Tan rigurosas resultaban sus palmadas en mi cola que las marcas no se
irían por días. Un recuerdo marcado a fuerza de su mano y su ímpetu a la hora
del castigo. Conservar en la mirada el candor de una infancia lejana conjugada
con esas mejillas arreboladas y aún así sostener la fiereza de quien ha
madurado demasiado pronto, hacían de RC, una sumisa perfecta. Respondería a
cada una de mis órdenes. Nunca intercambiamos roles aunque supe invertir su
sometimiento a mi antojo. Su cabello perfectamente descuidado se enredaba con
el mío, su boca apenas rozaba la mía, implorando piedad. Sus dedos, finos y
largos casi como los míos buscaban mis muslos casi sin intención; la esperaban
mi humedad y un sexo inflamado, rosa, caliente, desesperado por ese tacto. Por
momentos, amargas lágrimas enfriaban esos cachetes pálidos suyos porque sí, sin
más. Poco me excitaba más que verla llorar, era ahí donde me acomodaba astutamente
en su cara para calmar ese latido de mis partes. Ahogaba su llanto con un
eterno orgasmo, un nunca acabar. Nos entregábamos a horas de dolor y
languidecíamos de placer. Mi bella RC. “Prometiste ser mía”, repetía
compulsivamente, y lo era. Suya y de esa perversión en sus ojos. El sólo
mirarla me hacía suya. Sucumbía ante ella y esa voz suya más penetrante aún que
sus pupilas negras como la noche cerrada. Desde mi nuca recorría con su fina
lengua mi espina dorsal hasta encontrar el fruto de su propio placer: esos
golpes a mano abierta en mis nalgas. Estallábamos juntas, nuestros gritos se
confundían en uno. Volvía arriba, ahorcaba mi cuello, tiraba de mis cabellos
con una fuerza digna de amazona. Me entregaba turbadísima. “Prometiste ser
mía”, insistía, ordenaba. Casi no me besaba, pasaba su lengua por mis labios
deseosos de más, tomaba mi garganta apretando hasta dejarme sin aire. Eran mis
propias órdenes que ella cumplía sin contemplar nada más. Su dedo medio en mi
culo, el índice en la vagina y el pulgar en mi clítoris hasta desfallecer de gozo
para finalmente sucumbir a sus lamidas. Del rigor más violento a la ternura más
amorosa. Mi cruel RC. “¡Prometiste ser mía!”, ordenaba. La sentaba en la punta
del sillón, presurosa abría sus piernas y saciaba mi sed de ella. Con ambas
manos, firmes, controlaba sus piernas y con mi boca grande recorría su
clítoris, inflamado, hinchado en proporciones descomunales hasta recorrer con
mi lengua su culo, tan rico, tan entregado y su conchita desesperada por más.
Cuando estaba por explotar, cedía mi presión y apenas le besaba esos agujeros deseosos
por acabar. Lloraba mi preciosa RC y era ahí donde me trastornaba: me metía
dentro suyo y en un segundo estallaba en gritos desgarrados. Me daba vuelta de
un tirón y comenzaba su ritual de golpes. Me masturbaba yo con frenesí, y en mi
afán de verle esos ojos inyectados en sangre, me contorsionaba para verla mientras
me corría. “Eres mía”, sonreía complaciente mi perversa RC.
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