martes, 27 de diciembre de 2011

Charlotta de Guápulo

Cuando yo vivía en Guápulo, Charlotta subía y bajaba los cientos de escalones desgastados que iban desde la iglesia, señorona e inmensa, hasta abajo, cerca del río, hasta la cinta asfáltica de la avenida Larrea. Ejercitaba sin pausa el metro ochenta y pico con inusitado vigor, lo que demostraba a las claras que confluían en ella una juventud física, por cierto real, junto a un ímpetu del espíritu que la habían llevado a trasladarse desde su París natal a las calles de Quito. Eran de igual talante el desenfreno por los escalones atiborrados de verde y su impulso viajero; acuariana, diría más de uno; pero nada de eso: inquieta…inquieta.
 Había venido a trabajar como vulcanóloga, había estado trabajando en las estribaciones de varios volcanes, estudiado la biodiversidad riquísima de aquella porción de tierra, que pareciera diminuta en el mapa, pero que es abrumadora y descomunal cuando se la transita. Según me enteré, últimamente parecía que había estado trabajando sobre el deshielo en el Antisana. Parece ser que el calentamiento global es comprobable y mensurable en aquel lugar de los Andes (luego me enteraría que en el planeta entero el humano se da de jeta con el aumento de la temperatura, pero hasta conocerla a ella todo lo referente a “calentamiento global” me sonaba a hippismo posmoderno).
 A medida que se fue aquerenciando al lugar, una extraña simbiosis que opera en algunos europeos en Latinoamérica, produjo que su único atisbo de europea fuera su indespegable acento francés y su rubicundez radiante, un pelo que deslumbraba y unos ojos que denotaban a las claras que era del algún lugar del norte, pero que en las costumbres y en la forma de manejarse parecía una ecuatoriana más. La gente que la conocía se olvidaba de su condición de ultrablonda de uno ochenta en donde la media femenina es de uno sesenta a lo sumo, y donde la tez trigueña abunda al punto de volver a Charlotta un faro ineludible.
 En realidad no se llamaba Charlotta, sino que este era un argentinamiento aporteñado de su nombre francés. Pero el nombre se había hecho parte de ella como lo desmesurado y sorprendente de América le había comido el corazón. Alguna vez hablamos sobre su trabajo, y creo recordar que hablaba de él con pasión, y creo haber deducido, y si no lo hice en aquel momento, pues lo hago ahora, que Charlotta era ecóloga no sólo porque amaba la tierra, sino porque amaba a la humanidad. Suena artificial un amor tan inclusivo, pero a través de las personas que quería, ella redimensionaba el querer y lo potenciaba y trasladaba al cuidado más esencial de los que se quiere. Su trabajo excedía al de ecóloga y trascendía el de la militancia, se arraigaba acaso en un lugar mucho más encomiable: en el vegetamen del puro afecto.
 Compartíamos con Charlotta, además de cerveza, un principio de huerta que alcancé a ver en los bordes de la cristalización, ni sé si se finalizó, pero tengo el recuerdo de ella ahincada en la tierra, con instrumentos ancestrales, peleando contra las enredaderas y los tallos enmarañados de los zapallos silvestres que se habían adueñado de la porción de tierra que colindaba con el patio terraza de donde vivía. Ella cavaba, usaba el pico, araba, sembraba, y se relacionaba con la tierra como si hubiese estado hermanada todo el tiempo a ella. Y si algo me acercaba aún más a ella, era su falta de pretensión y de falsa superioridad que ostentaron históricamente los europeos con los americanos; su conducta estaba despojada de paternalismo barato y se asumía, cuando tronaba vigorosa contra las minas, como habitante del planeta, como ser humano par que se somete al lugar que le corresponde, un lugar de trinchera del pensamiento y la acción en el cual desembocó con total naturalidad. Imagino que quien conoció a Charlotta en Europa no se debe haber sorprendido demasiado de que ella se hubiera venido a vivir a Latinoamérica y a trabajar a favor de la autodeterminación de los pueblos, del cuidado de los que quería, de, y aunque suene pretencioso y cursi, su amor por la humanidad.
 Ambos éramos de Acuario, cumplíamos con una semana de diferencia y a ella la embargaba cierta volatibilidad y carácter aventurero que se le achaca a las personas de nuestro signo. Pocos podían ver que más que sed de aventuras lo que la conducía era una pasión por el conocer, por lo distinto, por lo nuevo, por acercarse a todo aquello que estuviera más alejado de su realidad para hacerse más y mejor humana. Por supuesto que estoy conjeturando, pero así la imagino. Cuentan que con la misma pasión que se enamoró del lugar, alguna vez se enamoró de algún latino, y aquellos de miradas cortas aún no podrán comprender que era imposible que no lo hubiera hecho, que como la enamoró el lugar la iba a subyugar algún varón de sus tierras. De todas formas, como toda buscadora, cuando yo me fui pensando en regresar a Quito, aún seguía buscando.
 El tiempo fue pasando y cada tanto, a fuerza de nostalgia tanguera y los contrastes evidentes de la ciudad donde vivo comparado con el vallecito donde viví más cerca de mi total integridad, se aparecía en la memoria; cada dos por tres me venían imágenes de mi cumpleaños allí, donde la pasé con ella y su novio de entonces, junto a la mujer de ese momento, adosada al lugar como nadie y quien se llevo, acaso, lo mejor de su amistad.
 Los azares y la curiosidad, un amor mal curado, una curiosidad desmedida por cotejar información, desinformación, y contrainformación, y todos los males que nos infringen los mega medios comunicadores, me llevaron a leer los diarios de Ecuador aunque viva a 5000 Km. y ya casi nada me ate a aquellas tierras, exceptuando recuerdos inmensos. Hace unos días estaba leyendo uno de los diarios más letales de la mitad del país del medio del mundo, cuando caí en la cuenta que nunca más iba a ver a Charlotta, que incluso el regalo que me hizo para mi cumpleaños ya es pasible de inexistencia y sólo vibra como un color del recuerdo. Me quedé un rato largo mirando la pantalla de la computadora, y en un estado semi cataléptico infería a través de lo que leía, que las diferencia son tan grandes en América, que pocos podían saber quién era Charlotta y que es lo que hacía allí. Seguramente, lo cual no los disculpa, tal vez alguno haya creído que era una más de las turistas que vienen a vivir la vida loca, con sus euros y sus pretensiones; seguramente cuando dispararon, quiero creer, para creer como ella que la cosa tenía solución, que aquellos que abrieron fuego desconocían que estaban ante una de las personas que más los quería a ellos, que se habría ofendido y avergonzado porque la quisieran robar a ella, en su barrio; habrá ardido de furia en la camilla de la clínica inoperante que tardó en atenderla, y habrá puteado en un castellano gracioso, y nos habrá recordado a todos mientras se le iba la vida.
 La imagino creyendo y cerrando los ojos tranquila, sin dolor y con la mente en azul, y del azul pasando al celeste del cielo, y a ella recostada sobre la popa, viendo como la naturaleza misma se encarga de llevarla con su respiración hasta su tierra natal, y ya no habita una camilla de metal y cuerina, sino que es acariciada por un sol ecuatorial, por alguna que otra salpicada de agua salada, y la veo sonreír con los ojos cerrados, satisfecha, en paz, contenta al notar el sol oscurecerse a través de sus párpados cerrados, y sentir el resto del sol sobre su cuerpo, y estirarse feliz porque sabe que ese devenir en morado del rojo que ve desde debajo de los párpados, obedece a la sombra que proporciona el amor cuando se acerca; una sombra que habita en ella, que camina sobre las conjunciones que hacen de ella la persona más libre de la tierra, aquella que va y viene cuándo quiere, a dónde quiere, con quién quiere y cómo quiere.

Adrian Dubinsky

domingo, 25 de diciembre de 2011

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mujer en el espejo


Caminó autómata hasta la entrada del metro, con su mente sometida a un reposo arbitrario por el esfuerzo laboral de todo el día.
Se detuvo en seco antes de descender las escaleras del metro, porque de golpe sintió que entrar en la boca subterránea era como ser engullido por una pitón de final incierto y laberintico. Y luego el riesgo de esa sensación de desollarse y desparramarse como un liquido para, quizá, con suerte, si todo iba bien, si no se desasía para siempre, solidificarse, reconstruirse nuevamente.
Mejor caminar, pensó. Y le gusto la idea de andar sin prisa hasta su casa, arengado por la pendiente del bulevar que lo adentraba en su barrio y regado por un sol otoñal del que ya no había que refugiarse por su efecto recalcitrante.
Cuando caminaba por esos barrios, daban la sensación de estar obligado a caminar mas erguido, con el perfil mas alto, lo suficiente para alcanzar aires de superación, de lo contrario parecía estar bajo la misma mirada censora de quien organiza una fiesta y distingue a la persona que no fue invitada. 
Ahí están los transeúntes, se figuró, con sus vidas armadas, sus secretos y sus vergüenzas mas vestidas que de costumbres. ¡Y sus fantasías!, ¡ay sus fantasías!... sueltas, libres, en busca de acomodarse en los pliegues de cualquier pretexto. 
A las vidas anónimas se les puede analizar desde cualquier prisma, pero intentar hondar en sus fantasías era encontrar lo mas puro e impuro de ellos al unisono. 
La verdad era que desde hacia mucho tiempo estaba obsesionado con las fantasías. Ejecutó un juego, la posibilidad de inmiscuirse en el perfil de los andantes. 
Se fijo en un hombre calvo, de baja estatura y contextura robusta, maletín en mano, y pensó que hombres como ese eran quienes mas fantasías frustradas contenían, pero a su vez eran los que mas cargo se hacían de los recovecos a los que los dirigía sus fantasías.
Luego se detuvo en una mujer mayor, arrasada por el tiempo, que resistía este envite a base de maquillaje pesado y bajo la que con dificultad escondía arrugas como quien esconde la frustración. Al marido seguro le fue bien en algunos negocios y pudo amasar una pequeña fortuna para mantenerla lo bastante alejada de sus asuntos personales, y como no, de la práctica de sus fantasías   
Este análisis indiscriminado hacia los andantes presagiaban un estado similar a los preludios de los temidos ataques de ansiedad, una especie de escupidera hacia todo lo que lo rodeaba. Busco lo que siempre buscaba en tales ocasiones: el ejercicio del deseo, que era lo único que parecía anclarlo a la realidad    
A unos metros por delante, entre el espacio que dejaban una pareja joven a la que comenzaba a analizar tildando como iniciados al camino de la hipocresía, sobre el lateral derecho de su camino, diviso la silueta de una mujer. 
Apuro el paso para confirmar su visión. En efecto, el culo era de la pomposidad  sospechada, según indicaba la falda negra ajustadísima que lo arropaba. A la distancia ideal, y escorzado sobre el lateral izquierdo de la acera para disimular su lascivo análisis, verifico que todo lo que sostenía la columna vertebral de la patrona del culo, parecía construido para admirar. Comenzando por su pelo enrulado que ondulaba entre sus omoplatos. Sus hombros formaban una línea recta, perfecta, ayudados, quizá, por las algodonadas hombreras de su camisa blanca. Sus tobillos, tenían el equilibrio perfecto entre estilización y carne, embutidos en tersas medias negras con la costura por detrás, lo que garantizaba, se dijo, que eran ligas. Habrá que adelantarse, pensó, para completar el descubrimiento de aquella mujer. 
Apuro su paso, formando un semi circulo por el lado que lo alejaba de ella, y por el que se vio obligado a perder su rastro con la idea de adelantarse los metros suficientes al paso de ella,  formando un semi circulo que la dejaba a ella por el lado convexo de la imaginaria figura geométrica. 
En el camino, intento imaginar como seria de frente, o que prefería encontrar en realidad, si a una mujer contrastada por la exuberante belleza de su retaguardia, o una mujer desde todo punto de vista hermosa. 
La distancia ganada fue suficiente para quedar a unos metros de frente al caminar de la hembra, a su vouyerismo urbano. Las calles están llenas de vouyeristas urbanos, pensó. Pero cuando giro, con la mirada preparada para espiar por la rendija imaginaria sostenida entre el aire y su disimulo, buscando en apariencia a todos, menos a ella, la desilusión cayo como un baldazo de agua fría, la mujer no estaba. 
Miró hacia todos los costados, buscando una respuesta visual, una estela de su figura que lo guíe en la nueva búsqueda. 
Inmóvil, se refugio en el razonamiento. No puede haberse ido muy lejos, pensó, el tiempo que invertí en el adelantamiento no fue suficiente para que este fuera de este circulo visual, y aunque haya cambiado, brusco, su paso hacia cualquier otra dirección, el tiempo tampoco le alcanzaba. Tiene que estar dentro de una tienda, y tiene que ser en una tienda del lado derecho, ahora mi lado izquierdo, ya que el tiempo tampoco le alcanzaba para llegar a una tienda del costado izquierdo, ahora mi perfil derecho. 
Mientras sondeaba los escaparates, casi todos de ropa femenina, del perfil elegido por su lógica, se le cruzo la idea de que esa mujer fuera una alucinación. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Se detuvo. No vaya a ser que tanto porfiarme de la falta de fantasía ajena, la mía sea un exceso y por esto mas falsa que la de los demás, pensó.

Cruzó la acera y se detuvo frente a la entrada de una tienda que hacia esquina, escoltada la puerta de entrada con maniquíes femeninos en ropa interior, por detrás del vidrio y sus reflejos de el exterior, reconoció los tobillos de la mujer por debajo de la cortina del probador, las medias de costura y su corazón golpeo fuerte, primero por no ser una alucinación, luego por el lugar en el que la había descubierto. Finalmente sintió un escalofrió placentero, similar al que siente cuando, dormido, se descubre que alguien nos cubre con un abrigo. 
Y luego el probador, pensó, como cualquier otro vestidor, formaba un reducto mínimo, solitario, donde la mujer se encuentra a sus anchas con la conciencia de su sensualidad, reconocida a través de un espejo, a la misma distancia del amante que la desnuda. Pero sin la tensión de la mirada ajena. Cuantas realidades a contrapelo tenían guardadas los espejos en sus archivos de imágenes, cuantas masturbaciones, cuantas jadeos sin sonidos, cuantas visiones y cuantos amantes invisibles se reflejaron en la expresión que refleja el espejo. Sola, frente al espejo, tendría que ser aun mas sensual su actitud. Ensayando la expresión de su cuerpo mas provocativa según la prenda... De frente, con la mirada fija en sus pechos para ver como se veían con la nueva prenda, de costado. Un giro rápido para ver su figura fugaz, como el que la veía pasar. De atrás, de nuevo de frente, volcada hacia delante con sus pechos suspendidos solo en la gravedad, siempre según la indumentaria. De nuevo de costado, adelantando una pierna a la otra para  comprobar que el pantalón, o la falda, hacían honor a la geometría de su culo, a los ángulos de sus curvas. Con zapatos de alto tacón, para imaginar el poderío de su cuerpo realzado sobre el nuevo modelo de pedestales. Prendas elegidas para vestir con la intención de ser quitadas. O no, no en el caso de la ropa interior, pues merecían seguir en el cuerpo acariciado, en el sexo lamido, en los pezones mordisqueados, en la respiración jadeante. 
La mujer salio de probador. Y por fin el revés de lo conocido completo a una mujer hermosa, rasgos andaluces, marcados, acentuados por una nariz que terminaba en punta, subrayada por unos labios carnosos que, aunque serios, de tan extensos parecían sonreír. Pómulos angulosos. Ojos rasgados y oscuros con una línea de maquillaje en la comisura que afilaba mas su mirada. Algo de ojeras sumaban a su atractivo bordeando los 50. Admiro como, con engañosa coquetería, gracias al tramado ortopédico de su sostén, sus pechos se mostraban redondos. 
Le encantaban ver como los pechos cedían y colgaban una vez liberados de la prisión circular del sostén, y mas a esa edad. Intento conocer el timbre de su voz. Pero difícil justificar la presencia de un hombre en una tienda de ropa interior femenina, a no ser, claro, que este eligiendo algo para alguna mujer. Podría entrar y decir que una de sus mejores amigas se casaba, detalle que parecía, en principio, despejar sospechas. Pero a las vendedoras era difícil engañarlas, y mas a las de este tipo de establecimientos, donde los vouyeristas urbanos se adentraban con cualquier tipo de excusas.
Pronto desistió de aquella persecución de su propia fantasía corpórea y de ciertos rasgos coincidentes.
Caminó sin obstáculos  hacia un reposo necesario. Convivir con una fantasía podía ser tan agotador como perseguir cualquier realidad.
Se detuvo ante la gran avenida. Por el reflejo de un coche que pasó a gran velocidad vio a la mujer justo detrás de él, y una frase repetida hasta la incomodidad:   
“No hay una equivocación, tampoco hay una verdad. Hay un mundo de intuición que elimina cualquier racionalismo” 




Andrés Casabona

martes, 13 de diciembre de 2011

LT o el manifiesto de lo oculto. Por Charlotte Sometimes


Una de las astas del ventilador de techo tenía una leve inclinación hacia abajo y el sonido monótono que arrastraba parecía seguir el ritmo de los Cocteau Twins que sonaban desde el aparato. Siesta de verano en la montaña. Dulces aunque poco inocentes dieciséis contaba por aquellos tiempos. Algo perturbada por el sueño desperté deseando que mi primo estuviera cerca. Técnicamente no lo era aunque nos habían criado como tales. Contaba él apenas poco años más que yo. Sin terminar de estar del todo despierta con el deseo a flor piel, sentí un elemento frío en mis muslos. Ahí estaba LT apoyando un rígido corset de cuero sobre mí, a media sonrisa agitaba un antifaz con su mano izquierda. Con dos precisos movimientos ajustó el corset tan precisamente que las costillas se estrecharon hasta cortarme, gratamente, la respiración. Me colocó el antifaz. Sin salir del asombro pero ya despierta veía su camisa azul arremangada, los vellos rubios de sus brazos y los que asomaban de su pecho y mi corazón parecía querer saltar del prieto corset. Violentamente me arrojó sobre la cama dejando mis piernas colgando de la cama y comenzó a comerme el coño. Me sentí desmayar de deseo. Alternaba lamidas profundas con mordidas suaves, con suavidad metía dedos en el coño y en el culo en suave vaivén. Yo chorreaba en su barbilla. Toda una eterna tortura musicalizada con mis gemidos de sumisión y rendición ante él. Acariciaba yo su hermoso cabello cuando tomó entre sus diente mi inflamado clítoris y con la punta de la lengua lamía frenéticamente. Acabé en dos espasmos y gritos dignos de una gata en celo. Le bajé el cierre y liberé esa pija reluciente que pulsaba con fuerza por salir. No me permitió tocarlo. Se masturbó mirándome fijo a los ojos y acabó sobre el corset. Se arrojó sobre mí, me besó sin poder calmarnos a pesar de tanta ternura. Me dio vuelta de un movimiento y cacheteaba mi cola sin descanso hasta dejar sus manos marcadas en ella. Logré hacerme cargo de la situación y fui yo quien lo puso boca abajo en la pequeña cama. Desde la base de su nuca recorrí con la lengua húmeda toda su columna hasta su blanco, palidísimo, rosado, perfecto y redondo culo. Lo volví loco con mis besos negros, escucharlo entrecortado en su gimoteo me alentaba a meter la lengua más profundamente y acompañarla con mis dedos. Sentía cómo se aflojaba y se ofrecía. Instintos poco explorados hasta entonces lo desarmaron completamente, su entrega fue absoluta. Lo dí vuelta y mirándonos sin pestañear otra vez y con los ojos inyectados apretó fuerte mi garganta y acabó en mis tatuajes.


Como la fe, lo oculto se manifestó de esa manera, casi religiosa, fervorosamente.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Relato: Hielo y Brasas


Agustín estaba sentado en uno de sus bares favoritos, leía mientras revolvía suave un humeante café. Era costumbre en él buscar estos rincones para disfrutar, bien de la lectura, o bien de alguna instructiva e interesante tertulia. El ambiente de ese pequeño bar era acogedor, distintos personajes de la bohemia artística solían entrelazarse en interesantes debates, para participar de alguno de ellos, sólo bastaba con alzar la vista del libro, pero su lectura lo abstraía de todo. Sólo el particular crujir del suelo de madera, efecto de unos pasos de tacones, hicieron que alzara su cabeza. Una mujer de unos 30 años, ojos color caramelo, pelo negro que caía sobre sus hombros, un vestido negro ajustado al cuerpo que dejaba ver sus pronunciadas curvas y zapatos negros de fino y alto tacón, había detenido sus pasos justo enfrente de él. La mujer miró directamente a los ojos celestiales de Agustín y junto a una tímida sonrisa, esbozó.
- ¿Puedo sentarme contigo?.
Se llamaba Claudia. La amena charla transitó por distintos parajes intelectuales. Parecían tener, además de la misma edad, las mismas aficiones. Pero había algo en ella que no encajaba en toda aquella realidad. No por ser una mujer hermosa que sin más se presenta ante él y se sentaba en su mesa. Agustín se sabía apuesto y no era la primera vez que le pasaba. Era algo que ni su filosa intuición podía pronosticar, pero se sentía bien con ella.
- Me gustaría que vinieras conmigo, sin preguntas-dijo Claudia.
Agustín miró a los costados, los presentes seguían en sus cosas, leyendo, tertuliando, o con la mirada perdida en el horizonte de la barra. Se levantó de la silla de madera y sin decir una palabra, la tomó de la mano, pagó ambos cafés y se marcharon del bar. Afuera el cielo todavía conservaba un ápice de luz, en pocos minutos la noche caería sobre la ciudad. Caminaron hasta una esquina, ella se detuvo y le indicó que esperara allí. Agustín siguió con la mirada a Claudia, que descendía por la escalera de un parking. Observó a la gente e intentó imaginar de dónde venían y a dónde iban. Desde la rampa del parking un coche mediano y de color petróleo ascendía. Pudo reconocer a Claudia al mando de éste. El coche frenó. Claudia bajó el cristal del lado del acompañante y le hizo un gesto para que se subiera. Tomaron una carretera que los alejaba de la ciudad. Agustín comenzaba a angustiarse, pero al ver, de soslayo, el tacón de aguja clavándose en el pedal, su angustia daba paso a un excitante estremecimiento. Llegaron a un barrio residencial. Bajaron del coche y caminaron hasta el portal de una casa. Claudia revolvió el bolso y sacó un juego de llaves. Abrió la puerta, encendió las luces e invitó a Agustín a entrar. La casa estaba dominada por un diseño minimalista, con buen gusto en todossus detalles. Tomaron asiento en un confortable sillón y charlaron, como en el bar, sobre distintos temas. Pero el tema que más apasionaba a Agustín era verla cruzar sus piernas de un lado a otro, ella reconocía que sus cruces de piernas causaban placer en él, era lógico pensó, si a los caprichos de mi cuerpo nadie puede resistirse. En este duelo de seducción estaban cuando ella rompió la ya monótona charla.
- ¿Qué es lo que más te gusta de una mujer?
- Que me sorprenda -respondió Agustín-,más aún cuando esa mujer es hermosa como tú. Los ojos de ella se clavaron en los de él. Descruzó sus piernas, adelantó su torso hacia él... nunca sus cuerpos habían estado tan juntos.
- Yo te puedo sorprender, pero con la primordial y única condición que hagas exactamente lo que yo te diga, sin discutir, ni omitir quejas -y acercando su boca a escasísimos centímetros de la suya, remató:- ¿ De acuerdo? Claudia vendó los ojos de Agustín, no sin antes eludir la boca de él, deseosa de ávidos besos. Lo invitó sin preámbulos a que se quitase toda la ropa, con excepción de sus calzoncillos. Así, vendado sus ojos y casi desnudo, lo condujo, escalera abajo, hacia un ambiente que olía a sótano. Tomó su mano izquierda y levantó el brazo hacia lo que Agustín se figuraba una viga, amarró su brazo al párante y tirando de él se aseguro que estuviera bien sujeto, lo mismo hizo con la mano y el brazo derecho. Agustín probó, tirando fuerte, la eficacia de aquellas cuerdas que lo amarraban con los brazos extendidos en formas de alas. Sintió que los pasos de ella se alejaban.
- Claudia... ¿estás ahí?- Sintió los pasos de ella, que se acercaban a gran velocidad hacia él. Dos fuertes golpes, con la palma de la mano abierta, uno por mejilla, le cruzaron la cara de lado a lado.
- A partir de ahora me llamarás Señora, y no hablarás hasta que yo te lo ordene. Y ahora quiero me contestes ¡Sí, Señora!, ¿lo has entendido?
- ¡Sí, Señora!, lo he entendido. Luego de este acto, erótico, imperativo, Agustín sintió crecer su pene, mientras el taconeo de ella se alejaba nuevamente. A sus ojos vendados le visitaban el débil resplandor de luces danzantes, juzgó enseguida que se trataba de luces de velas. Éste era el único signo de luz que él adivinada tras el manto de seda que cubría su mirada. Puesto que la venda era de seda, su visión no era la del negro absoluto de la oscuridad, por eso se aventuró a dictar qué era lo que iluminada el ambiente. Al resto de los componentes de la habitación su mirada sí estaba censurada. A juzgar por sus oídos atentos como únicos vínculos con la realidad, volvió a sentir los pasos de Claudia, con un andar que parecían vanagloriarse sobre la altura de sus finos tacones. Pero los sentidos de Agustín, no censurados por Claudia, parecían reunirse en una fiesta de expectación que no dejaba sin invitación al olfato: un dulce perfume se mezclaba, súbitamente, con una extraña fragancia etílica que penetraba por los orificios nasales de Agustín. Esta sospecha de cercanía fue catapultada por el dedo índice de Claudia que dibujaba, con suma suavidad, una línea recta que iba desde el cuello hasta la mitad del pecho del joven. Sin quitar el dedo, Claudia dibujó un círculo en la mitad izquierda del pecho del joven y, en forma de espiral, fue acercando su dedo hasta la circunferencia del pezón de Agustín. El dedo de Claudia viajó recto hacia el otro pezón, y como quien saca un delgado clavo de una pared, colocó sus dedos en punta y presionó suavemente el pezón derecho, acto que obligó al joven a exhalar un pequeño suspiro. Un cosquilleo en toda la cara de Agustín daba a entender que Claudia ofrecía ora su nuca. Sus caderas se meneaban lentas, ofreciendo al pene del joven sus glúteos redondos. Claudia percibía la tremenda excitación que se había apoderado de Agustín, y aprovechando su miembro erecto movió mas provocativa sus caderas hacia el pene.Muy lentamente Agustín sentía cómo aquellas delicadas manos desprendían el botón de su tejano, cómo hacían descender su cremallera hasta liberar la aprisionada excitación, y cómo, de un fuerte movimiento hacia abajo, su prisionera dejaba en libertad su pene que latía hinchado de exaltación. Claudia volvió a provocar con sus glúteos el pene de Agustín, éste, al sentir el roce de las suaves nalgas de Claudia, sintió una aterciopelada sensación... Pero por más que Agustín se esforzara por descubrir si Claudia seguía con el mismo atuendo o estaba en bragas o desnuda, de qué elementos provenía la combinación de aquellas extrañas sensaciones olfativas, si la débil luz sólo estaba formada por velas, y si realmente era el dedo de Claudia el que recorría su pecho, la venda de sus ojos cubría su mirada lo justo para que todas estas sensaciones fueran precisamente eso, sensaciones. Así, entre ese racimo de sensaciones, sintió cómo los pasos de Claudia se perdían en la lejanía. Este juego de ojos vedados le unía al placer por lo mismo que lo distanciaba: sentir y no saber qué estaba sucediendo ante tanta incógnita. Nuevamente el sentido auditivo le indicaba que ella, montada en seguros tacones, se acercaba con el mismo sigilo con el que se alejaba segundos atrás. Al dulce perfume que reinaba por sobre cualquier sospechosa fragancia se le adelantó un aroma fresco, como inmaculado, al instante su mente viajó hasta su niñez, no sabía muy bien a que rincón... Las manos de Claudia, humedeciendo todo su pecho, lo trajeron con violencia ante este presente excitante, un frescor recompensaste pasaba por sobre sus pezones, y por detrás de esta sensación, otra también húmeda pero mas fría, como si se tratase de un cubito de hielo, en efecto, de hielo se trataría ya que gotitas frías se estrellaban en la punta de su glande. Los dedos de Claudia atraparon un pequeña porción de piel, muy cercana al pezón izquierdo. En décimas de segundos Agustín sintió un fino fuego, como si las uñas de Claudia pellizcaran muy finamente aquella porción de piel. Pese a que Claudia distanció sus dedos del pecho del joven, éste sentía como la marca de los dedos de Claudia persistía en su pecho, como si algo de Claudia no abandonase del todo su piel, dejando en la epidermis una extraña mezcla entre frío y calor, dolor y placer. La misma sensación volvió a poner hielo y brasas en el corazón de Agustín, y se repitió varias veces hasta sentir un ardor alrededor de su pezón izquierdo. A los oídos de Agustín llegaba nuevamente el taconeo de Claudia que anunciaba otra vez su lejanía. La punzante sensación en su pecho no le permitía determinar, ni en segundos, ni en minutos, el cálculo de tiempo transcurrido hasta el momento de volver a disfrutar, según sus órganos auditivos, el glamour de los pasos de Claudia acercándose hasta él. Otra vez el rico y dulce perfume de ella se mezcló con el aroma etílico. Sobre su pezón derecho sintió el hielo que se derretía inminente. Sintió cómo ella aprisionaba la piel debajo del pezón. Sintió un estímulo que lo hizo estremecer tanto que, desde sus ojos que visitaban continuamente la oscuridad, se sumaron la de pequeños cuerpos azules. ¿Serían realmente sus manos que pellizcaban su piel? Y si no eran sus manos, ¿de qué estaban hechas estas descargas de poder que su dueña depositaba, maliciosa, sobre su torso desnudo? Este pensamiento punzaba su cabeza cuando por primera vez, luego de las violentas bofetadas, se escuchó la voz de Claudia que interrogaba seca:
- ¿Qué sientes?
- Un fuego alrededor de mis pezones- contestó él con la voz entrecortada- Pero también siento algo frío, como si tuviera una brasa y un hielo. Siento que cada vez que me pellizcas algo tuyo se quedara en mi cuerpo.
- Quizás tengas razón -dijo serenamente Claudia, agregando al estado de Agustín aún más desconcierto, y continuó:- Pero aún falta lo mejor. Lo que me pregunto es si estarás dispuestoa ver el castigo final que tengo pensado para ti. Además si quito la venda de tus ojos, podrás ver cómo voy vestida ¿Tú qué crees? ¿Podrás aguantar ver de qué se trata el castigo final? Agustín respiró fuerte, sentía sus labios secos, los humedeció con su lengua y sintió los de dedos de Claudia que acariciaban su boca, cuando intentó besar los dedos, ella los retiró inmediatamente. Volvió a respirar profundamente, y sintió cómo un cubito de hielo aliviaba sus resecos labios.
- Creo que me gustaría -Y, al imaginar los zapatos de tacón de Claudia, más el enigma erótico de su vestimenta, envalentonó su discurso- ¡Sí, me encantaría verte!
Los pasos de Claudia se desplazaron hacia el costado derecho de Agustín, al instante los pasos de Claudia volvían a situarla justo enfrente de él. Agustín sintió que algo, además de la presencia de ella, se erigía también enfrente de su ser. Sintió los antebrazos de ella sobre sus mejillas, y sintió el giro de la suave piel de los antebrazos que colocaban a Claudia detrás de él. Con el roce de los pechos de ella en su espalda, un escalofrío recorría su espinazo. Los dedos de ella hurgaban en la nuca y cedió la presión del pañuelo. Por un instante temió perder la magia que le engendraba su mirada prohibida. El pañuelo ya no rodeaba su nuca, pero persistía su velo oscuro delante de su mirada, la voz de Claudia condimentó más la expectativa.
- Ha llegado la hora de que te veas -Y apartó el pañuelo violentamente de su mirada. Ante los ojos de Agustín, su propia figura se reflejaba ante un espejo de pie, colocado de forma tal que, la parte frontal de su propio cuerpo, fuera apreciado en todo detalle por el mismo. La confirmación sobre las sensaciones que había experimentado a merced de los caprichos de Claudia se confirmaron de inmediato. Era verdad que eran luces de velas las que danzaban sobre sus ojos vendados durante toda aquella dulce tortura, estas mismas luces iluminaban tenuemente el ambiente denso de alto erotismo, haciendo un leve destello sobre sus pezones. Pero no eran lo suficientemente intensas para determinar, con exactitud, por qué destellaban las luces sobre sus pezones. Claudia, que seguía aún detrás de él, y que sólo dejaba ver su rostro en la imagen del espejo, pudo apreciar que la leve luz no le despejaba el enigma del destello. Con una vela encendida, pasó su nacarado brazo por delante y lo colocó en el medio de su pecho. Agustín se encogió como si un castigo invisible azotara con violencia toda su anatomía, cerró los ojos y gimió. Cuando volvió a abrirlos, se volvió a estremecer ante la imagen de ocho finas agujas clavadas en su pecho, cuatro alrededor del pezón izquierdo, y cuatro alrededor del derecho. Un frío sudor que recorrió su espalda parecía colarse en la espina dorsal y congelar el fluido del líquido ciático. Pero pese a todo, el dolor y el placer brindaban dentro de su cuerpo. Concentró su mirada en el arte de las agujas clavadas en su cuerpo, una entraba y salía justo donde la otra entraba, formando así un cuadrado. Claudia se colocó frente a él con los brazos en jarras. Un vestido blanco inmaculado, el pelo húmedo y prolijamente peinado hacia atrás, los muslos perfectos, y los zapatos de tacón de aguja negro acharolados, hicieron que el pene de Agustín se hinchara hasta casi estallar. De sus labios pintados color carmesí se esbozó una felina sonrisa, que dio paso a la construcción de sus palabras...
- Y ahora que ves las agujas, ¿qué sientes? - interrogó Claudia, muy dueña de la situación, y sin perder un sólo palmo de su sonrisa. Agustín la miraba perplejo, sólo deseaba que ella lo soltara y así, poder arrojarse a sus pies y lamer sus zapatos hasta derramar en el suelo todo su
semen.
- Quiero adorarte, quiero arrodillarme a tus pies…
- Lo harás, pero antes recuerda que falta algunos castigos más. Como podrás ver, tienes clavadas ocho agujas en tu cuerpo. Metió su mano en el bolsillo del vestido, sacó de allí dos tubitos, cogió uno en una mano y el otro en la otra mano, los colocó delante de sus ojos.
- Estos tubitos son agujas esterilizadas –Abrió los dos tubitos e interrogó sarcástica:- ¿Adivinasdónde tengo pensado colocártelas? Agustín respiró fuerte, no podía, o se negaba a imaginar, el destino de las agujas. Se quedó en silencio mirando a Claudia, ella continuó.
- Puesto que no te atreves a decirlo, las colocaré directamente donde tenía pensado. Tomó entre sus dedos el pezón izquierdo, y con una precisión y velocidad inmejorables atravesó el pezón de Agustín, que gritó y gimió desesperado. Claudia se agachó y se metió el pene de Agustín en su boca, los gritos de dolor de él se fundieron en gemidos de placer. Lo mismo sucedió, como ella había prometido, con el pezón derecho. Luego de ver cómo Agustín se calmaba, le dijo:
- Apenas te vi en el bar supe que terminarías aquí conmigo. Le quitó las cuerdas que amarraban sus brazos y con el dedo recto señaló el suelo.
- Ponte de rodillas y y lámeme los zapatos. Agustín dejó caer su cuerpo perforado y lamió suavemente los zapatos de Claudia. A los pocos minutos le dio la orden de detenerse. Lo cogió del pelo, trajo una silla y se sentó frente a él, cruzó sus piernas con tremenda seducción y dijo: - Quítate tú solo todas las agujas, pero las de los pezones déjalas para el final. Agustín comenzó, temeroso, a quitar una a una las agujas. Cuando le tocó el turno a las de los pezones, hizo una pausa, miró a Claudia, cerró los ojos y quitó ambas agujas a la vez. Claudia sonrió y sintió cómo su entrepierna se humedecía. Le tiró la ropa y le dijo que se vistiera, ella lo esperaría arriba.Cuando Agustín subió, Claudia estaba con la puerta abierta de su casa, desde donde se podía ver un taxi parado justo en el portal. Le entregó un sobre y cerró la puerta a sus espaldas. Agustín abrió el sobre y vio dos billetes de diez euros y una moneda de 25 céntimos. Subió al taxi y le indicó la dirección de su casa. Cuando llegó hasta la puerta de su casa, el reloj del taxi marcaba 20 euros, con 25 céntimos.


                                                                         Sergi 
                                                                         Barcelona 2003