Las horas de caminata lo tumbaron en la cama cuando aún el sol se empecinaba en aparecer por detrás de unas nubes y reflejaba esporádicamente, sin estridencias, sobre algunos surfers. Él no estaba para olas y la cama lo tomó como una mujer, lo cobijó y lo relajó hasta el sueño.
La habitación era pequeña pero confortable; toda revestida en caña y con una cama con mosquitero, le dejó dormir en silencio hasta que el sol se ocultó por completo. De entrada no le había parecido nada increíble el hotel ni la habitación. Daba a un jardín trasero donde se tendía ropa y estaba pegada a otra habitación que dedujo de iguales características.
Lo primero que lo despertó fue el ruido del candado al abrirse y la puerta al cerrarse. Salía de un sueño mórbido donde la extrañaba a ella. El sueño se ocupaba de transformar a ella en un hombre, y en ese momento el sentía que podía pegarle, tratarla de igual a igual. Por supuesto que jamás le había levantado la mano, pero en este momento, a la distancia y disculpado por el sueño se aprestaba a golpearla. Consiguieron despegarlo definitivamente del sueño unas voces de mujeres que hablaban en sueco; supo inmediatamente que era sueco y se sorprendió de su memoria auditiva. ¿De dónde sacaría su mente ese sonido que claramente se identificaba como sueco?
Las luces de su habitación estaban apagadas y podía ver claramente los cientos de pequeños intersticios que dejaban escapar a la luz de la otra habitación. Se levantó sin hacer ruido, con cierta vergüenza de que supieran que estaba ahí. Se acercó a los huequitos, y como si siempre se hubiera dedicado a fisgonear, no tardó en encontrar la abertura apropiada que daba directamente al baño con cortina que la despreocupada sueca que estaba orinando no se había preocupado en correr, a la vez que seguía charlando con naturalidad con su amiga. Pudo ver como cogía el papel y como se secaba y arrojaba el papel al inodoro sin siquiera darle una mirada de despedida. Salió del baño sin que pudiera espiar nada interesante, y al segundo dio paso a la otra, que enseguida prendió la ducha mientras comenzaba a desvestirse.
Vio su cuerpo, la blancura joven de las nalgas en contraste con el rojizo otorgado por el sol, vio unos pechos firmes y un vello púbico escaso y rubio, prolijamente recortado. Desnudo como estaba, comenzó a masturbarse, a mirarla y pajearse con un cierto prurito, sabía que no estaba bien lo que hacía pero no podía dejar de espiar esos pezones rosados y toda esa juventud hecha desnudez. La chica se metió al baño y el siguió masturbándose con las pocas imágenes que había atesorado en ese minuto o minuto y medio. La otra chica salió de la habitación y él espero hasta que escuchó cerrarse la ducha y el sonido de la cortina al descorrerse. En ese momento sí pudo verla en toda su dimensión. Era hermosa de cara, de ojos, de cuerpo entero; y mientras ella se secaba los pechos el se masturbaba con más rapidez, cuando comenzó a frotarse el vello del pubis eyaculó en silencio, con la boca contraída y con un placer indecible, mayor aún por el silencio en que se dio.
Más tarde la cruzó cuando salía de la habitación, y más a la noche la cruzó por el centro mientras él se comía el plato más barato de Montañita. El resto de la noche lo dedicó a pasear en soledad, a ver el mar de noche, a imaginar la marea y la fuerza de la luna, a inquirir sobre esa constancia desmedida que lo subyugaba.
El mar lo imbuía de pensamientos que no elegía, la realidad, el mundo circundante eran catapultados por el mar de forma tal que era imposible hacerse el boludo. No le gustaban los gringos, no le gustaba Montañita. El lugar más apreciado por el turismo a él le parecía una mierda cargada de oportunistas y rubios que arruinaban el paisaje; el tan mentado paraíso natural a él se le develaba como un lugar donde parecía que la mayor ocupación de la gente residía en arrojar plástico a la arena. Los comerciantes le parecían deshonestos y con deseo de enriquecerse de la noche a la mañana, esperando con ansias en transformarse en uno de los que les daban de comer. Con sus lujos, los gringos habían traído también la envidia y la ambición. Tenía que reconocer que el lugar sin todo el aparataje de la industria de la diversión era un verdadero paraíso; y entre los pelícanos que parecían arpones de plomo y la cara que se apreciaba con imaginación en la elevación lejana, con la nariz de montañita en la cara acostada que daba nombre al lugar, y que a ambos recordaba de la tarde, ya que a esa hora de noche sin luna no se podía ver ni lo uno ni lo otro; pudo imaginar que nada de lo que había alrededor existía, y que su existencia era mera casualidad intangible.
Volvió a la habitación tarde y medio borracho. Como llegó se desnudo y se metió a la ducha. Salió triste, lo embargaba una mezcla de recuerdos pasados y de soledad actual, la angustia de la necesidad, la necesidad de un abrazo cercano, de un cuerpo de mujer. Se acostó y se masturbó en silencio, pensando en ella otra vez, como casi todas las veces que lo hacía; por más que se le cruzaran miles de imágenes siempre cuando eyaculaba se adueñaba del orgasmo la imagen de ella. Acabó en silencio y con angustia, sin saber jamás que al otro lado del bambú se estaba masturbando una chica sueca.
Adrian Dubinsky el "Ruso"
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