martes, 7 de febrero de 2012

RC o la perversión en sus ojos. Por Charlotte Sometimes


Tan rigurosas resultaban sus palmadas en mi cola que las marcas no se irían por días. Un recuerdo marcado a fuerza de su mano y su ímpetu a la hora del castigo. Conservar en la mirada el candor de una infancia lejana conjugada con esas mejillas arreboladas y aún así sostener la fiereza de quien ha madurado demasiado pronto, hacían de RC, una sumisa perfecta. Respondería a cada una de mis órdenes. Nunca intercambiamos roles aunque supe invertir su sometimiento a mi antojo. Su cabello perfectamente descuidado se enredaba con el mío, su boca apenas rozaba la mía, implorando piedad. Sus dedos, finos y largos casi como los míos buscaban mis muslos casi sin intención; la esperaban mi humedad y un sexo inflamado, rosa, caliente, desesperado por ese tacto. Por momentos, amargas lágrimas enfriaban esos cachetes pálidos suyos porque sí, sin más. Poco me excitaba más que verla llorar, era ahí donde me acomodaba astutamente en su cara para calmar ese latido de mis partes. Ahogaba su llanto con un eterno orgasmo, un nunca acabar. Nos entregábamos a horas de dolor y languidecíamos de placer. Mi bella RC. “Prometiste ser mía”, repetía compulsivamente, y lo era. Suya y de esa perversión en sus ojos. El sólo mirarla me hacía suya. Sucumbía ante ella y esa voz suya más penetrante aún que sus pupilas negras como la noche cerrada. Desde mi nuca recorría con su fina lengua mi espina dorsal hasta encontrar el fruto de su propio placer: esos golpes a mano abierta en mis nalgas. Estallábamos juntas, nuestros gritos se confundían en uno. Volvía arriba, ahorcaba mi cuello, tiraba de mis cabellos con una fuerza digna de amazona. Me entregaba turbadísima. “Prometiste ser mía”, insistía, ordenaba. Casi no me besaba, pasaba su lengua por mis labios deseosos de más, tomaba mi garganta apretando hasta dejarme sin aire. Eran mis propias órdenes que ella cumplía sin contemplar nada más. Su dedo medio en mi culo, el índice en la vagina y el pulgar en mi clítoris hasta desfallecer de gozo para finalmente sucumbir a sus lamidas. Del rigor más violento a la ternura más amorosa. Mi cruel RC. “¡Prometiste ser mía!”, ordenaba. La sentaba en la punta del sillón, presurosa abría sus piernas y saciaba mi sed de ella. Con ambas manos, firmes, controlaba sus piernas y con mi boca grande recorría su clítoris, inflamado, hinchado en proporciones descomunales hasta recorrer con mi lengua su culo, tan rico, tan entregado y su conchita desesperada por más. Cuando estaba por explotar, cedía mi presión y apenas le besaba esos agujeros deseosos por acabar. Lloraba mi preciosa RC y era ahí donde me trastornaba: me metía dentro suyo y en un segundo estallaba en gritos desgarrados. Me daba vuelta de un tirón y comenzaba su ritual de golpes. Me masturbaba yo con frenesí, y en mi afán de verle esos ojos inyectados en sangre, me contorsionaba para verla mientras me corría. “Eres mía”, sonreía complaciente mi perversa RC.

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