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lunes, 23 de abril de 2012

El pudor…que és?. Por Lelan de Lely


El abuelo se despertó filosófico y se puso a pensar en eso tan demodé, tan pasado a la historia, tan antiguo…que muchos de mis “nietos “ putativos.- por no decir todos- frisando ya los veinte años ni siquiera se deben haber preguntado nunca que es.
El pudor…qué es?
Difícil contestar a esa pregunta, así que, cavilando bajito, (como silbando) , me fui a un restaurante de Palermo de “los de antes”, un bodegón antiguo (el tema lo merecía) con manteles blancos y camareros negros (smoking negro, no piel) y me pedí una milanesa con puré especialidad de la casa: frita en mantequilla y una botella de “Misterio”, Malbec (finca flichman, soberbio, y al alcance de casi todos en el super).
Mientras masticaba, pensaba a la vez en que la milanesa tiene tradición y origen ítalo-austríaco, y el pudor…ah! el pudor es indiscutiblemente... inglés
Quien se haya deleitado con la literatura inglesa del siglo XIX y XX no podrá negarme esta afirmación, y sin exagerar creo que aún quedan restos de esa extremada y casi enfermiza conciencia del pudor (hablo de sexo y apariencias-por supuesto-el pudor referido sólo a eso)  en la sociedad inglesa

Estaba yo pensando en Jean Austin, cuando se apareció al pie de mi mesa.   Sí, no desvarío, tengo una amiga inglesa que vive en Buenos Aires y que se llama así, Jean Austin, y tiene tantos años como yo o quizás alguno más, pero conserva su cuerpo de juventud y sus mejillas sonrosadas, que sumadas a sus ojos celeste y su sombrerito beige la hacen- pasados largamente los 60- una mujer sumamente atractiva.
No sé de dónde salió, porque hacía muchos años que no la veía, pero por su manera de reconocerme y saludarme, fue como la concreción de una cita telepática, por los dos deseada y por los dos cumplida.
Juanita se devoró mi milanesa y se tomó la mitad de mi botella de vino, asi que repetimos, pero esta vez la milanga  era a la napolitana. Y el vino Cabernet Sauvigñon más fuerte, más intenso, como nuestro diálogo interior a puro paladar y a pura piel.
Creo que alguna vez estuve enamorado de esta mujer y creo que ella de mi también, y después de comer, al ver su pelo alborotado y sus mejillas sanotas y rojas por efecto del vino y la conversación y admirar esos senos llenos de pequeñas pequitas que desbordaban el escote mientras subían y bajaban por el esfuerzo requerido y el agobio del calor otoñal (me refiero al tiempo, no a la edad) decidí que ese día no era el más apropiado para pensar en el pudor, porque el   pudor…que es?... vergüenza?…falta de autoestima?…respeto?...control de los instintos?...flema inglesa?
Ma sí!...le “manotié” las tetas a mi chinita inglesa y sentí que mi pantalón se hinchaba en un exaltado y maravilloso estado de pasión otoñal ( esta vez si, hablo de la edad, ya que duró poco).
Les recomiendo el restó “El Trapiche” (Paraguay 5099), pidan la milanesa ídem y pasen del pudor, que a veces vale la pena ser valiente.

El abuelo

miércoles, 18 de abril de 2012

Trémulos. Por Jimena Carballeda

Ella estaba transitando uno mas de sus rutinarios días.
Aburrida, desganada. Abrumada por obligaciones sin sentido.
Para distraerse un poco se puso a leer el twitter. Siempre buscando a alguien que nunca existió, pensando que un día aparecería esa persona interesante a quién contestarle, aunque hasta ese día, ese ser no existía.
Pero de la nada apareció. Apareció inundado en simpleza.
Hasta el día de hoy no obtiene respuesta cuando se pregunta como fue que pasó, pero cada segundo que pasa lo disfruta como si fuera el último.
Luego de 2 días de intercambio de mensajes decidieron hablarse por teléfono.
Cuando ella escuchó su voz comenzó a temblar. Nervios, taquicardia, manos transpiradas… y ni siquiera lo conocía.
Solamente lo había cruzado un par de veces en la vida hacía muchos años atrás, tuvieron lugares en común. Gente en común. Pero nunca más de eso. Ni siquiera una conversación.
Ahora lo tenía del otro lado del teléfono. Solamente se reía. El también. Los dos reían. Nerviosos. Casi adolescentes.
Ya no quedaba mucho por decir. La atracción era casi insostenible. Ella deseaba que El corra hacia su cama y la llenara de besos como le había prometido.
Pero era imposible. El era casado.
Acomodaron sus tiempo. El se iba de viaje al otro día. Pasaría por la casa de ella antes de ir al aeropuerto. Y ahí consumarían esos besos prometidos.
El día finalmente llegó y ella estaba temblando como una nena frente al peor de los fantasmas.
Sonó el timbre, era la primera vez que se verían las caras después de mas de 10 años. Abrió la puerta, lo miró a los ojos, comenzó a reírse y sin lugar a nada más El la apretó contra la pared y le dio el beso mas lindo que ella alguna vez recibió.
Se tiraron en el sillón y se miraron durante eternos minutos. Se besaron, se tocaron, se mimaron, casi sin intención sexual. Solo se reconocieron los cuerpos. Pero guardaron el final para su vuelta.
Ella lo llevó al aeropuerto y durante los próximos 4 días no hizo mas que estar en contacto con El. Tuvieron las charlas mas calientes q dos personas pudieran tener.
Los dos esperaban el momento de su regreso para poder concretar tanto deseo.
Un deseo alimentado por conversaciones muy calientes. Por palabras cargadas de erotismo. Fantaseando a través de los medios electrónicos. Concretando realidades en forma virtual. Tocándose mientras se miraban a través de las pantallas. Simulando tener sexo, teniéndolo pero en otra dimensión. Ella le contaba todo lo que le quería hacer, le describía minuciosamente como le lamería su pija. Como la envolvería con su lengua. Como lo haría temblar de placer. El por su parte escuchaba extasiado, la miraba embobado y casi sin darse cuenta los dos comenzaban a tocarse. Era imposible evitarlo. Así se pasaron todos los días que el estuvo afuera de la ciudad. Hasta que finalmente El se subió de nuevo al avión que lo traería de regreso.
El día llegó. Bajo del avión e inmediatamente le aviso a ella que estaba yendo para su casa.
Volvió a tocar a su puerta como la primera vez, volvió a besarla en ese pasillo, apretándola contra el, haciéndole sentir su pija erecta y dura. Corrieron hacia el cuarto, se tiraron en la cama y se quitaron la ropa.
Se besaron desesperadamente. Abrumados por una calentura incomprensible. Había tanto deseo en ese lugar que era imposible no notarlo.
El se subió arriba de ella, separó sus piernas y comenzó a tocarla. La tocó suavemente, la sintió totalmente mojada, empapada a decir verdad.
Ella se lo pedía con su mirada. “Cogeme” “penetrame” “inundame de vos”.
No aguantaba un segundo mas. Lo necesitaba adentro suyo, necesitaba sentir lo que hacía días estaba imaginando hasta en sus sueños.
Y luego de tocarla como si conociera cada uno de sus rincones prohibidos finalmente la penetró. Y se unieron en un grito de placer, mientras se besaban furiosamente, casi mordiéndose. No hubo tiempo de juegos previos. Ya los habían jugado a la distancia.
Ella se retorcía del éxtasis provocado por esa pija, se agarraba de su espalda , de su pelo. Gemía como nunca antes lo había hecho. Rogaba por no acabar, quería retener esos minutos de placer, quería que ese momento durara una eternidad. Pero le era casi imposible. Viéndolo a El arriba de ella, moviéndose con una sincronización casi exacta.
Lo miró a los ojos y suavemente le dijo al el oído… “no puedo mas, voy a acabar, no aguanto un minuto mas, necesito llenarme de vos”. Y en ese preciso instante, los dos juntos, sin necesidad de pestañar se fundieron en el orgasmo mas largo y placentero que alguien jamás pudiera imaginar.
Se abrazaron, se volvieron a mirar y se contemplaron infinitamente durante algunos minutos.
El se levantó, se cambió y volvió a su rutina mientras ella en ese momento supo que la palabra rutina no formaría parte de esa historia.
Definitivamente no, por lo menos para ella.

jueves, 12 de abril de 2012

"Marido aunque pegue, aunque mate". Por Adrián Dubinsky


Nada había sido igual desde la muerte de Tiburcio. Si bien habían menguado los golpes y la tiranía, se extrañaba su presencia que guiaba el hogar a buen puerto. Es verdad que ella sentía un alivio extraño y del cual se sentía culpable. Los recuerdos afloraban con vertiginosidad en medio de la tarde calurosa, con la mayoría de los hijos en la escuela y los menores dando vuelta a su alrededor. Siete hijos le había dejado Tiburcio, y cuatro más a su otra mujer y dos o tres más con una mujer que no había conseguido mantener como tal. 
Mientras se levantaba con el sueño intacto en su memoria, pensaba en todas las tareas del día y más extrañó a su marido. Tiraba maíz a las gallinas y recordaba la mañana en que él la mando por primera vez a la huerta y la siguió sonriendo, y en como ella imaginó que no le gustaba lo que tanto le gustaba, y supo que había sido marcada para siempre, ahora que lo quería, y no cuando se casó porque sí, porque así lo había pactado ese hombre cuando ella aún flotaba en el amnios de su madre -por supuesto que no llamó amnios en su remembrar al saco vitelino que la contenía- y ya la hacía esposa de Tiburcio. Por suerte había sido la primera mujer de Tiburcio, lo cual le concedía determinas atribuciones y libertades, y jamás sintió celos de la otra mujer, acaso sí los sintió la otra de ella, pobre, pero eso estaba dictado por la memoria de los hombres y era de esa manera.
Su marido había muerto joven. Tenía 55 años cuando lo sorprendió un dolor agudo en el pecho y estaba mirando el recodo que hacía -que hace, la vida sigue después de él- el río, y que se observaba desde la colina. Pobre Tiburcio. Ella lo entendía, y entendía las contradicciones en que había vivido los últimos años. Cuando se casaron ella tenía quince años menos que él, la doblaba a la perfección en edad y la aldea comenzaba a recibir el influjo de las nuevas maneras de pensar, su aldea había comenzado a experimentar la pequeñez del mundo y comenzaron a ser invadidos por todos lados y por todas las creencias. Venían los salesianos con su salvación y su condena; los petroleros con sus ansias de dinero, idénticas en intensidad que la de los colonos, y aunque con distinto fin, exacerbadas por el mismo tipo de fanatismo; habían llegado los turistas y su necesidad de originalidad, su deseo de virginidad; habían llegado las marcas y los celulares. Su marido había pasado en pocos años, de cazar con cerbatana a no conseguir presas por la falta de animales y a estar obligado a intercambiar proteínas por un dinero inhallable, a saberse atravesado por miles de ondas que le permitían hablar por teléfono a cualquier lugar del planeta; a su vez, ella supo de la monogamia y de los valores de igualdad occidentales. Ella lo veía cavilar en silencio durante horas, yéndose a la colina boscosa en donde encontraría, años después, la muerte. Hasta la muerte era distinta antes. Ahora su idea de la muerte y de la nostalgia estaba atravesada por valores modernos que la hacían sufrir más la ausencia de quien en otro tiempo se habría desplazado a otro espacio menos beligerante para el alma.
Tiburcio tenía su rutina diaria, y entre ellas se había vuelto indispensable, los últimos años, la ingesta de bebida por la noche. Cuando eso ocurría parecía que la tristeza rompía el dique que la contenía y arrasaba con todo en forma de furia bordó, estrangulada y presta a descargarse con lo primero que se le cruzase. De todas formas la destinataria principal de todas esas frustraciones parecía ser la mujer que llora en la huerta. Acaso por ser con quien yacía la mayoría de las noches y luego de la furia sexual, lejana de aquella que había vivido al aire libre gozando las estrellas; en los tiempos en que el decoro los llevaba a las tierras de Nunkui, donde se despreocupaban de los estertores, ella se había transformado en un preferida; en cambio, ahora, hacían el amor –como decían en las novelas- mudos en la jea, siempre con gente cerca, para luego sí, ya desinteresado de la cercanía de la prole, emprenderla a maltrato e insultos en medio del sonido de la noche. Se volvía furioso y se descargaba con ella hasta que salía haciendo caso omiso de los varios pares de ojitos que lo veían salir a la oscuridad, de la mujer que quedaba echa un guiñapo adentro y de él mismo, que al otro día sin pedir perdón se iba a mostrar compungido y laborioso, casi el de antaño.
Sin embargo a ella le pesaba la carencia de su aliento alcoholizado cerca. Hasta su furia echaba de menos, sin poder dejar de recordarlo, contradictoriamente, con una sonrisa que aquellas noches posteriores al temblor lo acunarían plácidamente. Le parecía que su vida se acababa de apagar al quedar segada la de él y no podía disfrutar de nada. Antes, preparar la chicha para su hombre le había parecido ser un fin en sí mismo, una forma de ser y existir; es decir, estar a los ojos del otro. Ahora sentía que efectuaba un gesto mecánico y que no distaba mucho de esas computadoras que sabía que usaba su hija menor en la escuela; el no ser vista por sus ojos la convertían en poco más que inexistente. Al menos ella pensaba al amor, se dijo muy cartesianamente la mujer, sin saber siquiera que lo estaba haciendo, pero sintiéndolo incluso más apasionadamente que el filósofo francés, nacido este, el propio, de un dolor, y el de aquél del más puro racionalismo.
Ella, Yajanua, la mujer de lejos, que así fue bautizada y démosle un nombre de una vez por todas, podía sentir el dolor inmenso que la atormentaba en cada uno y todos  los intersticios de su conciencia. No existía tarea que la abstrajese de pensar que a esa hora ella, cosa que había ignorado hasta el momento, durante los últimos veinte años había estado pensado en el pronto regreso de su marido; al principio esperando con ansias la invitación a ver la huerta, y el último tiempo para la caricia temprana, la comida en silencio, el sexo atroz, el golpe puntual, la ida intempestiva, y acaso todo ello, pensaba ella, para justificar el sol de verlo al otro día servil y culposo, a sus pies y en silencio. En ese gesto de guerrero abatido encontraba ella una de las manifestaciones más puras del amor, uno de los momentos extáticos en que lo quería tanto como el día de antes, y tanto como en todas las cosechas anteriores de su vida, cuando el festejo culminaba entre árboles igual de fértiles que ella, incluso más que cuando alumbró su progenie; en aquellos momento de genuflexión ella lo comprendía más de lo que él mismo se comprendía, y sufría más por verlo fuera de este mundo que por lo que ello acarreaba, los golpes en sí.
El día transcurrió para Yajanua con el mismo tedio con que habían transcurrido las últimas semanas. Si algo se agregaba a ese estado cataléptico era el convencimiento íntimo en que ella estaba despareciendo y que no tenía mucho sentido nada. Desconocía psicológicamente el deseo de quitarse la vida, pero acariciaba, moderna, esa necesidad. De todas formas sabía que no lo haría, no estaba en su ser, si es que acaso le quedaba ser, y pensaba triste en la estricta sensación de saberse apagada, o mejor dicho con la llama en piloto, dispuesta a ser ahogada al primer soplido amazónico.
De cualquier manera Yajanua siguió existiendo a pesar de su inconsciencia de ello. Siguió cultivando yuca, haciendo chicha, sonriendo desdentada a los nietos que nada sabían de su mundo interior y que apenas estaban descubriendo el propio; muy distinto del que se conformó en ella y Tiburcio, hacía tantos años. Vivió muchos años más, demasiados para el gusto de la protagonista, y siempre pensando en él; ni una sola hora completa de su vida dejó de desarmarse por dentro llorando a su marido muerto; marido, aunque pegue, aunque mate.

martes, 20 de marzo de 2012

CFP o el triángulo de amor más bizarro. Por Charlotte Sometimes

Por fin estaban ahí los dos, los hermanos P, para mí.  C con esa mirada fija en la mía y F con la suya perdida, tanto como él.  Los huesos de la cadera de C golpearon contra los míos cuando me tomó de la cintura y me empujó hacia él; F puso sus dos manos en mis glúteos, acariciando de abajo hacia arriba y apretó las muñecas de C, pude sentirlo en mi espalda. C besaba intermitentemente mis labios mientras F recorría mi nuca con su lengua; C tomaba mi cara y F masajeaba mis tetas. Los dos estaban erectos. No pudo haber mucha previa, desde que lo habíamos planeado las fantasías de los tres se habían disparado tan violentamente que en ese instante, en el que me tenían entre sí, los dos me penetraron a la vez previo asentimiento entre ellos. Parados, como estábamos, me levantaron en andas y ahí estaba yo, entre los hermanos P, sostenida, volando de gozo. Las embestidas estaban musicalmente coordenadas. Sentía derretirme de placer, tenía el aliento de C en la cara, el de F en la espalda, con un brazo rodeaba a uno, con el otro, al otro. Primero F, luego yo y finalmente C llegamos al orgasmo. Sin respiro me arrojaron en el sillón y otra vez nueva sucesión: por donde había entrado C ahora era el espacio de F y así, comía muy suavemente mi coño inflamado; C lamía mi culo con tal esmero que lo deseaba dentro de mí. Yo no los toqué, me limité a besarlos profundamente. Me acomodé, me senté en la cara de F mientras C me penetraba por detrás. Ensordecí producto de mis propios gritos. Los orgasmos se sucedieron incontablemte. Agotados, exhaustos, de regocijo, dí por terminada la sesión. Latían todos mis órganos. Pero no había concluido. Alta -¡altísima!- fue mi sorpresa cuando F se levantó del sillón y se sentó sobre ese falo aún tieso, firme de C y comenzaron los hermanos lo suyo. Fue la única vez que interpreté haber cruzado límite alguno.

viernes, 16 de marzo de 2012

Erotismo gastronómico. Vomito divino. Por Leland de Lely “El Abuelo”

Y un día Dios se emborrachó…
No creo que con vino, ya que su fantasía humana, no llegaba- aunque divina- al tetabrix (ni siquiera al chateaux…o al borgoña, por situarlo en los viñedos del país donde Pedro construyó su Iglesia) pero se emborrachó miserablemente.
¡Y en su delirio decidió crear al mundo!
Imagínenlo. No como un viejecito de pelo y barba blanca, ni con el cuerpo de su bienamado hijo Jesús, ni como blanca paloma pervertida de ojos azules seduciendo y fecundando vírgenes menores de edad. Imagínenlo como Dios, a nuestra imagen y semejanza…borracho, solo, en la inmensidad de una estepa.
Esa enorme bola de energía que llamamos Dios empezó a desparramar naturaleza sobre el desierto, nubes, árboles, animales, ríos, montañas, nieve, sol, día, noche…
Vómitos y vómitos de estrellas, agujeros negros, planetas, …
Babas y mas babas de cometas, asteroides, escarabajos, mortadela (no, eso vino después) y en ese inmenso “big bang” de una resaca desbordante e incontenible, se le escapó el alma ( yo no se por dónde, pero me lo imagino) y del barro contaminado nació la primera bacteria, el primer soplo de vida del que después, triunfante, nacería el hombre ( y la mujer, por supuesto, por supuesto…)
La historia de las consecuencias de esa monumental borrachera la conocemos todos, pero lo que nunca recordamos, lo que jamás nos preguntamos es porqué Dios decidió emborracharse hasta tal punto…
Y es que Dios estaba muy solo.
Debió ser terrible la soledad de Dios…
Si nosotros, pobres cucarachas con menos energía que una pila no alcalina, sufrimos tan atrozmente la soledad que no nos alcanzan todos los alcaloides inventados para perder la conciencia cuando la sufrimos, imaginen al pobre Dios, sentado en su trono de Nada e Infinito, sin tener qué hacer…sin Tinelli en la tele ni el culito al aire de sus bailarinas, sin fútbol, sin amante, sin amigos…porque ¿qué amigos podía tener Dios si todavía no estábamos creados?...¿qué amigos puede tener Dios hoy en día que ya lo estamos?...
Y sí, ya que lo están pensando…tal vez Dios creó a todas las criaturas sexuadas sólo para motivarse y en esa mayúscula masturbación darse cuenta que, al fin y al cabo, para algo servía la creación.
No se si Dios estará arrepentido…
Posiblemente ya haya aprendido a dosificar la dosis (valga la redundancia) de sus borracheras crónicas
A nosotros, para el resto de nuestras vidas y mientras esperamos el apocalipsis 2012, la idea de un Dios borracho no nos horroriza, mas bien nos consuela, después de todo, en nuestra imperfección, tenemos una excusa.

(Reflexiones del Abuelo mientras comía en un chiringuito de Liniers de cuyo nombre prefiere olvidarse, y se emborrachaba con mal vino rodeado de “malvivientes”, ( y aténganse a la correcta etimología de la palabra) mientras miraba por televisión la tragedia de Once).

domingo, 11 de marzo de 2012

"Si pasó, no lo recuerdo". Por Jimena Carballeda

Soledad estaba sentada frente a su computadora como todos los días de su vida. Esa vida chata y aburrida que últimamente estaba teniendo exasperaba todo su ser. Necesitaba encontrar algo que realmente produzca un cambio en ella, más precisamente dentro de ella.
Sonó el teléfono al mismo tiempo que sonaba uno de sus temas preferidos.
Era una amiga de años, con la cuál no tenía una comunicación muy fluida, pero con la que siempre hubo buena onda. 
Carla: Hola Sole, te jodo porque necesito pedirte un favor.
Sole: Sí, nena… decime.
Carla: Necesito que le hagas una fotos a un tipo que trabaja conmigo en la redacción. No sé bien para qué son, pero son de corte erótico, o algo por el estilo. ¿Te paso su Messenger y te conectás con él? El tipo no tiene mucha guita, pero podés arreglar algo seguramente. Quiere que sea una mina canchera… Imaginate que le da un poco de vergüenza.
Sole: Dale genial, pasámelo y veo.
Carla: Anotá… Bueno, linda… ¡te mando un beso y gracias!

Habrán pasado un par de horas hasta que Soledad agregó al Messenger a este personaje.
La realidad es que Sole nunca había hecho desnudos. Pero tampoco era algo que la asustara. Amaba tanto la fotografía que cualquier cosa que implicará usar su máquina la hacía feliz.

Sole estableció contacto enseguida. Comenzó bastante divertida la cosa. El tipo le explicaba lo que necesitaba y ella le comentaba diferentes ideas.
El, Martín, necesitaba sacarse unas fotos para una artista plástica que se especializa en desnudos. 
Martín le ofreció pasarle unas fotos caseras como para que Sole entendiera la idea. Ella acepto. Esa fue su primera sorpresa.
Una foto suya tirado en el piso de espaldas. Un culo maravilloso. Duro, joven…muy apetecible. Y una de frente donde no se le veía la cara pero se observaba una pija erecta que invitaba a chuparla. Limpia, prolija, parada, grande.

Luego de una larga charla introductoria, Martín le explicó a Sole que no tenía guita para pagarle, pero que le podía conseguir un aviso en la revista donde trabajaba. Ella aceptó conforme. 
Pero al mismo tiempo él le ofreció cumplir cualquier fantasía que ella tuviera.
Así, descaradamente, comenzó una charla virtual bastante caliente.
Ella terminó aceptando. Finalmente alguien cumpliría su fantasía. Tarea bastante difícil ya que esta era algo bastante inusual.
Nunca había podido concretarla ya que pretendía que la persona que se la cumpla no tuviera mucha confianza con ella.
Con Martín finalmente se encontró muy cerca de llevarla a cabo.
Ella quería estar tirada en una cama, completamente desnuda y con sus ojos vendados. Deseaba que entraran personas al cuarto y que se la cogieran. No quería enterarse cuántos, no quería verles la cara, no quería saber nada de ellos, ni quería quedarse con ninguna información acerca de todo esto.
Podrían ser hombres y mujeres. A ella no le importaba. Solamente quería asegurarse de nunca conocer sus caras. 
Y Martín se lo aseguró. Le dijo que prepararía todo en su departamento. Y así fue.
Un martes ella llegó a su casa. Esa fue la primera vez que se vieron. Ella iba a que la cojan unos cuantos desconocidos y él era su anfitrión.
Soledad tomo unos cuantos tragos como para sentirse un poco más relajada. Martín le preguntó si él también se la podía coger, a lo que ella le contesto que la daba exactamente lo mismo, siempre y cuando no se enterara si así había sucedido.
Sole subió la escalera del duplex que la conducía al cuarto y se sacó la ropa. Se recostó en la cama y Martín la ayudó a taparse los ojos. Le puso un antifaz y sobre el, un pañuelo oscuro. Bien oscuro.

Habrán pasado unos cinco minutos cuando Sole escuchó que alguién había llegado. Solamente con ese detalle su entrepierna se mojo. No podía esperar el momento de tener a alguien metido dentro de ella. 
El primero era un hombre. Se acercó a ella y sin decir una palabra comenzó a besarla, a tocarla… y en menos de dos minutos sintió su miembro erecto dentro de sus entrañas. Y acabó una, dos y tres veces. Se sentía estallar de placer. 
El primero ya se había ido cuando sintió venir a alguien más. Hombre también. Con el segundo pudo tener un dato que hasta en cierto punto le provocó curiosidad, curiosidad de verle la cara. No tenía pelo. Se afeitaba la cabeza. Un simple dato la llevó a imaginarse su cara. Igual sabía que esa cara que imaginaba era sólo una fantasía. Este segundo hombre también se la cogió. Despacio… mucho más despacio que el anterior. Con él tuvo sexo oral. Y lo disfrutó. Saboreó cada gota de su cuerpo. Pero inmediatamente se fue y llegaron dos más. Los dos juntos. Dos hombres. Uno la besaba y el otro la acariciaba. Muy lentamente. Ella se doblegaba por placer. Jamás pensó experimentar tanto deseo. Tanto placer. Tuvo a uno detrás  y al otro adelante. Saboreó los dos cuerpos al mismo tiempo. Se entregó totalmente. A cada uno de ellos. Con cada uno de ellos. Finalmente uno de los últimos dos se fue. La despidió con un suave beso sobre sus labios y se fue. El otro se quedó. Quería más de ella. Y ella quería dárselo. Se enredaron sobre ellos mismos y cogieron un rato más. Soledad pudo sentir que había mas gente en la habitación. Se oían, se sentían. Sole sabía que había una chica. Escuchó su voz. Eso la excitó mucho más. Nunca había estado con una chica. Lo deseó. 
Pero estaba seguro que la mujer no había participado. Sabía que solamente había estado mirando.
Cuando alcanzó su último orgasmo Sole le pidió al tipo que se fuera, le explicó que se quería vestir y tomar algo… estaba muy casada. Pero no quería levantarse hasta que todos se hubieran ido. Y así fue. 
Al rato, Sole estaba abajo, tomando un trago y conversando con Martin sobre lo íncreíble que lo había pasado. Le agradeció por todo y lo despidió con un beso en la mejilla. 
Llegó a su casa, prendió la computadora y lo primero que hizo fue bloquear a Martín. Luego tomó su celular y también lo borró de ahí. Y nunca más tuvo contacto. Nunca más supo de él. Se fue a su cama, se quitó la ropa y luego de recordar cada momento de lo vivido, cerró sus ojos y se durmió.

jueves, 16 de febrero de 2012

Escuirtin




Rara mezcla de jugo de nada y fuente de soda
Chetrien des Vergues

Es sabido y resabido que me gusta el escuirtin. Dicho así me siento absolutamente sudamericano en la pronunciación, habitante de la inmensa Abya Yala; sudamericano y porteño para resignificar palabras en el uso, incluso, de los diferentes idiomas del mundo fagocitándolos, deglutiéndolos como si fueran sopas de letras con millares de sabores, a hamburguesa de Norteamérica, a Salchichas americanas de Hamburgo, a sushi del Barrio Chino, a marisco de Isla Maciel.
 Apresamos las palabras como nos place y como nos plazca tenemos sexo, y todos saben en todos los idiomas que he carcomido mi escaso período de tiempo en este universo masturbándome mirando en Internet mujeres que acaban como si fuesen una fuente de nereidas, literalmente hablando. Me enloquece de placer observar esos sodazos que emanan de la uretra femenina pero que dista mucho, según los catadores expertos, de oler, saber, y texturar a un vulgar primo amarillo, sino que se impone como un sabor glauco e insípido. De todas maneras, las diversas charlas con la mayoría de los hombres que en secreto, o a viva voz, consumen pornografía a tetrabytes descomunales, no suelen versar tanto sobre el Squirting como sobre anales, blow job, faciales y algún que otro amateur.
 La noche se iba volviendo lenta y silenciosa si la miramos desde una óptica de narrador neutro, e infumable y clasemediera si se las cuento yo. Los efusivos chistes del principio y las carcajadas habían sido reemplazadas por esas frases hechas del final de la risa, esos ahhh, que van preludiando el inicio del silencio, de la patraña al descubierto, de la similitud con la nada que tienen esos encuentros anodinos de compañeros que no se ven hace mucho, se reencontraron por el Fuckbook y no dejan de contarse anécdotas íntimas durante un par de horas para luego comprender un par de cosas: una que nada es como antes; otra que los que nos parecían idiotas ahora nos parecen el doble de boludos.
 La vida les ha potenciado, a nuestro humilde parecer, y que puede ser reciprocado por el tildado de opa, su extrema pelotudez. Los que nos caían bien, pero demostraban que nunca iban a dar un paso más allá de un simple coqueteo con lo permitido, miran, como hemos dicho, Internet, pero no dejan de responder con un rápido cierre de pantalla cuando aparece su mujer. Siempre quedan dos o tres amigos entre los que el silencio solo se escucha cuando están ante cuartos y quintos, pero que cuando quedan solos se nota que se han seguido viendo como si nada, que han crecido como pares absolutos y se reconocen con el olfato, como perros de la misma jauría.
 La comida había sido buena y bien regada. Mientras unos efectivamente se iban y otros ademaneaban de distintas maneras y en el mismo sentido –levantadas, idas al baño, mensajes por celular, celulares que sonaban y dejaban pálido al receptor de la llamada-, quedaba claro que lo que me daba en la mano Osvaldo, sin disimulo, con la franca impudicia de una carta robada a la vista de todos, era el pasaporte a quedarme un rato más, y con él Raúl y Walter.
 Cuándo nos despedimos del último ex compañero enfilamos por esas calles que respiran vida de antiguas nomás; era una de las primeras noches en que se podía andar de remera y en la que daban ganas de tomar una cerveza en cualquier bar.
 El bar, creo, se llamaba Guevara, y poco o nada tenía que ver con el espartanismo del nuevo hombre. La cantidad de varones triplicaba, al menos, a la presencia femenina. Ello nos habla de que: o bien el machismo entre los más jóvenes aún tiene un aura de existencia que lleva a las pibas a quedarse en su casa, estudiando cerca del gato, mientras el muchacho sale a curtir primavera hormonal por ahí; o bien las parejas concubinas piden comida y se quedan en su casa mirando cuevana; o rebién las chicas suelen ser más juiciosas que los energúmenos jóvenes de adolescencia retardada que llegan, en algunos casos, a los casi cuarenta en el caso de la runfla que me acompaña.
 No está clara la lógica del ritmo de salidas de los jóvenes y jóvanas de 18, para ser cauto, a 30 años incluidos; esto por un vicio de retardamiento habitual del paso del tiempo. El hecho fáctico es que en el bar hay un olor a bolas que solo nos permite, incluso a gusto, charlar entre nosotros.
 Claro que habría que tener en cuenta mi consecuente afición por el género femenino para -en primera instancia, desdeñando brechas etarias sociales, culturales, estéticas, humorísticas, cronológicas y cuestiones de peso- aceptar irme con cuanta mujer me acepte. Sólo quedan afuera tullidas, discapaces, extremos naturales, introvertidas, mudas[1], no siempre sordas y ciegas; todas excepcionadas según la ocasión, todas desdeñadas casi nunca.
 Es decir, que de todas formas tuve suerte aquel día, ya que la mujer que se me acercó no se caracterizaba por ninguna especificidad descrita anteriormente como para que fuera rejeitada. Sin ser demasiado bella, no llegaba a ser ni un poco desagradable. Se incluía, si se quiere, entre las miles de millones de cogestibles que habitan este bendito país.
 Se acercó corajuda a interrumpir una conversación de amigos; de amigos y medio en pedo, situación en que la mayoría de los varones suele excluir cualquier punto de interés que no sea imponer su pensamiento al interlocutor de turno. En ese momento me debería haber dado cuenta que tanta intrepidez colisionaba con el deber ser de esta raza portuaria magnetizada por los modismos internacionales. Hace tiempo yo también era un transgresor de los convencionalismos, pero hoy por hoy, su aparición me pareció tan arbitraria como excitante. Su irrupción, que por supuesto derivó la conversación previa a una arquilla de curiosidades ignota, con destino de sueño de pobre en el banco hipotecario, fue absolutamente lacónica.
 Hace tiempo que cualquier intento de morigerar la realidad con un atisbo de originalidad, me termina pareciendo un estupidismo egocéntrico, destinado a una masturbación interna tan leve como efímera, privada de genitalismo. Me avergüenzan los jugadores de fútbol, los periodistas de Clarín, todos los que no me contienen y a los que sin embargo les respondo con mi vergüenza. En este marco, Natacha aparecía como una Iemanjá de las acequias, una diosa rediviva y esquecida, lamentablemente sola, aburrida y lista para un pobre cuerpo cavernoso como yo.
 Las sorpresas contienen en su razón de ser, en su definición, la posibilidad de brindar un hecho inesperado a aquel esperanzado que atesora la esperanza en un lugar tan recóndito que ni siquiera recuerda la fantasía que ha originado tal deseo desclasado. Es por eso que siempre la sorpresa obra como un arqueólogo de la melancolía, un espeleólogo de la nostalgia, y trae recuerdos y deseos que habíamos olvidado que molestaban por costumbre de molestia, como esos ruidos permanentes que solo se descubren cuando acaban, con la diferencia que este sonido sobreviene de la nada, se genera en un presente discontinuo y tormentoso; demasiado humano como para interactuar con la serendipidad de lo fortuito; es decir, una negación del orden de la casualidad.
 Para ser claros y avenirme al formato requerido para contar esta historia -que se supone que es el cuento, aunque estas palabras hace rato hayan dejado de fungir en función de tal estructura- y resumiendo, puedo contar que palabra más o palabra menos, a los tres o cuatro minutos de conversación estaba dando vueltas, fumando un porro, al lado de una mujer que a esas alturas, como la gacela tullida para el león, resultaba un regalo del cielo inesperado.
 La primer y postrera casualidad se dio al dar la dirección de su casa, a la que íbamos a ir sin titubeos. La misma quedaba peligrosamente cerca de la casa de mi novia, a dos números de chapa, por lo que llegué a pensar, en un colmo de paranoia, que era una caída para pescarme in fraganti. De todas formas todo lo actuado hasta el momento, independientemente que fuera apto para ser presentado ante un tribunal, era apto para darme una soberana patada en el orto, que era lo que menos me preocupaba, o un sermón inaguantable que en realidad prefiguraba que yo estaba dispuesto a aguantar el mismo por un amor desorbitado.
 Las escenas sexuales me incomodan. Todas y cada una me parecen repetidas, acotadas; ninguna puede reflejar con justicia la excitación que la circunda, el motivo que la genera, ni el motor que la acciona. Por ello siempre me parecen igual de excitantes pero igual de redundantes. A pesar de ello, algunas veces opto por alguna mujer especial, ya sea por quilos, o por altura, para arriba o para abajo, pero siempre con alguna particularidad. Por una crianza represiva, barrial y machista no puedo coger con hombres, por lo que a lo sumo, alguna vez y no exenta de culpa, me dejé absorver el pene por una travesti.  
 Apenas llegamos a su casa y luego de la obligatoria puesta de música y la copa de lo que sea, incluso agua, nos dedicamos a besarnos, a buscar rápidamente la genitalidad del otro, la boca, la saliva, el toqueteo que confirma que el deseo de fornicar está avalado por lo sensorial, por los descubrimientos que se van suscitando en el férreo avance manual y oral.
 No tardamos mucho en estar absolutamente desnudos, impolutos por lo desinteresado y fuera de cualquier especulación, avanzados por la consuetudinaria tarea natural de excitarse y coger y, si es posible, procrear.
 Nos chupamos y nos lamimos hasta probar, hasta tantear los gustos del otro. Afortunadamente coincidimos en mi gusto por las vaginas y en su apertura explícita para que siga chupando, en su acompañamiento quejumbroso y placentero que indicaba que lo que tanto me excitaba era congruente con el deseo de ella. Y en medio de la fruición vaginal,  me abordó una mezcla de tabaco, cebollas fritas, animal, equino; un tono agriado de perfume vencido. Sé que es disruptivo en una historia erótica una mención a los olores, vestigios del erotismo de antaño, con regente nasal, con imperante olfativo, con mezcla de avasallamiento espacial por medio de una secreción, una hormona que se infiltra desde la axila y que circula con las características propias de cada lugar del cuerpo para cristalizar, finalmente, en ese olor a concha tan característico del amordazamiento de una vagina por un jean atormentador que se empeña en despuntar el vicio del esnifar, la fascinante rémora de una lengua bífida, un órgano de Jacobson que crece en nuestras fosas nasales y se transforma en el instrumento olfativo más erótico jamás dimensionado, precisamente por su carácter ancestral y original.
 En medio de esa nada cargada de tiempo detenido que es la relación sexual, y sin que medie aviso de ningún tipo, me inundó la boca un chorro de soda, una catapulta de líquido vaginal, el famoso squirting en el que me deleité innumerables noches elucubrando la posibilidad de la conjura, el artero engaño; en el simple meo trocado por la magia, ya no de la televisión, sino del montaje de Internet, del photoshop flagrante, de la conspiración mediática que inventa nuevas formas de sexualidad inalcanzables; esas zanahorias fluorescentes que rigen nuestras vidas cual fantasmas góticos, presentes sin corporizarse nunca; la amenaza invisible de la posibilidad, la mera posibilidad; tan lábil como una posibilidad; un religión de la semiótica, una liviandad del marxista sexual, el impoluto régimen dictatorial del loco.
 El chorro que expelía su vagina era totalmente líquido, sin atisbos de viscosidad ni áurea renal; inmediato en su declaración de líquido primal, tan tibio como un líquido amniótico; mismo en mi efervescencia sexual que adelantó mi orgasmo, era puro líquido amniótico devuelto a quien lo merece, al pobre poseedor de un recuerdo arrebatado, una ilusión hecha recuerdo; al falaz portador de una fantasía contundente. Y acabó.

                                                                     Adrián Dubinsky. 10/02/2012

[1] La mejor película de Woody Allen es Dulce y melancólico, en la cual una novia ocasional del egocéntrico Sean Penn (Genial en su papel) es tan muda como sabia. 

sábado, 11 de febrero de 2012

"El"


Hacia tiempo que no hablaba con Él
El 11-11-11 mi teléfono se bloqueo.
00:07 hs cuando mi dedo lo pulsaba por última vez.
Quería un cambio de vida y lo tome como una señal, que me hizo sentir bien, aunque perdiera todos los contactos. Con cuenta gotas empezaron a aparecer las primeras señales amistosas telefónicas. El apareció hace diez días, yo pensando en comenzar a escribir, con el boli en una mano y el móvil en otra a punto de soltarlo 91... Madrid...
"¿Si, quién es?"
"Que pasa zorrita... ya no te acuerdas de tu macho italiano?"
Era Él. Su voz potente era como un gran pene que atravesaba mi cuerpo. "¡Cabrón!, tu voz acaba de mojar mis braguitas, te echaba de menos"
La carcajada fue mutua y empezamos la charla. Nos conocimos en el trabajo, recorriendo mundo, yo 19 añitos y Él 16 mas. Era alto, fuerte y excesivamente arrogante. Al principio me asustaba, decía lo que pensaba a quien lo merecía, fuese quien fuese, y con el tiempo y los años eso me unió mas a Él. Me sentía protegida, era como un hermano mayor, o el hombre que toda puta quiere tener. Y yo tenía claro que nunca haríamos nada, aunque mas de una vez penetrara mis orificios pensando en sus manos, sus pies.
“¿Todavía te pones nerviosa cuando hablas conmigo? Tus pechos son demasiado pequeños, ya sabes…sin tetas no hay paraíso... y el mio abriría las puertas del tuyo... ponte un buen par y te reviento perra"
"Como me conoces, me las pongo si te casas conmigo, eso si, boda gitana con pañuelo y todo"
"A ti te tienen que hacer la prueba del pañuelo con una sabana"
Reímos, siempre lo hacíamos. Nos respetábamos y su mujer también reía con nuestras tertulias sexuales.
Nunca olvidare el primer contacto juntos, siempre se duchaba con la puerta de su habitación abierta, la del baño abierta y la cortina de la ducha... abierta. Yo sabía la hora en la que pasar, hasta que un día mire mas de la cuenta. Él estaba de espaldas y masturbaba su polla, la
conocía flácida, morcillona y con un río de venas debajo de su piel oscura (demasiado para un hombre blanco) y eso me ponía demasiado cerda, pero quería mas, y la quería ver erecta. Me quede inmóvil, salió de la ducha y  aunque quería correr mis pies estaban bloqueados, mi mente solo pensaba en dejarme caer de rodillas y succionarla hasta sacar su esperma caliente con mi boca. Se dio la vuelta, y como siempre dijo lo que merecía oír:
"¿La quieres verdad?"
Con una sola mano cogía su tronco hinchado, con la otra mano cogía el resto de su rabo erecto. Le faltaba otra mano para cubrir su cabeza: un gran fresón imponente que pedía ser comido ferozmente. Su pregunta y su gran pollón pusieron mi cara roja, ardía, y mi ano palpitaba. Me miraba fijamente a los ojos mientras se pajeaba y cuando aparecieron por el pasillo dos camareros del hotel termino de hablar:
"Te encantaría que abriera tus nalgas y rompiera tu culo de zorrita, pero eres demasiado pequeña y tierna para mi"
Los tres empezaron a reír. Yo corrí a mi habitación. Sentía una vergüenza y una excitación atroz, me mire al espejo, una lágrima mojaba mi cara. Acaricié mi sexo y mientras un orgasmo precoz manchaba mis braguitas susurre bajito y tímidamente 
"Algún día seré tu puta"

                                       
                                                                                            ... A tus pies

martes, 7 de febrero de 2012

RC o la perversión en sus ojos. Por Charlotte Sometimes


Tan rigurosas resultaban sus palmadas en mi cola que las marcas no se irían por días. Un recuerdo marcado a fuerza de su mano y su ímpetu a la hora del castigo. Conservar en la mirada el candor de una infancia lejana conjugada con esas mejillas arreboladas y aún así sostener la fiereza de quien ha madurado demasiado pronto, hacían de RC, una sumisa perfecta. Respondería a cada una de mis órdenes. Nunca intercambiamos roles aunque supe invertir su sometimiento a mi antojo. Su cabello perfectamente descuidado se enredaba con el mío, su boca apenas rozaba la mía, implorando piedad. Sus dedos, finos y largos casi como los míos buscaban mis muslos casi sin intención; la esperaban mi humedad y un sexo inflamado, rosa, caliente, desesperado por ese tacto. Por momentos, amargas lágrimas enfriaban esos cachetes pálidos suyos porque sí, sin más. Poco me excitaba más que verla llorar, era ahí donde me acomodaba astutamente en su cara para calmar ese latido de mis partes. Ahogaba su llanto con un eterno orgasmo, un nunca acabar. Nos entregábamos a horas de dolor y languidecíamos de placer. Mi bella RC. “Prometiste ser mía”, repetía compulsivamente, y lo era. Suya y de esa perversión en sus ojos. El sólo mirarla me hacía suya. Sucumbía ante ella y esa voz suya más penetrante aún que sus pupilas negras como la noche cerrada. Desde mi nuca recorría con su fina lengua mi espina dorsal hasta encontrar el fruto de su propio placer: esos golpes a mano abierta en mis nalgas. Estallábamos juntas, nuestros gritos se confundían en uno. Volvía arriba, ahorcaba mi cuello, tiraba de mis cabellos con una fuerza digna de amazona. Me entregaba turbadísima. “Prometiste ser mía”, insistía, ordenaba. Casi no me besaba, pasaba su lengua por mis labios deseosos de más, tomaba mi garganta apretando hasta dejarme sin aire. Eran mis propias órdenes que ella cumplía sin contemplar nada más. Su dedo medio en mi culo, el índice en la vagina y el pulgar en mi clítoris hasta desfallecer de gozo para finalmente sucumbir a sus lamidas. Del rigor más violento a la ternura más amorosa. Mi cruel RC. “¡Prometiste ser mía!”, ordenaba. La sentaba en la punta del sillón, presurosa abría sus piernas y saciaba mi sed de ella. Con ambas manos, firmes, controlaba sus piernas y con mi boca grande recorría su clítoris, inflamado, hinchado en proporciones descomunales hasta recorrer con mi lengua su culo, tan rico, tan entregado y su conchita desesperada por más. Cuando estaba por explotar, cedía mi presión y apenas le besaba esos agujeros deseosos por acabar. Lloraba mi preciosa RC y era ahí donde me trastornaba: me metía dentro suyo y en un segundo estallaba en gritos desgarrados. Me daba vuelta de un tirón y comenzaba su ritual de golpes. Me masturbaba yo con frenesí, y en mi afán de verle esos ojos inyectados en sangre, me contorsionaba para verla mientras me corría. “Eres mía”, sonreía complaciente mi perversa RC.

domingo, 29 de enero de 2012

ZK o la ortodoxia bien entendida empieza por casa


Presuroso, levantó su sotana. Hacía diez minutos al menos estaba yo parada, atada manos arriba, impertérrita, mirando cómo, inexpresivo, me observaba.
La suya, una triste habitación, pequeña, con apenas una cama pequeña, una mesa de luz, algún mueble más y una descomunal cruz de poco menos de dos metros contra una pared desnuda. Ahí me amarró este sacerdote ortodoxo ni bien terminó su misa bautismal a la que había yo acudido.
Me dejó en mis bragas y me untó en aceite, con mucho cuidado, con manos firmes; tomó mis brazos, anudó con sogas mis muñecas en esa cruz y se sentó a examinarme por esos eternos diez minutos. Debajo de la sotana, los pantalones y desde ahí a la verga inflamada, violeta, tan grande, como nunca había visto, Nunca. Creí que diría algo: abrió la boca pero no emitió sonido alguno. Sotana levantada, pene al palo, se acercó y mientras se restregaba en mi pelvis acompañando suave vaivén, tomaba fuerte mis muñecas y respiraba en mi boca. Mientras, fisgaba yo ese cuarto suyo ubicado detrás de la misma iglesia ortodoxa: austero, feo, apenas unos pocos libros en un estante, una luz baja iluminaba estratégicamente mis pies; dejó de friccionar sus genitales contra los míos (estaba yo empapada a estas alturas, con mi sexo latiendo deseando esa pija sacudiéndose dentro de mí) y empezó a lamer los dedos de mis pies. Me rendí y finalmente gemí, grité, ordené.
De ahí en más no me tocó. Seguí maniatada, exquisitamente dolorida, un largo rato más. Él lloraba sentado en el suelo. No me conmoví, sólo quería esa pija. Y no la tuve.
Las pajas más violentas me ha arrancado este recuerdo. 

Charlotte Sometimes 

miércoles, 18 de enero de 2012

Las madrileñas van al frente




Después de un par de semanas en la península ibérica, la frase que más dio vueltas por mi cabeza fue la que alude a la falta de “histeriquismo” de las españolas. Para un turista virgen como yo esa era una frase alentadora. Siempre agregaban un correlativo “los españoles arrugan”. Y así fue. Una de las noches en las que bebía invitado por mis anfitriones en un pub/disco a veintipico de kilómetros al norte de Madrid, me pisó una madrileña. Yo estaba parado junto a la barra y puse cara de sufrimiento. Ella se acercó a mi oído para pedirme perdón y para sumar un comentario extra que no supe decodificar. Sonreí y segui parado observando ese modelo de madrileñas de más de un metro ochenta que iba entrando al lugar. Hermosas y largas niñatas. Sin las pomposidades argentinas, pero orgullosas de la madre naturaleza. Me distraje. Otra cerveza y a salir a fumar un cigarrillo. Mientras sacaba el encendedor la vi acercarse, era la chica del pisotón que venía con un cigarro en la mano. Otra vez frente a frente y me pide fuego. Ahí nos presentamos. Ella vivía en la urbanización cruzando la autovía y yo un músico argentino de vacaciones. Hablaba y se reía. Hablaba cerca de mi oído y luego me miraba a los ojos. No estoy seguro de que entendía mis chistes, no le importaba poner cara seria y buscar otro tema de conversación. Yo la miraba y pensaba en la frase y en que había minas mejores en el bar, hasta que derepente no pensé más. Olí. Al lado nuestro acababan de prender un porro de flores. El barandazo me dejó mudo. La miré esperando en ella mi misma reacción. Ella solo soltó un “han prendido una china”. Yo solté un “veamos” y encaré al grupo que olía muy bien. Fui bien recibido, me intercalaron en su ronda. Era muy sabroso aunque tuviese tabaco. Contento con mi hallazgo quise retomar la conversación con la madrileña que va al frente, pero ella me hizo entender que yo ya había elegido.

Gstv © 2012

martes, 27 de diciembre de 2011

Charlotta de Guápulo

Cuando yo vivía en Guápulo, Charlotta subía y bajaba los cientos de escalones desgastados que iban desde la iglesia, señorona e inmensa, hasta abajo, cerca del río, hasta la cinta asfáltica de la avenida Larrea. Ejercitaba sin pausa el metro ochenta y pico con inusitado vigor, lo que demostraba a las claras que confluían en ella una juventud física, por cierto real, junto a un ímpetu del espíritu que la habían llevado a trasladarse desde su París natal a las calles de Quito. Eran de igual talante el desenfreno por los escalones atiborrados de verde y su impulso viajero; acuariana, diría más de uno; pero nada de eso: inquieta…inquieta.
 Había venido a trabajar como vulcanóloga, había estado trabajando en las estribaciones de varios volcanes, estudiado la biodiversidad riquísima de aquella porción de tierra, que pareciera diminuta en el mapa, pero que es abrumadora y descomunal cuando se la transita. Según me enteré, últimamente parecía que había estado trabajando sobre el deshielo en el Antisana. Parece ser que el calentamiento global es comprobable y mensurable en aquel lugar de los Andes (luego me enteraría que en el planeta entero el humano se da de jeta con el aumento de la temperatura, pero hasta conocerla a ella todo lo referente a “calentamiento global” me sonaba a hippismo posmoderno).
 A medida que se fue aquerenciando al lugar, una extraña simbiosis que opera en algunos europeos en Latinoamérica, produjo que su único atisbo de europea fuera su indespegable acento francés y su rubicundez radiante, un pelo que deslumbraba y unos ojos que denotaban a las claras que era del algún lugar del norte, pero que en las costumbres y en la forma de manejarse parecía una ecuatoriana más. La gente que la conocía se olvidaba de su condición de ultrablonda de uno ochenta en donde la media femenina es de uno sesenta a lo sumo, y donde la tez trigueña abunda al punto de volver a Charlotta un faro ineludible.
 En realidad no se llamaba Charlotta, sino que este era un argentinamiento aporteñado de su nombre francés. Pero el nombre se había hecho parte de ella como lo desmesurado y sorprendente de América le había comido el corazón. Alguna vez hablamos sobre su trabajo, y creo recordar que hablaba de él con pasión, y creo haber deducido, y si no lo hice en aquel momento, pues lo hago ahora, que Charlotta era ecóloga no sólo porque amaba la tierra, sino porque amaba a la humanidad. Suena artificial un amor tan inclusivo, pero a través de las personas que quería, ella redimensionaba el querer y lo potenciaba y trasladaba al cuidado más esencial de los que se quiere. Su trabajo excedía al de ecóloga y trascendía el de la militancia, se arraigaba acaso en un lugar mucho más encomiable: en el vegetamen del puro afecto.
 Compartíamos con Charlotta, además de cerveza, un principio de huerta que alcancé a ver en los bordes de la cristalización, ni sé si se finalizó, pero tengo el recuerdo de ella ahincada en la tierra, con instrumentos ancestrales, peleando contra las enredaderas y los tallos enmarañados de los zapallos silvestres que se habían adueñado de la porción de tierra que colindaba con el patio terraza de donde vivía. Ella cavaba, usaba el pico, araba, sembraba, y se relacionaba con la tierra como si hubiese estado hermanada todo el tiempo a ella. Y si algo me acercaba aún más a ella, era su falta de pretensión y de falsa superioridad que ostentaron históricamente los europeos con los americanos; su conducta estaba despojada de paternalismo barato y se asumía, cuando tronaba vigorosa contra las minas, como habitante del planeta, como ser humano par que se somete al lugar que le corresponde, un lugar de trinchera del pensamiento y la acción en el cual desembocó con total naturalidad. Imagino que quien conoció a Charlotta en Europa no se debe haber sorprendido demasiado de que ella se hubiera venido a vivir a Latinoamérica y a trabajar a favor de la autodeterminación de los pueblos, del cuidado de los que quería, de, y aunque suene pretencioso y cursi, su amor por la humanidad.
 Ambos éramos de Acuario, cumplíamos con una semana de diferencia y a ella la embargaba cierta volatibilidad y carácter aventurero que se le achaca a las personas de nuestro signo. Pocos podían ver que más que sed de aventuras lo que la conducía era una pasión por el conocer, por lo distinto, por lo nuevo, por acercarse a todo aquello que estuviera más alejado de su realidad para hacerse más y mejor humana. Por supuesto que estoy conjeturando, pero así la imagino. Cuentan que con la misma pasión que se enamoró del lugar, alguna vez se enamoró de algún latino, y aquellos de miradas cortas aún no podrán comprender que era imposible que no lo hubiera hecho, que como la enamoró el lugar la iba a subyugar algún varón de sus tierras. De todas formas, como toda buscadora, cuando yo me fui pensando en regresar a Quito, aún seguía buscando.
 El tiempo fue pasando y cada tanto, a fuerza de nostalgia tanguera y los contrastes evidentes de la ciudad donde vivo comparado con el vallecito donde viví más cerca de mi total integridad, se aparecía en la memoria; cada dos por tres me venían imágenes de mi cumpleaños allí, donde la pasé con ella y su novio de entonces, junto a la mujer de ese momento, adosada al lugar como nadie y quien se llevo, acaso, lo mejor de su amistad.
 Los azares y la curiosidad, un amor mal curado, una curiosidad desmedida por cotejar información, desinformación, y contrainformación, y todos los males que nos infringen los mega medios comunicadores, me llevaron a leer los diarios de Ecuador aunque viva a 5000 Km. y ya casi nada me ate a aquellas tierras, exceptuando recuerdos inmensos. Hace unos días estaba leyendo uno de los diarios más letales de la mitad del país del medio del mundo, cuando caí en la cuenta que nunca más iba a ver a Charlotta, que incluso el regalo que me hizo para mi cumpleaños ya es pasible de inexistencia y sólo vibra como un color del recuerdo. Me quedé un rato largo mirando la pantalla de la computadora, y en un estado semi cataléptico infería a través de lo que leía, que las diferencia son tan grandes en América, que pocos podían saber quién era Charlotta y que es lo que hacía allí. Seguramente, lo cual no los disculpa, tal vez alguno haya creído que era una más de las turistas que vienen a vivir la vida loca, con sus euros y sus pretensiones; seguramente cuando dispararon, quiero creer, para creer como ella que la cosa tenía solución, que aquellos que abrieron fuego desconocían que estaban ante una de las personas que más los quería a ellos, que se habría ofendido y avergonzado porque la quisieran robar a ella, en su barrio; habrá ardido de furia en la camilla de la clínica inoperante que tardó en atenderla, y habrá puteado en un castellano gracioso, y nos habrá recordado a todos mientras se le iba la vida.
 La imagino creyendo y cerrando los ojos tranquila, sin dolor y con la mente en azul, y del azul pasando al celeste del cielo, y a ella recostada sobre la popa, viendo como la naturaleza misma se encarga de llevarla con su respiración hasta su tierra natal, y ya no habita una camilla de metal y cuerina, sino que es acariciada por un sol ecuatorial, por alguna que otra salpicada de agua salada, y la veo sonreír con los ojos cerrados, satisfecha, en paz, contenta al notar el sol oscurecerse a través de sus párpados cerrados, y sentir el resto del sol sobre su cuerpo, y estirarse feliz porque sabe que ese devenir en morado del rojo que ve desde debajo de los párpados, obedece a la sombra que proporciona el amor cuando se acerca; una sombra que habita en ella, que camina sobre las conjunciones que hacen de ella la persona más libre de la tierra, aquella que va y viene cuándo quiere, a dónde quiere, con quién quiere y cómo quiere.

Adrian Dubinsky

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mujer en el espejo


Caminó autómata hasta la entrada del metro, con su mente sometida a un reposo arbitrario por el esfuerzo laboral de todo el día.
Se detuvo en seco antes de descender las escaleras del metro, porque de golpe sintió que entrar en la boca subterránea era como ser engullido por una pitón de final incierto y laberintico. Y luego el riesgo de esa sensación de desollarse y desparramarse como un liquido para, quizá, con suerte, si todo iba bien, si no se desasía para siempre, solidificarse, reconstruirse nuevamente.
Mejor caminar, pensó. Y le gusto la idea de andar sin prisa hasta su casa, arengado por la pendiente del bulevar que lo adentraba en su barrio y regado por un sol otoñal del que ya no había que refugiarse por su efecto recalcitrante.
Cuando caminaba por esos barrios, daban la sensación de estar obligado a caminar mas erguido, con el perfil mas alto, lo suficiente para alcanzar aires de superación, de lo contrario parecía estar bajo la misma mirada censora de quien organiza una fiesta y distingue a la persona que no fue invitada. 
Ahí están los transeúntes, se figuró, con sus vidas armadas, sus secretos y sus vergüenzas mas vestidas que de costumbres. ¡Y sus fantasías!, ¡ay sus fantasías!... sueltas, libres, en busca de acomodarse en los pliegues de cualquier pretexto. 
A las vidas anónimas se les puede analizar desde cualquier prisma, pero intentar hondar en sus fantasías era encontrar lo mas puro e impuro de ellos al unisono. 
La verdad era que desde hacia mucho tiempo estaba obsesionado con las fantasías. Ejecutó un juego, la posibilidad de inmiscuirse en el perfil de los andantes. 
Se fijo en un hombre calvo, de baja estatura y contextura robusta, maletín en mano, y pensó que hombres como ese eran quienes mas fantasías frustradas contenían, pero a su vez eran los que mas cargo se hacían de los recovecos a los que los dirigía sus fantasías.
Luego se detuvo en una mujer mayor, arrasada por el tiempo, que resistía este envite a base de maquillaje pesado y bajo la que con dificultad escondía arrugas como quien esconde la frustración. Al marido seguro le fue bien en algunos negocios y pudo amasar una pequeña fortuna para mantenerla lo bastante alejada de sus asuntos personales, y como no, de la práctica de sus fantasías   
Este análisis indiscriminado hacia los andantes presagiaban un estado similar a los preludios de los temidos ataques de ansiedad, una especie de escupidera hacia todo lo que lo rodeaba. Busco lo que siempre buscaba en tales ocasiones: el ejercicio del deseo, que era lo único que parecía anclarlo a la realidad    
A unos metros por delante, entre el espacio que dejaban una pareja joven a la que comenzaba a analizar tildando como iniciados al camino de la hipocresía, sobre el lateral derecho de su camino, diviso la silueta de una mujer. 
Apuro el paso para confirmar su visión. En efecto, el culo era de la pomposidad  sospechada, según indicaba la falda negra ajustadísima que lo arropaba. A la distancia ideal, y escorzado sobre el lateral izquierdo de la acera para disimular su lascivo análisis, verifico que todo lo que sostenía la columna vertebral de la patrona del culo, parecía construido para admirar. Comenzando por su pelo enrulado que ondulaba entre sus omoplatos. Sus hombros formaban una línea recta, perfecta, ayudados, quizá, por las algodonadas hombreras de su camisa blanca. Sus tobillos, tenían el equilibrio perfecto entre estilización y carne, embutidos en tersas medias negras con la costura por detrás, lo que garantizaba, se dijo, que eran ligas. Habrá que adelantarse, pensó, para completar el descubrimiento de aquella mujer. 
Apuro su paso, formando un semi circulo por el lado que lo alejaba de ella, y por el que se vio obligado a perder su rastro con la idea de adelantarse los metros suficientes al paso de ella,  formando un semi circulo que la dejaba a ella por el lado convexo de la imaginaria figura geométrica. 
En el camino, intento imaginar como seria de frente, o que prefería encontrar en realidad, si a una mujer contrastada por la exuberante belleza de su retaguardia, o una mujer desde todo punto de vista hermosa. 
La distancia ganada fue suficiente para quedar a unos metros de frente al caminar de la hembra, a su vouyerismo urbano. Las calles están llenas de vouyeristas urbanos, pensó. Pero cuando giro, con la mirada preparada para espiar por la rendija imaginaria sostenida entre el aire y su disimulo, buscando en apariencia a todos, menos a ella, la desilusión cayo como un baldazo de agua fría, la mujer no estaba. 
Miró hacia todos los costados, buscando una respuesta visual, una estela de su figura que lo guíe en la nueva búsqueda. 
Inmóvil, se refugio en el razonamiento. No puede haberse ido muy lejos, pensó, el tiempo que invertí en el adelantamiento no fue suficiente para que este fuera de este circulo visual, y aunque haya cambiado, brusco, su paso hacia cualquier otra dirección, el tiempo tampoco le alcanzaba. Tiene que estar dentro de una tienda, y tiene que ser en una tienda del lado derecho, ahora mi lado izquierdo, ya que el tiempo tampoco le alcanzaba para llegar a una tienda del costado izquierdo, ahora mi perfil derecho. 
Mientras sondeaba los escaparates, casi todos de ropa femenina, del perfil elegido por su lógica, se le cruzo la idea de que esa mujer fuera una alucinación. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Se detuvo. No vaya a ser que tanto porfiarme de la falta de fantasía ajena, la mía sea un exceso y por esto mas falsa que la de los demás, pensó.

Cruzó la acera y se detuvo frente a la entrada de una tienda que hacia esquina, escoltada la puerta de entrada con maniquíes femeninos en ropa interior, por detrás del vidrio y sus reflejos de el exterior, reconoció los tobillos de la mujer por debajo de la cortina del probador, las medias de costura y su corazón golpeo fuerte, primero por no ser una alucinación, luego por el lugar en el que la había descubierto. Finalmente sintió un escalofrió placentero, similar al que siente cuando, dormido, se descubre que alguien nos cubre con un abrigo. 
Y luego el probador, pensó, como cualquier otro vestidor, formaba un reducto mínimo, solitario, donde la mujer se encuentra a sus anchas con la conciencia de su sensualidad, reconocida a través de un espejo, a la misma distancia del amante que la desnuda. Pero sin la tensión de la mirada ajena. Cuantas realidades a contrapelo tenían guardadas los espejos en sus archivos de imágenes, cuantas masturbaciones, cuantas jadeos sin sonidos, cuantas visiones y cuantos amantes invisibles se reflejaron en la expresión que refleja el espejo. Sola, frente al espejo, tendría que ser aun mas sensual su actitud. Ensayando la expresión de su cuerpo mas provocativa según la prenda... De frente, con la mirada fija en sus pechos para ver como se veían con la nueva prenda, de costado. Un giro rápido para ver su figura fugaz, como el que la veía pasar. De atrás, de nuevo de frente, volcada hacia delante con sus pechos suspendidos solo en la gravedad, siempre según la indumentaria. De nuevo de costado, adelantando una pierna a la otra para  comprobar que el pantalón, o la falda, hacían honor a la geometría de su culo, a los ángulos de sus curvas. Con zapatos de alto tacón, para imaginar el poderío de su cuerpo realzado sobre el nuevo modelo de pedestales. Prendas elegidas para vestir con la intención de ser quitadas. O no, no en el caso de la ropa interior, pues merecían seguir en el cuerpo acariciado, en el sexo lamido, en los pezones mordisqueados, en la respiración jadeante. 
La mujer salio de probador. Y por fin el revés de lo conocido completo a una mujer hermosa, rasgos andaluces, marcados, acentuados por una nariz que terminaba en punta, subrayada por unos labios carnosos que, aunque serios, de tan extensos parecían sonreír. Pómulos angulosos. Ojos rasgados y oscuros con una línea de maquillaje en la comisura que afilaba mas su mirada. Algo de ojeras sumaban a su atractivo bordeando los 50. Admiro como, con engañosa coquetería, gracias al tramado ortopédico de su sostén, sus pechos se mostraban redondos. 
Le encantaban ver como los pechos cedían y colgaban una vez liberados de la prisión circular del sostén, y mas a esa edad. Intento conocer el timbre de su voz. Pero difícil justificar la presencia de un hombre en una tienda de ropa interior femenina, a no ser, claro, que este eligiendo algo para alguna mujer. Podría entrar y decir que una de sus mejores amigas se casaba, detalle que parecía, en principio, despejar sospechas. Pero a las vendedoras era difícil engañarlas, y mas a las de este tipo de establecimientos, donde los vouyeristas urbanos se adentraban con cualquier tipo de excusas.
Pronto desistió de aquella persecución de su propia fantasía corpórea y de ciertos rasgos coincidentes.
Caminó sin obstáculos  hacia un reposo necesario. Convivir con una fantasía podía ser tan agotador como perseguir cualquier realidad.
Se detuvo ante la gran avenida. Por el reflejo de un coche que pasó a gran velocidad vio a la mujer justo detrás de él, y una frase repetida hasta la incomodidad:   
“No hay una equivocación, tampoco hay una verdad. Hay un mundo de intuición que elimina cualquier racionalismo” 




Andrés Casabona