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martes, 20 de marzo de 2012

CFP o el triángulo de amor más bizarro. Por Charlotte Sometimes

Por fin estaban ahí los dos, los hermanos P, para mí.  C con esa mirada fija en la mía y F con la suya perdida, tanto como él.  Los huesos de la cadera de C golpearon contra los míos cuando me tomó de la cintura y me empujó hacia él; F puso sus dos manos en mis glúteos, acariciando de abajo hacia arriba y apretó las muñecas de C, pude sentirlo en mi espalda. C besaba intermitentemente mis labios mientras F recorría mi nuca con su lengua; C tomaba mi cara y F masajeaba mis tetas. Los dos estaban erectos. No pudo haber mucha previa, desde que lo habíamos planeado las fantasías de los tres se habían disparado tan violentamente que en ese instante, en el que me tenían entre sí, los dos me penetraron a la vez previo asentimiento entre ellos. Parados, como estábamos, me levantaron en andas y ahí estaba yo, entre los hermanos P, sostenida, volando de gozo. Las embestidas estaban musicalmente coordenadas. Sentía derretirme de placer, tenía el aliento de C en la cara, el de F en la espalda, con un brazo rodeaba a uno, con el otro, al otro. Primero F, luego yo y finalmente C llegamos al orgasmo. Sin respiro me arrojaron en el sillón y otra vez nueva sucesión: por donde había entrado C ahora era el espacio de F y así, comía muy suavemente mi coño inflamado; C lamía mi culo con tal esmero que lo deseaba dentro de mí. Yo no los toqué, me limité a besarlos profundamente. Me acomodé, me senté en la cara de F mientras C me penetraba por detrás. Ensordecí producto de mis propios gritos. Los orgasmos se sucedieron incontablemte. Agotados, exhaustos, de regocijo, dí por terminada la sesión. Latían todos mis órganos. Pero no había concluido. Alta -¡altísima!- fue mi sorpresa cuando F se levantó del sillón y se sentó sobre ese falo aún tieso, firme de C y comenzaron los hermanos lo suyo. Fue la única vez que interpreté haber cruzado límite alguno.

martes, 7 de febrero de 2012

RC o la perversión en sus ojos. Por Charlotte Sometimes


Tan rigurosas resultaban sus palmadas en mi cola que las marcas no se irían por días. Un recuerdo marcado a fuerza de su mano y su ímpetu a la hora del castigo. Conservar en la mirada el candor de una infancia lejana conjugada con esas mejillas arreboladas y aún así sostener la fiereza de quien ha madurado demasiado pronto, hacían de RC, una sumisa perfecta. Respondería a cada una de mis órdenes. Nunca intercambiamos roles aunque supe invertir su sometimiento a mi antojo. Su cabello perfectamente descuidado se enredaba con el mío, su boca apenas rozaba la mía, implorando piedad. Sus dedos, finos y largos casi como los míos buscaban mis muslos casi sin intención; la esperaban mi humedad y un sexo inflamado, rosa, caliente, desesperado por ese tacto. Por momentos, amargas lágrimas enfriaban esos cachetes pálidos suyos porque sí, sin más. Poco me excitaba más que verla llorar, era ahí donde me acomodaba astutamente en su cara para calmar ese latido de mis partes. Ahogaba su llanto con un eterno orgasmo, un nunca acabar. Nos entregábamos a horas de dolor y languidecíamos de placer. Mi bella RC. “Prometiste ser mía”, repetía compulsivamente, y lo era. Suya y de esa perversión en sus ojos. El sólo mirarla me hacía suya. Sucumbía ante ella y esa voz suya más penetrante aún que sus pupilas negras como la noche cerrada. Desde mi nuca recorría con su fina lengua mi espina dorsal hasta encontrar el fruto de su propio placer: esos golpes a mano abierta en mis nalgas. Estallábamos juntas, nuestros gritos se confundían en uno. Volvía arriba, ahorcaba mi cuello, tiraba de mis cabellos con una fuerza digna de amazona. Me entregaba turbadísima. “Prometiste ser mía”, insistía, ordenaba. Casi no me besaba, pasaba su lengua por mis labios deseosos de más, tomaba mi garganta apretando hasta dejarme sin aire. Eran mis propias órdenes que ella cumplía sin contemplar nada más. Su dedo medio en mi culo, el índice en la vagina y el pulgar en mi clítoris hasta desfallecer de gozo para finalmente sucumbir a sus lamidas. Del rigor más violento a la ternura más amorosa. Mi cruel RC. “¡Prometiste ser mía!”, ordenaba. La sentaba en la punta del sillón, presurosa abría sus piernas y saciaba mi sed de ella. Con ambas manos, firmes, controlaba sus piernas y con mi boca grande recorría su clítoris, inflamado, hinchado en proporciones descomunales hasta recorrer con mi lengua su culo, tan rico, tan entregado y su conchita desesperada por más. Cuando estaba por explotar, cedía mi presión y apenas le besaba esos agujeros deseosos por acabar. Lloraba mi preciosa RC y era ahí donde me trastornaba: me metía dentro suyo y en un segundo estallaba en gritos desgarrados. Me daba vuelta de un tirón y comenzaba su ritual de golpes. Me masturbaba yo con frenesí, y en mi afán de verle esos ojos inyectados en sangre, me contorsionaba para verla mientras me corría. “Eres mía”, sonreía complaciente mi perversa RC.

domingo, 29 de enero de 2012

ZK o la ortodoxia bien entendida empieza por casa


Presuroso, levantó su sotana. Hacía diez minutos al menos estaba yo parada, atada manos arriba, impertérrita, mirando cómo, inexpresivo, me observaba.
La suya, una triste habitación, pequeña, con apenas una cama pequeña, una mesa de luz, algún mueble más y una descomunal cruz de poco menos de dos metros contra una pared desnuda. Ahí me amarró este sacerdote ortodoxo ni bien terminó su misa bautismal a la que había yo acudido.
Me dejó en mis bragas y me untó en aceite, con mucho cuidado, con manos firmes; tomó mis brazos, anudó con sogas mis muñecas en esa cruz y se sentó a examinarme por esos eternos diez minutos. Debajo de la sotana, los pantalones y desde ahí a la verga inflamada, violeta, tan grande, como nunca había visto, Nunca. Creí que diría algo: abrió la boca pero no emitió sonido alguno. Sotana levantada, pene al palo, se acercó y mientras se restregaba en mi pelvis acompañando suave vaivén, tomaba fuerte mis muñecas y respiraba en mi boca. Mientras, fisgaba yo ese cuarto suyo ubicado detrás de la misma iglesia ortodoxa: austero, feo, apenas unos pocos libros en un estante, una luz baja iluminaba estratégicamente mis pies; dejó de friccionar sus genitales contra los míos (estaba yo empapada a estas alturas, con mi sexo latiendo deseando esa pija sacudiéndose dentro de mí) y empezó a lamer los dedos de mis pies. Me rendí y finalmente gemí, grité, ordené.
De ahí en más no me tocó. Seguí maniatada, exquisitamente dolorida, un largo rato más. Él lloraba sentado en el suelo. No me conmoví, sólo quería esa pija. Y no la tuve.
Las pajas más violentas me ha arrancado este recuerdo. 

Charlotte Sometimes 

martes, 13 de diciembre de 2011

LT o el manifiesto de lo oculto. Por Charlotte Sometimes


Una de las astas del ventilador de techo tenía una leve inclinación hacia abajo y el sonido monótono que arrastraba parecía seguir el ritmo de los Cocteau Twins que sonaban desde el aparato. Siesta de verano en la montaña. Dulces aunque poco inocentes dieciséis contaba por aquellos tiempos. Algo perturbada por el sueño desperté deseando que mi primo estuviera cerca. Técnicamente no lo era aunque nos habían criado como tales. Contaba él apenas poco años más que yo. Sin terminar de estar del todo despierta con el deseo a flor piel, sentí un elemento frío en mis muslos. Ahí estaba LT apoyando un rígido corset de cuero sobre mí, a media sonrisa agitaba un antifaz con su mano izquierda. Con dos precisos movimientos ajustó el corset tan precisamente que las costillas se estrecharon hasta cortarme, gratamente, la respiración. Me colocó el antifaz. Sin salir del asombro pero ya despierta veía su camisa azul arremangada, los vellos rubios de sus brazos y los que asomaban de su pecho y mi corazón parecía querer saltar del prieto corset. Violentamente me arrojó sobre la cama dejando mis piernas colgando de la cama y comenzó a comerme el coño. Me sentí desmayar de deseo. Alternaba lamidas profundas con mordidas suaves, con suavidad metía dedos en el coño y en el culo en suave vaivén. Yo chorreaba en su barbilla. Toda una eterna tortura musicalizada con mis gemidos de sumisión y rendición ante él. Acariciaba yo su hermoso cabello cuando tomó entre sus diente mi inflamado clítoris y con la punta de la lengua lamía frenéticamente. Acabé en dos espasmos y gritos dignos de una gata en celo. Le bajé el cierre y liberé esa pija reluciente que pulsaba con fuerza por salir. No me permitió tocarlo. Se masturbó mirándome fijo a los ojos y acabó sobre el corset. Se arrojó sobre mí, me besó sin poder calmarnos a pesar de tanta ternura. Me dio vuelta de un movimiento y cacheteaba mi cola sin descanso hasta dejar sus manos marcadas en ella. Logré hacerme cargo de la situación y fui yo quien lo puso boca abajo en la pequeña cama. Desde la base de su nuca recorrí con la lengua húmeda toda su columna hasta su blanco, palidísimo, rosado, perfecto y redondo culo. Lo volví loco con mis besos negros, escucharlo entrecortado en su gimoteo me alentaba a meter la lengua más profundamente y acompañarla con mis dedos. Sentía cómo se aflojaba y se ofrecía. Instintos poco explorados hasta entonces lo desarmaron completamente, su entrega fue absoluta. Lo dí vuelta y mirándonos sin pestañear otra vez y con los ojos inyectados apretó fuerte mi garganta y acabó en mis tatuajes.


Como la fe, lo oculto se manifestó de esa manera, casi religiosa, fervorosamente.

miércoles, 26 de octubre de 2011

GP o el saco de verano. Por Charlotte Sometimes




Fue el saco negro de verano doble abotonadura, definitivamente. No fue tanto por la textura de la tela -le acaricié un brazo, por supuesto, fue lo primero-, el tejido no parecía el mejor: eran los hombros perfectamente torneados bajo la prenda. Sin quitárselo se sentó junto a mí y comenzó uno de esos monólogos suyos que tanto hipnotizaban; nunca sabré si era por lo convincente de sus casi proclamas políticas como por el tono grave de su voz. Acomodados en el sillón, algo angosto, lo escuchaba yo y asentía de tanto en tanto intentando leer en sus expresiones alguna intención de acercamiento. Vana tentativa: él siempre ensimismado en su dialéctica -¡argumentativa y convincente!- sin ver el deseo en mis ojos.
Como en cada encuentro, el café muy dulce de rigor, poco más de una hora compartiendo visiones sobre alguna lectura o alguna película y sin terciar palabra de más, me acompañaba hasta la puerta de salida y nos despedíamos hasta la semana siguiente. Esta vez convidó licor al momento del adiós. Se quitó el saco arrojándolo sobre mi lado del brazo del sillón. Volví a tocarlo aduciendo torpes excusas sobre las bondades de las telas de Oriente y no sé qué más. Acercó las copas aunque no me permitió beber, me tomó ambas manos invitándome a ponerme de pie, me tomó fuertemente del cuello de frente, me levantó la barbilla con un solo movimiento y me besó. Fue el sillón el receptor de tanto arrebato. Esta vez, esa voz profunda recitaba las líneas más apasionadas y las procacidades dignas de un Sade embargado por el éxtasis. Lo mío era una entrega, una renuncia, una abnegación, una sumisión únicas. Sus manos sujetaban mi cintura y mi boca buscaba la suya, sus dedos estaban en cada uno de mis huecos, mi lengua no dejaba sin recorrer cada poro suyo; todo era lamer y relamer a puro golpe de caderas, todo era -¡por fin!- tan húmedo, embriagador, que ni la fantasía más violenta había podido imaginar.
El saco quedó algo arruinado debajo de nosotros, no lo notamos hasta mucho rato después. Antes pude ver su sonrisa, la primera desde que nos habíamos conocido.

viernes, 30 de septiembre de 2011

GGD o los mellizos Diever. Por Charlotte Sometimes



Con Gerard, un amante ocasional con quien nos buscamos de tanto en tanto pero siempre a por mas cada vez, habíamos incursionado en alguna que otra doctrina mas harcode, y arnes de por medio, fui ama. No solo potenciábamos su lado femenino y mi masculinidad quedaba a flor de piel: el éxtasis se traducía en la expresión de sus ojos y una de mis fantasías mas rabiosas se hacia realidad. Nunca le di el crédito suficiente, no por desmerecerlo, en absoluto, pero fue el primero de una cadena de chongo sodomizados y ese puesto se lo ganó realmente. 
En el piso vivía Gabrielle, su melliza, con quien me había cruzado alguna que otra vez en el contexto de mis encuentros furtivos con su hermano y no habíamos pasado de un saludo cordial de rigor. Pálida como él, el pelo revuelto y oscuro, una delicada delgadez. 
Hasta que en una ocasión entró, así sin mas, y nos encontró en pleno juego. La miré y esa pija enorme que me estaba comiendo no fue suficiente, pero de todos modos se la chupe como nunca sin dejar de ver como ella se desnudaba. Perfecta en sus bragas blanca se acercó. Acariciaba mi espalda, creí volverme loca. Él quedo jadeando pero como dueña de la situación aunque rendida ante ella, lo deje sentado en una sillón a que se limitara a mirar.
No me permitió actuar por voluntad propia, no me dejo hacer cosa alguna. Me besó el cuello, me lo mordió. Yo la olía. Me lamía el hombro. Nos abrazamos un poco, muy suaves pero plenamente mojadas. Podía sentir sus finos huesos contra los míos. Nos besamos, ardimos. Apretada muy fuerte mis brazos para impedir que me moviera; estaba desesperada, quería tocarla. 
Ger tenía la mirada enajenada, perdidísimo: mucho whisky barato y merca. Después le pegada que no recordaba cosa, ese tipo de patología. Y ella tan de pasti, de ojera hermosa, byronesca.
Orgasmos, esos en los que te reís. Y a pesar que en esos tiempos venía de enroscarme como loca con Jean, el que me mira fijo y me culea: ese poder; y que también supo arrancarme finales apoteósicos. Pero Gabrielle fue esa noche, única. 
Agotadísima, tras niveles de calentamientos, horas, muchas horas después me fui. 
Cuando cerré la puerta, se besaban.             

martes, 27 de septiembre de 2011

JM o lo que no puede ser. Por Charlotte Sometimes



Se sentó desnudo en el bidet con el pene tan erecto e inflamado que parecía tener voluntad propia. Quedé parada frente a él concentrada en contraponer esa blancura lisa de su piel con el rosa violáceo del falo. Me atrajo sobre sí tomándome de la caderas, me así fuertemente del lavabo adelantándome a lo que vendría apenas un momento después. La cola se le ofreció generosa y la estocada fue apoteósica. Le meaba yo las piernas lampiñas mientras el mordía mi nuca, tan fuerte, que las marcas perduraron días. 
Y después y a pesar de todo es arrobamiento cuando por fin cruzamos miradas, sus ojos estallaban en lágrimas mientras yo temblaba amedrentada de tanto sentir. Lamí su sollozo, besé sus párpados, acaricie sus pestañas. Con mi lengua repasé sus fosas nasales y chupe sus labios blancos, muertos. Devolvió el beso con media sonrisa, forzada aun bella. Lloramos en el silencio del amplio baño juntos asidos fuertemente de las manos. 
Sin dar tiempo a otros estallidos lo levanté, me senté yo en el bidet y la fellatio mas violenta tuvo lugar ahí mismo. No había terminado de calmarse que ya estaba con esa misma voluntad del principio cobrando fuerzas para erguirse. Fue inmediato. Ya los gemidos se confundían con el llanto y era todo un caos: me lo comía, me masturbaba, él jalaba mi pelo tan intensamente que dolía. La perturbación era tal que ni en esas sesiones de estricta doctrina se habían mezclado el gozo y el dolor como aquel día. 
Una vez en el suelo me lo monté, él apretaba mis tetas, yo lo ahorcaba y en cinco embestidas un orgasmo- ¡encarnizado!- se prolongó eternamente en nuestros propios conceptos de tiempo. Sin lamentos ni sollozos esta vez aunque a sabiendas que tanto dolor ( un suplicio existencial) no podría mantenerse a base de ese deleite sexual único ( un regocijo nihilista), nos vestimos sin hablar. 
Me fui, no volví. Tampoco reclamó, ya sabíamos. Lo supimos cuando las lágrimas