección mientras se sacude la verga con un ritmo sin bronca, con cadencia. Su respiración va llevando el polvo a la instancia justa. Se podría decir que con el recuerdo adecuado estamos asistiendo al acto masturbatorio efectuado por un especialista con timming perfecto entre imagen y cosquilleo, y lo podemos prever a su placer, cuando mira los ojos de ella y embiste hasta el fondo besando su alma y sintiendo su beso, tensando los pies porque no se puede más; porque se podría llegar a llorar de placer, y es eso lo que hace nuestro pajero, ahora más querido, estallar en un orgasmo suculento mientras llora. Éxtasis sin duda que desmerece al anterior, y que exactamente eclosiona en la base de su cerebro, para desparramarse como hilos de lava, incluso hasta el tejido queratinoso de sus uñas, en el instante exacto en que siente el espasmo de ella y la mira a los ojos, y la reconoce, por fin, íntima y de otro.

Ruso.

miércoles, 16 de febrero de 2011

El Circo

Mis relaciones con los circos siempre fueron distantes y efímeras, nunca creí en los trucos de los magos y los payasos me daban tristeza. Mis viejos intentaron acercarme a él no se porqué extraño mandato de la diversión infantil, luego desistieron. 
Extrañamente mi hija, sin haber recibido estímulo alguno, ama los circos, se deleita y queda con la boca abierta cada vez que ingresa a una carpa; a veces me imagino que esa sería la expresión de un bebé si pudiera retornar al útero que lo contenía. 
Por eso recién volví al circo de grande, ya con mis manías y obsesiones totalmente desarrolladas. Cuando me preguntan que es un adulto respondo eso: Un niño que alcanzó a desarrollar todas sus fobias y obsesiones.
La alegría de mi hija cuando plantaron la carpa en el descampado de la vuelta de mi casa fue increíble, y no paró de rogarme que la llevara durante los tres segundos que tardé en decirle que si. El descampado era un ex arsenal de guerra con aspiraciones de parque, que nunca participo en una guerra y nunca llegó a ser parque, un espacio frustrado y representativo del ser nacional.
La función a la que fuimos no podría haber salido mejor, toda la adrenalina que uno siente y el temor ante la posibilidad de que algún truco o cabriola no salga bien, fueron en vano. El show fue aceitado.
Cuando nos íbamos, todos los participantes del espectáculo esperaban a la entrada de la carpa y saludaban a los chicos y también a los adultos. Cuando nos saludó la contorsionista pude leer una mistura de tristeza y soledad en su cara, aderezada con el profesionalismo que la hacía sonreir continuamente. 
Esa misma noche, alrededor de las doce o doce y media fui a dar una vuelta por el descampado, prefiero llamarlo así, porque si lo nombro parque viene a la mente gente paseando, y por ese lugar no andan más que linyeras y borrachos de noche. Por eso también me generaban curiosidad los trailers y los circenses.
Me acerqué a un fuego donde estaba parte del elenco charlando en portugués, los saludé y me respondieron, no sé que más esperaba, aparte de la respuesta, pero seguí caminando. A unos metros estaba sobre una piedra, sentada normalmente, la contorsionista, que a partir de esta etapa del relato no tendrá más que ese nombre: Contorsionista. 
Tenía una camisola lila, con una tonalidad semejante a la de las hojas que presagian al corazón de alcaucil, y ese, aunque más hermoso, era el formato de su cráneo, con pómulos orientales y boca latina, de cuerpo casi esmirriado, que veía con los ojos y con los pezones, que apenas asomaban de una camisola color lila con una tonalidad semejante a la de las hojas que presagian al corazón de alcaucil.
Sin mediar palabra me senté en la misma piedra, lisa como sus expresiones, una piedra esponjosa. Cambiamos dos o tres palabras y fui devorado por su boca, me chupaba todo el borde posterior del labio, mientras su lengua recorría todo el perímetro de mi boca, me llenaba de saliva y sentía como se iba enroscando alrededor mío, sentía levemente su peso y como me iba desabrochando el pantalón.
No se en que momento, digo no sé porque estaba tán hipnotizado con su sabor, que mi lengua se convirtió en espeleóloga de oquedades, pude recorrer cada milímetro cuadrado de sus encías. Verificar cada vericueto de sus dientes y hendiduras, podía reproducir su radiografía dental pero en cinco dimensiones: Su ancho, con quijadas como las de Sofía Loren; Su largo, tan pronunciado como la pista descendente y plateada de las alfombra mágica; Su alto, una catedral; Su espacio, contenedor de aliento de almizcle y habas , y ríos de dulce pátina; Y su tiempo, ese beso atemporal en que se detiene la vida y queda zumbando un sístole impreciso. 
Por eso digo no sé, no sé en que momento metió su mano en mi pantalón y me apretó la base del pene, haciendo que sienta calor en cada riacho del delta de mi pija. Comenzó a levantar las piernas, como si fueran izadas por un dispositivo mudo e hidráulico, se tomó con una mano de mi cuello y con la otra mano, me llevaba hacía ella empujándome del culo, con un dedo jugueteando en la mirilla, hasta meterse en la concha mi pija. 
Estaba empapada, sentía el calor en cada poro de mi pene. Se movió durante unos segundos encima mío hasta que comenzó a rotar, mientras me cogía, con las dos piernas entrelazadas a su cuello; con ellas apretaba su boca contra la mía, y me pasaba los pequeños pezones hirviendo por el pecho. Se mantenía en equilibrio y giraba sobre mi pija como si ésta fuera un eje sobre el que baila un calesita. 
Cuando acabé, escuché sus propios estallidos y sus jugos que se derramaban contra mi vello púbico. Nunca había estado con una mujer que se mojara tanto, o mejor dicho fornicado, ya que si estuve con mujeres así o no, solo ellas y los suyos lo sabrán. Pero fornicado con un manantial tal: jamás en mi vida. Nos despedimos con la contorsionista con un beso, una caricia y muy pocas palabras. Me volví a mi casa lentamente, con las manos en los bolsillos, silbando bajito, y con los pendejos empapados.

Ruso  

martes, 1 de febrero de 2011

Nociones Intimas ( Crónica real de un bis a bis en una cárcel Argentina)

El punto de vista del encarcelado

Les pido por un momento que se pongan en mi lugar, que no les va a ser difícil, y se imaginen el colmo del antierotismo.

Estos pueden ser variados y con una infinidad de matices. Pero ahora imagínense que quedan de lado las mujeres que no nos gustan, las situaciones indeseables, y solo queda la imposibilidad burocrática de fornicar. La necesidad de una aprobación indeseada para poder dejar de besar con fruición a la mujer que nos gusta para pasar a cojerla con devoción: eso es lo que ocurre cuando estás privado de la libertad.

Necesitas que te autoricen a poder introducir un pene en una vagina y moverlo con la velocidad con que un colibrí bate las alas, si te lo permite el estado físico. Pero uno siempre se agita con la velocidad máxima que nos permite nuestro estado físico, y no siempre está autorizado por la autoridad social o penitenciaria en este caso.

Este tormento que acabo de narrar se manifiesta cuando uno está preso y tiene que aguardar el turno para que le concedan las visitas higiénicas; que de profilácticas solo tienen el apelativo, ya que se efectúan en lugares que de limpios solo mantienen el nombre y el mantenimiento que le dan los propios internos; y solo se dan después de una serie infinita de trámites esponjosos y retóricos. ¡Qué más que dos que se desean amar para otorgar un permiso de cama!

Encontrar en esta situación, sobre todo la primera vez, el paliativo para la angustia y la desazón que permita una erección digna y una lubricación complaciente, es tarea de humanos. Esto quiere decir de una especie culposa y psicológica sumamente adaptable y versátil; es decir, repito, el humano.

¿Cómo me pude calentar la primera vez que ingresé a ese cubículo, receptáculo, habitáculo; todas palabras que finalizan en culo pero que carecen de su significante erótico? No lo puedo explicar con claridad. Pero besar en el infierno el culo de Dios es sumamente agradable.

A partir de ahí solo les pido que se pongan en mi lugar. Si lo logran en dos minutos van a estar con la pija parada, o la concha mojada (por favor, entiendan el argentinismo). Para que se sitúen les voy a contar el paso a paso de la contienda. A uno le fijan una fecha y hora inamovible.

Tantos los componentes afectivos en esa situación que se tornan melosos para un ciudadano común y acaso escaseen lo detalles pornográficos. Pero, claro, a un ciudadano común no le fijan fecha y hora para un encuentro amoroso. Por lo tanto uno debe estar caliente ese día y esa hora. So amenaza de pasar quince días para el próximo encuentro. Recuerdo mi primer visita íntima un día domingo.

La primer hora fue de abrazos e intimidad por el tiempo arrebatado. Caricias, abrazos, besos en la mejilla a medio vestir y tratar de convencer a mi mujer que el gordo marcial que nos había encerrado no nos espiaba por la mirilla del receptáculo, cubículo, habitáculo, y estos van a ser todos los apelativos que use para describir ese lugar, ya que no encuentro otro menos frío, quizás gabinete, pero tiene tantas connotaciones saunescas que prefiero descartarlo. Después de esa primea hora mandó el cuerpo, y pude, con palabras y no con besos, erotizar las luces fluorescentes del ----culo.

Trazar con la imaginación un velo de color lila en todo el lugar e imaginar que nuevamente nos amábamos como en casa. Después de todo las tetas siguen siendo tetas, y un flujo suculento le puede hacer parar la pija aún a un preso, es una comparación valida en este caso.

Recuerdo claramente el momento de meterme nuevamente dentro de mi mujer, y una vez más tener la incerteza de si el placer de ella al sentirse penetrada es comparable al placer masculino de penetrar, aunque ambos sexos afirmen que es así, como afirman que un dolor de huevos es igual a uno de ovarios y que el peso de los testículos es similar al de las tetas. Se lleva pero no se siente...

Dudo de que sea igual, pero es tan misteriosa la comparación que quizá ahí radique su magnificencia y misterio. De una forma o de otra alcancé un placer supremo tal, que una vez que acabé me tiré a su lado y exclamé: “¡Esto es vida!”.

Ella me miró sonriendo como tratando de entender que esa relación anormal bajo esas condiciones anormales fueran motivo de una exclamación y afirmación de certezas ontológicas. Pero si en la mierda te encontrás una margarita, para mí eso es vida. Y por su sonrisa y predisposición confío en que ella lo entendió de esa manera. Digo esto porque se metió mi pija en la boca y busco coronar por segunda vez.


El Ruso

viernes, 7 de enero de 2011

Relato: Las risas no tienen acento.

Las risas no tienen acento. Uno no puede saber con certeza quién se está riendo a no ser que empañe la risa con alguna declaración rugosa, delatora. Con el llanto es lo mismo.

Aquella noche pringosa intentaba dormirme en aquel cuarto caribeño, que se salvaba de la demolición moral porque quedaba a orillas del cielo líquido. El mismo cuarto en Constitución sería un recinto de amor travisteano y cocainomaníaco. En cambio, como no tenía travestis ni cocaína, intentaba dormir. Me había podrido de ver las olas amenazando con llevarse todo y que se quedara siempre en el amague. En algunos momentos rogaba que todo se transformara en un verdadero Krakatoa. Al notar la falta de determinación del océano, cómplice de la mía, intenté irme a dormir después de tres whiskys y dos porros.

Los hoteles fuera de temporada siempre parecen decadentes, o lo que es mejor: antiguos, anacrónicos. Parecía un antiguo antro lujoso en un país que había tenido su apogeo en la década del treinta y en el que habitaban fantasmas de escritores alcohólicos. En el segundo, decía el encargado, había pernoctado un tal Lowry, días antes que lo vinieran a buscar con una ambulancia después de las denuncias de tres prostitutas. No es que les quisiera pegar, ni mucho menos. Es que en lugar de acostarse con ellas, las desnudaba y las hacía posar como un pintor, pero en vez de pintarlas las escribía a ellas, literalmente. Yo deducía que la anécdota era apócrifa, ya que faltaban un par de botellas de por medio para que la historia tuviera algún asidero. Lo único que me hacía dudar era de donde había sacado el conserje el nombre de culto.

Mientras giraba entre las sábanas, como si estas fueran un chiripa meado y yo un mocoso incomodo, oí como se reía la pareja borracha. Ella, beoda y escandalosa, una mujer que tenía ganas de que algún huésped se asomara a verla, para ella enseguida hacerle un gesto obsceno y así reafirmar su condición de femme fatale. Lo que quedaba por descubrir era si el cuerpo le daba para su papel privado de Gilda. Él, seguro un caballero que intentaba silenciarla entre risas amigas y lúdicas, también iba borracho, pero entre las risas había un handicap de quince años a favor de la damita descocada y veinte a favor del pedrigge etílico del prócer. Escuché los pasos que cortaban la sombra de la rendija de mi cuarto y se detenían enseguida haciendo sonar la llave contra la cerradura, prolegómeno metafórico del futuro más cercano. A esa altura de  la premonición ya me encontraba del todo despierto y con la mano hurgando bajo mi calzoncillo. Era evidente que tenía que destapar mis orejas y  resignarme a vivir el insomnio con placer. Los primeros franeleos no se hicieron esperar, la actitud beligerante de ella se dejaba escuchar ante la pasividad del caballero silente. Después de minutos de escuchar las provocaciones de mi Gilda, siempre de manera oral, o para ser más explicito, con palabras  y silencios también orales, yo esperaba alguna reacción, del muchacho del filme, tanto o más que la chica, pero por lo visto, o mejor dicho por lo oído, el caballero me había defraudado y se encontraba roncando placidamente, y mientras me encontraba con la oreja pegada a la pared y la mano pegada a la pija, imaginé que ella ponía la misma cara que yo cuando deje de masturbarme. Nos transformamos, pared de por medio, en dos desilusionados. Mientras yo iba hasta el baño a refrescarme la cara sentí el portazo y el taconeo que regaba mi puerta. Volví a la cama y ya fue imposible detener el alud de fantasías. No tardé más de diez minutos en vestirme y bajar al bar del hotel. Nunca supe si el bar abrió para la ocasión o permanecía abierto las veinticuatro horas aunque no hubiera clientes. En ese momento éramos  cuatro personas en el hotel: uno durmiendo, seguro soñando con la posesión sexual de alguna ninfa de antaño, y babeando la almohada; otro haciendo el papel de conserje, barman, confidente ocasional y lustra copa de franela; y otros dos jugando a ser románticos de bar sin consuelo. Una ya sentada, con un whisky  pasado de ámbar acariciado sin interés  y con la seguridad de que espera a alguien que sabe que va a venir seguro aunque se retrase; y el otro, yo, simulando que no iba a sentir ningún tipo de vergüenza y asegurándome a mi mismo que debía jugar un papel como si fuera un actor experimentado, sin importar el resultado final. Solo debía divertirme.

Ni bien me acerqué, jugó su rol con minuciosidad y sin alardes de sobreactuación, facilitándome la seducción y poniéndome en el lugar del partenaire, dándole los pies para que ella se luciera. Entendí el pacto que me proponía a los ojos del barman que estaba gastando el vidrio de una copa volviéndola arena. Me miró apenas llegué  y golpeando el taburete que tenía al lado me hizo sentar como un domador a la fiera. Sabía que iba a llegar, pero ¿sabía que había sudado mi oreja contra la pared? ¿todo el tiempo se adelantó a la historia? O quizás eran una pareja swinger y esa era la manera engañosa que utilizaban para atrapar moscas desprevenidas, ya que entre ellos no cabía lugar para la perfidia. Pero todo eso lo pensaba mientras ella insistía, palmeando el falso leopardo que enmascaraba al taburete no demasiado alto para sus piernas blancas, tan blancas como pueden ser las piernas de una  morocha que jamás toma sol. Me senté obediente y tomando un aire de malandra  yanqui pedí un ron “Sin hielo”. La voz me salía justo como no quería que saliera, pero eso lo pensaba yo. Uno nunca se escucha la voz. Es injusto que uno muera escuchando su voz únicamente en mensajes de contestadores automáticos levantados a destiempo, y casi siempre entremezclados con otras voces viriles que siempre nos suenan mejor que la nuestra. El único consuelo es que a los otros galanes les pasa lo mismo, como a nuestras veneradas. La desazón del humano es inherente a su condición de competidor.

A los cinco minutos de hablar trivialidades fue tan directa como puede ser una mujer a la que otro hombre le humedeció la vagina hace veinte minutos. Las pijas se bajan, las conchas no se secan. Hace tiempo un mozo me dijo al verme pasar una oportunidad: “La mina que no te cojes hoy, no te la cojes más”. Si bien esto no es una verdad cabalística, habitualmente se comprueba en nuestros fracasos. ¿Cuántas veces decimos “Pensar que me la podría haber cogido”? Seguro más de las que decimos “Cómo me la cogí”. Cuando pasó el tiempo de comprarse el paraguas, te mojaste.

Así que teniendo como constitución aquella premisa que bandereaban los mozos, no tardé mucho tiempo en volver en líneas rectas las parábolas que venía insinuando la mirada enmarcada por rulos azulados.

El camino hacia mi cuarto estuvo plagado de peajes de besos. Parecía que ninguno de los dos quería avanzar sin lengüetazos indiscriminados. Debe existir un instante del preludio sexual en que es tanta la calentura que no importa por donde viborea la lengua. Basta con sentir un aliento ecuatoriano y una humedad espeleológica. La calentura pasa por una acción simbólica. Alcanza con que se haga algo que espera el otro, si esta bien o mal hecho es lo de menos, la perfección del acto esta dada por nuestra conformidad y nuestra venia para el potencial que alcanza en nuestra fantasía. Si hay voluntad, siempre se besa bien, y todos tenemos voluntad para dar. Un amigo mío lo llamaba actitud. Si hay actitud hay final feliz, o por lo menos hay final.

Me da vergüenza, pensando que soy un escritor, contar como cojimos. Es que ya se ha contado tantas veces, yo mismo lo he hecho tantas veces que sería imposible narrar absolutamente todo lo que hicimos sin caer en el autoplagio. No podría dejar de vilipendiar, palabra también usada por mí para excusarme de ser explicito, al sexo, si contara todo lo que se le ocurra a la sexualidad de un humano. Lo único que voy a detallar, y  porque viene al caso, es que era extremadamente apasionada y gritona. Parecían aullidos de dolor. Solo yo, el mozo y alguien que hubiera visto todo el flirteo previo, sabía que los gemidos, exagerados o no, se debían al fregar genital y no a una contienda conyugal.

Por supuesto, como corresponde a un paranoico en potencia, pensé que después del tercer polvo o exageraba, o quería que se enterase nuestro vecino-marido-cornudo o ¿cómplice?
Ella me tranquilizó. “Es viejito, y cuando bebe, mezclado con las benzodiazepinas (Recuerdo que me sorprendió el termino), duerme, para mí, sin siquiera soñar”. Eso me relajo, después de todo era su... su. Su lo que fuera. Hablaba un castellano distinto al mío, lo que le confería sensualidad extranjera.

Se fue alrededor de las seis de la mañana, dejándome con la piel del prepucio totalmente sedosa y servil, domada y desmañada. Ni siquiera recuerdo bien el último beso.

Mientras me balanceaba en ese aeropuerto que oscila entre el sueño onírico y los vestigios de la realidad escuché unos gritos. Me sobresalté. Era la voz que hasta hacía unos minutos me sugería actividad a mis oídos, pero esta vez impregnada de angustia, de disculpa, y se sumaba otra voz, más grave que no tarde, ni tardara el lector, en adivinar de quien era. La trataba de puta, de meretriz, de buscona y de mil sinónimos de la antiquísima palabra. Parecía que el patricio caballero estuviera recopilando los insultos en vez de destinarlos a causar daño. Escuche ruidos, golpes. Y yo que no me decidía a intervenir. ¿Cuál es el lugar de caballero? ¿defiende  a la dama golpeada o se solidariza con el pobre cornudo y dice a cualquiera le puede tocar? ¿Separa la contienda para que la sangre no llegue a la rendija de su puerta o no interviene asumiendo un papel protagónico de culpable corneador? ¿Qué haría el de la habitación de al lado?

Cuando me decidí a intervenir, para mi alivio, cesaron los ruidos. También me di cuenta que mientras cavilaba y decidía si actuar o no actuar, había dejado de escuchar por lo menos dos o tres minutos. No pasaron diez segundos que sentí la puerta de la habitación de mis vecinos. Temblé. Venía furioso por mi. Debía armarme de valor, o sea despojar el miedo que me paralizaba desde que escuché el primer golpe y que disfracé de duda, aunque era miedo.

Los siguientes instantes fueron tragicómicos. Golpearon a la puerta y casi me meo. El macho cojedor de minutos antes estaba irreconocible. Me mordía los bordes de los dedos. No tenía ni filo para comerme una uña. Me reía de mi, mientras me agachaba para ver por la rendija de la puerta. Quien me estuviera viendo se reiria de la ridiculez  de mi pija colgando, la imagen de mi culo guiñando un ojo, y yo tratando de ver por debajo de la puerta los pies de mi matador. ¿Qué quería saber mirando por debajo de la puerta? ¿Estaba tratando de identificar la talla pédica de mi asesino o intentaba ganar tiempo mientras buscaba estampa de gallardo en algún archivo secreto de mi memoria?. Hacía minutos había chupado unos dedos de pies y mi memoria almacenaba unos pies idénticos a los que se insinuaban bajo la puerta. Era ella. Por el momento estaba salvado.

Abrí la puerta como había pensado que abriría el día que tuviera miedo. Esto era poniendo el pie  sobre el borde inferior de la puerta y balanceando el peso cual si fuera una computadora creada para balancear pesos paranoicos dispuestos a cerrar puertas en segundos, aun a costa de cercenar algún dedo de nuestro presunto enemigo. Pero no había peligro. El alivio se sintió en los pulmones.

Ni bien entró, me tomó de la mano y gimió ayuda. Estaba visto que viboreaba en un problema, y a las pocos segundos de la didáctica explicación, tuve la certeza de estar yo también en un problema.

En síntesis: Se le había ido al humo aprovechándose de su borrachera y lo había ahogado con la majestuosa almohada de goma espuma.
-Me tienes que ayudar... además van a pensar que fuiste tú.- Me miraba fijo, amenazando ayuda.
-¿Y por qué mierda van a pensar que fui yo?
-Porque si no me ayudas  se los voy a decir yo.-Afirmo señalándose con el dedo el pecho, acentuando la o final, fingiendo un mea culpa de misa.


Que ella se refiriera a mi próximo interrogador en plural ya era intimidante. Me la imaginaba declamando ante unos diez policías de pelo prolijo mi culpabilidad, y yo sin poder luchar contra sus pechos petroleros bajo un deshabillé, o como mierda se escriba, raído. Decidí ayudarla más por tedio que por caballerosidad y más por reciprocidad que por miedo. Y me convencí al verla bambolear las caderas mientras íbamos a su habitación. Me sorprendí a mi mismo al no sorprenderme ante el cadáver. Debía ser el quinto o sexto muerto que veía en mi vida, pero el primero recién enviado y al lado del remitente.

Mezclar la sexualidad que a ella se le caía con el trabajo de funebrero que me tocaba desempeñar sin chistar, sería de mal gusto y dudo que enriquezca la narración. O quizá sea una excusa por no poder, debido a la estupefacción que me licuaba, contar con precisión y delicadeza el entierro, realizado con la arena más delicada del lugar, a unos metros del hotel deshabitado.

Por suerte el viejito que hacia a la vez de conserje y gerente se encontraba soñando y ni se mosqueo, aun cuando pasamos con el finado por delante de él, con una excusa preparada por si bizqueaba, y no tuvimos problemas para el funeral. Ella ni siquiera lagrimeaba. Parecía encontrarse ante un acto ensayado y me sorprendió encontrarme en el lugar que no hubiera deseado en la película. Hubiera preferido ser el que da las indicaciones a  la dama que tropieza, y nos pone nerviosos, porque no se saca los tacos altos para correr en el barro. Era todo al revés, era yo el guiado en mi nuevo trabajo de enterrador.

Después del “tramite”, a partir de ese momento lo llamamos tácitamente “tramite”, dormimos juntos, y no me avergüenza decir que estaba pensando en cosas distintas como para concentrarme en repetir la faena de un muchacho distinto que ella había conocido horas antes. No fue un bochorno, fue una puesta en su lugar. Había quedado demostrado que no solo me tenían que guiar en un entierro, sino que después los recuerdos no me permitían repetir antiguas performances.

Desayuné después  de mucho tiempo, debía llenar con medialunas los divertículos abandonados de mi inconsciente corazón. Ella se sonreía como si nada hubiera pasado y el conserje-sereno-mozo (solo le faltaba ser enterrador), miraba las promisorias tetas bajo el vestido famélico mientras servía el café ¿Se imaginaba los pezones como los había saboreado yo? ¿los había saboreado? ¿Sabía que eran gigantescos, una suerte de peñón, y bienhumorados? Era imposible conocer las fantasías del amigo y menos si había sido participe no invitado de la inhumación. Las tetas de Zuleika eran tan distintas a las de un hombre que no podían dejar de calentarme. Si su pezón hubiera tenido unos centímetros menos de diámetro no hubieran sido tan sensuales. No transo dureza por tamaño.

Siento que la historia debería respetar una formula más utilizado en los cuentos, pero quizás este no sea un cuento, y  no hay más historia que la que conté. Al menos para mí es bastante traumático enterrar a un señor que vi por primera vez en mi vida, ya muerto. Para ella era un asunto que parecía haberlo hecho más de una vez. Yo intuía que no era de esa manera. Sus modales de falso desinterés se veían afectados por la situación real: Haber matado a un tipo.

Quitar la vida debe ser mucho peor que ayudar a eliminar el rastro del hecho funesto. No puedo concebir una mente, después de matar, que no esté lista para hacerlo nuevamente, es como el perro que probó sangre o el himano que chupó un genital. Los vicios no se abandonan.

Después de esa mañana no la vi más. Supe poco de ella, excepto que era del lugar, y al cabo de unos años, cuando volví a pararme al pie de los cocoteros, rememorando momentos más lindos que el del funeral, pero en el mismo lugar, se me acerco el mozo-conserje-cómplice-etc. Me dijo que me recordaba. Yo no pude dejar de recordar que un piropo dicho a tiempo por él me hubiera salvado del problema, y que ese mozo, conocía una parte importante de mi vida, que conocía una historia que ni siquiera era mía.


 Ruso 26/04/2001