Se sentó desnudo en el bidet con el pene tan erecto e inflamado que parecía tener voluntad propia. Quedé parada frente a él concentrada en contraponer esa blancura lisa de su piel con el rosa violáceo del falo. Me atrajo sobre sí tomándome de la caderas, me así fuertemente del lavabo adelantándome a lo que vendría apenas un momento después. La cola se le ofreció generosa y la estocada fue apoteósica. Le meaba yo las piernas lampiñas mientras el mordía mi nuca, tan fuerte, que las marcas perduraron días.
Y después y a pesar de todo es arrobamiento cuando por fin cruzamos miradas, sus ojos estallaban en lágrimas mientras yo temblaba amedrentada de tanto sentir. Lamí su sollozo, besé sus párpados, acaricie sus pestañas. Con mi lengua repasé sus fosas nasales y chupe sus labios blancos, muertos. Devolvió el beso con media sonrisa, forzada aun bella. Lloramos en el silencio del amplio baño juntos asidos fuertemente de las manos.
Sin dar tiempo a otros estallidos lo levanté, me senté yo en el bidet y la fellatio mas violenta tuvo lugar ahí mismo. No había terminado de calmarse que ya estaba con esa misma voluntad del principio cobrando fuerzas para erguirse. Fue inmediato. Ya los gemidos se confundían con el llanto y era todo un caos: me lo comía, me masturbaba, él jalaba mi pelo tan intensamente que dolía. La perturbación era tal que ni en esas sesiones de estricta doctrina se habían mezclado el gozo y el dolor como aquel día.
Una vez en el suelo me lo monté, él apretaba mis tetas, yo lo ahorcaba y en cinco embestidas un orgasmo- ¡encarnizado!- se prolongó eternamente en nuestros propios conceptos de tiempo. Sin lamentos ni sollozos esta vez aunque a sabiendas que tanto dolor ( un suplicio existencial) no podría mantenerse a base de ese deleite sexual único ( un regocijo nihilista), nos vestimos sin hablar.
Me fui, no volví. Tampoco reclamó, ya sabíamos. Lo supimos cuando las lágrimas
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