Agustín
estaba sentado en uno de
sus bares favoritos, leía mientras revolvía suave un humeante café. Era
costumbre en él buscar estos rincones para disfrutar, bien de la lectura, o
bien de alguna instructiva e interesante tertulia. El ambiente de ese pequeño
bar era acogedor, distintos personajes de la bohemia artística solían
entrelazarse en interesantes debates, para participar de alguno de ellos, sólo
bastaba con alzar la vista del libro, pero su lectura lo abstraía de todo. Sólo
el particular crujir del suelo de madera, efecto de unos pasos de tacones,
hicieron que alzara su cabeza. Una mujer de unos 30 años, ojos color caramelo,
pelo negro que caía sobre sus hombros, un vestido negro ajustado al cuerpo que
dejaba ver sus pronunciadas curvas y zapatos negros de fino y alto tacón, había
detenido sus pasos justo enfrente de él. La mujer miró directamente a los ojos
celestiales de Agustín y junto a una tímida sonrisa, esbozó.
- ¿Puedo sentarme contigo?.
Se llamaba Claudia. La amena charla
transitó por distintos parajes intelectuales. Parecían tener, además de la
misma edad, las mismas aficiones. Pero había algo en ella que no encajaba en
toda aquella realidad. No por ser una mujer hermosa que sin más se presenta
ante él y se sentaba en su mesa. Agustín se sabía apuesto y no era la primera
vez que le pasaba. Era algo que ni su filosa intuición podía pronosticar, pero
se sentía bien con ella.
- Me gustaría que vinieras conmigo,
sin preguntas-dijo Claudia.
Agustín miró a los costados, los
presentes seguían en sus cosas, leyendo, tertuliando, o con la mirada perdida
en el horizonte de la barra. Se levantó de la silla de madera y sin decir una
palabra, la tomó de la mano, pagó ambos cafés y se marcharon del bar. Afuera el
cielo todavía conservaba un ápice de luz, en pocos minutos la noche caería
sobre la ciudad. Caminaron hasta una esquina, ella se detuvo y le indicó que
esperara allí. Agustín siguió con la mirada a Claudia, que descendía por la
escalera de un parking. Observó a la gente e intentó imaginar de dónde venían y
a dónde iban. Desde la rampa del parking un coche mediano y de color petróleo
ascendía. Pudo reconocer a Claudia al mando de éste. El coche frenó. Claudia
bajó el cristal del lado del acompañante y le hizo un gesto para que se
subiera. Tomaron una carretera que los alejaba de la ciudad. Agustín comenzaba
a angustiarse, pero al ver, de soslayo, el tacón de aguja clavándose en el
pedal, su angustia daba paso a un excitante estremecimiento. Llegaron a un
barrio residencial. Bajaron del coche y caminaron hasta el portal de una casa.
Claudia revolvió el bolso y sacó un juego de llaves. Abrió la puerta, encendió
las luces e invitó a Agustín a entrar. La casa estaba dominada por un diseño
minimalista, con buen gusto en todossus detalles. Tomaron asiento en un
confortable sillón y charlaron, como en el bar, sobre distintos temas. Pero el
tema que más apasionaba a Agustín era verla cruzar sus piernas de un lado a
otro, ella reconocía que sus cruces de piernas causaban placer en él, era
lógico pensó, si a los caprichos de mi cuerpo nadie puede resistirse. En este
duelo de seducción estaban cuando ella rompió la ya monótona charla.
- ¿Qué es lo que más te gusta de una
mujer?
- Que me sorprenda -respondió
Agustín-,más aún cuando esa mujer es hermosa como tú. Los ojos de ella se
clavaron en los de él. Descruzó sus piernas, adelantó su torso hacia él...
nunca sus cuerpos habían estado tan juntos.
- Yo te puedo sorprender, pero con la
primordial y única condición que hagas exactamente lo que yo te diga, sin
discutir, ni omitir quejas -y acercando su boca a escasísimos centímetros de la
suya, remató:- ¿ De acuerdo? Claudia vendó los ojos de Agustín, no sin antes
eludir la boca de él, deseosa de ávidos besos. Lo invitó sin preámbulos a que
se quitase toda la ropa, con excepción de sus calzoncillos. Así, vendado sus
ojos y casi desnudo, lo condujo, escalera abajo, hacia un ambiente que olía a
sótano. Tomó su mano izquierda y levantó el brazo hacia lo que Agustín se
figuraba una viga, amarró su brazo al párante y tirando de él se aseguro que
estuviera bien sujeto, lo mismo hizo con la mano y el brazo derecho. Agustín
probó, tirando fuerte, la eficacia de aquellas cuerdas que lo amarraban con los
brazos extendidos en formas de alas. Sintió que los pasos de ella se alejaban.
- Claudia... ¿estás ahí?- Sintió los
pasos de ella, que se acercaban a gran velocidad hacia él. Dos fuertes golpes,
con la palma de la mano abierta, uno por mejilla, le cruzaron la cara de lado a
lado.
- A partir de ahora me llamarás
Señora, y no hablarás hasta que yo te lo ordene. Y ahora quiero me contestes
¡Sí, Señora!, ¿lo has entendido?
- ¡Sí, Señora!, lo he entendido. Luego
de este acto, erótico, imperativo, Agustín sintió crecer su pene, mientras el
taconeo de ella se alejaba nuevamente. A sus ojos vendados le visitaban el
débil resplandor de luces danzantes, juzgó enseguida que se trataba de luces de
velas. Éste era el único signo de luz que él adivinada tras el manto de seda
que cubría su mirada. Puesto que la venda era de seda, su visión no era la del
negro absoluto de la oscuridad, por eso se aventuró a dictar qué era lo que
iluminada el ambiente. Al resto de los componentes de la habitación su mirada
sí estaba censurada. A juzgar por sus oídos atentos como únicos vínculos con la
realidad, volvió a sentir los pasos de Claudia, con un andar que parecían
vanagloriarse sobre la altura de sus finos tacones. Pero los sentidos de
Agustín, no censurados por Claudia, parecían reunirse en una fiesta de expectación
que no dejaba sin invitación al olfato: un dulce perfume se mezclaba,
súbitamente, con una extraña fragancia etílica que penetraba por los orificios
nasales de Agustín. Esta sospecha de cercanía fue catapultada por el dedo
índice de Claudia que dibujaba, con suma suavidad, una línea recta que iba desde
el cuello hasta la mitad del pecho del joven. Sin quitar el dedo, Claudia
dibujó un círculo en la mitad izquierda del pecho del joven y, en forma de
espiral, fue acercando su dedo hasta la circunferencia del pezón de Agustín. El
dedo de Claudia viajó recto hacia el otro pezón, y como quien saca un delgado
clavo de una pared, colocó sus dedos en punta y presionó suavemente el pezón
derecho, acto que obligó al joven a exhalar un pequeño suspiro. Un cosquilleo
en toda la cara de Agustín daba a entender que Claudia ofrecía ora su nuca. Sus
caderas se meneaban lentas, ofreciendo al pene del joven sus glúteos redondos.
Claudia percibía la tremenda excitación que se había apoderado de Agustín, y aprovechando
su miembro erecto movió mas provocativa sus caderas hacia el pene.Muy
lentamente Agustín sentía cómo aquellas delicadas manos desprendían el botón de
su tejano, cómo hacían descender su cremallera hasta liberar la aprisionada
excitación, y cómo, de un fuerte movimiento hacia abajo, su prisionera dejaba
en libertad su pene que latía hinchado de exaltación. Claudia volvió a provocar
con sus glúteos el pene de Agustín, éste, al sentir el roce de las suaves
nalgas de Claudia, sintió una aterciopelada sensación... Pero por más que
Agustín se esforzara por descubrir si Claudia seguía con el mismo atuendo o
estaba en bragas o desnuda, de qué elementos provenía la combinación de
aquellas extrañas sensaciones olfativas, si la débil luz sólo estaba formada
por velas, y si realmente era el dedo de Claudia el que recorría su pecho, la
venda de sus ojos cubría su mirada lo justo para que todas estas sensaciones
fueran precisamente eso, sensaciones. Así, entre ese racimo de sensaciones,
sintió cómo los pasos de Claudia se perdían en la lejanía. Este juego de ojos
vedados le unía al placer por lo mismo que lo distanciaba: sentir y no saber
qué estaba sucediendo ante tanta incógnita. Nuevamente el sentido auditivo le
indicaba que ella, montada en seguros tacones, se acercaba con el mismo sigilo
con el que se alejaba segundos atrás. Al dulce perfume que reinaba por sobre
cualquier sospechosa fragancia se le adelantó un aroma fresco, como inmaculado,
al instante su mente viajó hasta su niñez, no sabía muy bien a que rincón... Las
manos de Claudia, humedeciendo todo su pecho, lo trajeron con violencia ante
este presente excitante, un frescor recompensaste pasaba por sobre sus pezones,
y por detrás de esta sensación, otra también húmeda pero mas fría, como si se
tratase de un cubito de hielo, en efecto, de hielo se trataría ya que gotitas
frías se estrellaban en la punta de su glande. Los dedos de Claudia atraparon
un pequeña porción de piel, muy cercana al pezón izquierdo. En décimas de
segundos Agustín sintió un fino fuego, como si las uñas de Claudia pellizcaran
muy finamente aquella porción de piel. Pese a que Claudia distanció sus dedos
del pecho del joven, éste sentía como la marca de los dedos de Claudia
persistía en su pecho, como si algo de Claudia no abandonase del todo su piel,
dejando en la epidermis una extraña mezcla entre frío y calor, dolor y placer.
La misma sensación volvió a poner hielo y brasas en el corazón de Agustín, y se
repitió varias veces hasta sentir un ardor alrededor de su pezón izquierdo. A
los oídos de Agustín llegaba nuevamente el taconeo de Claudia que anunciaba
otra vez su lejanía. La punzante sensación en su pecho no le permitía
determinar, ni en segundos, ni en minutos, el cálculo de tiempo transcurrido
hasta el momento de volver a disfrutar, según sus órganos auditivos, el glamour
de los pasos de Claudia acercándose hasta él. Otra vez el rico y dulce perfume
de ella se mezcló con el aroma etílico. Sobre su pezón derecho sintió el hielo
que se derretía inminente. Sintió cómo ella aprisionaba la piel debajo del
pezón. Sintió un estímulo que lo hizo estremecer tanto que, desde sus ojos que
visitaban continuamente la oscuridad, se sumaron la de pequeños cuerpos azules.
¿Serían realmente sus manos que pellizcaban su piel? Y si no eran sus manos,
¿de qué estaban hechas estas descargas de poder que su dueña depositaba,
maliciosa, sobre su torso desnudo? Este pensamiento punzaba su cabeza cuando
por primera vez, luego de las violentas bofetadas, se escuchó la voz de Claudia
que interrogaba seca:
- ¿Qué sientes?
- Un fuego alrededor de mis pezones-
contestó él con la voz entrecortada- Pero también siento algo frío, como si
tuviera una brasa y un hielo. Siento que cada vez que me pellizcas algo tuyo se
quedara en mi cuerpo.
- Quizás tengas razón -dijo
serenamente Claudia, agregando al estado de Agustín aún más desconcierto, y
continuó:- Pero aún falta lo mejor. Lo que me pregunto es si estarás dispuestoa
ver el castigo final que tengo pensado para ti. Además si quito la venda de tus
ojos, podrás ver cómo voy vestida ¿Tú qué crees? ¿Podrás aguantar ver de qué se
trata el castigo final? Agustín respiró fuerte, sentía sus labios secos, los
humedeció con su lengua y sintió los de dedos de Claudia que acariciaban su
boca, cuando intentó besar los dedos, ella los retiró inmediatamente. Volvió a
respirar profundamente, y sintió cómo un cubito de hielo aliviaba sus resecos
labios.
- Creo que me gustaría -Y, al imaginar
los zapatos de tacón de Claudia, más el enigma erótico de su vestimenta,
envalentonó su discurso- ¡Sí, me encantaría verte!
Los pasos de Claudia se desplazaron
hacia el costado derecho de Agustín, al instante los pasos de Claudia volvían a
situarla justo enfrente de él. Agustín sintió que algo, además de la presencia
de ella, se erigía también enfrente de su ser. Sintió los antebrazos de ella
sobre sus mejillas, y sintió el giro de la suave piel de los antebrazos que
colocaban a Claudia detrás de él. Con el roce de los pechos de ella en su
espalda, un escalofrío recorría su espinazo. Los dedos de ella hurgaban en la
nuca y cedió la presión del pañuelo. Por un instante temió perder la magia que
le engendraba su mirada prohibida. El pañuelo ya no rodeaba su nuca, pero
persistía su velo oscuro delante de su mirada, la voz de Claudia condimentó más
la expectativa.
- Ha llegado la hora de que te veas -Y
apartó el pañuelo violentamente de su mirada. Ante los ojos de Agustín, su
propia figura se reflejaba ante un espejo de pie, colocado de forma tal que, la
parte frontal de su propio cuerpo, fuera apreciado en todo detalle por el
mismo. La confirmación sobre las sensaciones que había experimentado a merced
de los caprichos de Claudia se confirmaron de inmediato. Era verdad que eran
luces de velas las que danzaban sobre sus ojos vendados durante toda aquella
dulce tortura, estas mismas luces iluminaban tenuemente el ambiente denso de
alto erotismo, haciendo un leve destello sobre sus pezones. Pero no eran lo
suficientemente intensas para determinar, con exactitud, por qué destellaban
las luces sobre sus pezones. Claudia, que seguía aún detrás de él, y que sólo
dejaba ver su rostro en la imagen del espejo, pudo apreciar que la leve luz no
le despejaba el enigma del destello. Con una vela encendida, pasó su nacarado
brazo por delante y lo colocó en el medio de su pecho. Agustín se encogió como
si un castigo invisible azotara con violencia toda su anatomía, cerró los ojos
y gimió. Cuando volvió a abrirlos, se volvió a estremecer ante la imagen de
ocho finas agujas clavadas en su pecho, cuatro alrededor del pezón izquierdo, y
cuatro alrededor del derecho. Un frío sudor que recorrió su espalda parecía colarse
en la espina dorsal y congelar el fluido del líquido ciático. Pero pese a todo,
el dolor y el placer brindaban dentro de su cuerpo. Concentró su mirada en el
arte de las agujas clavadas en su cuerpo, una entraba y salía justo donde la
otra entraba, formando así un cuadrado. Claudia se colocó frente a él con los
brazos en jarras. Un vestido blanco inmaculado, el pelo húmedo y prolijamente
peinado hacia atrás, los muslos perfectos, y los zapatos de tacón de aguja
negro acharolados, hicieron que el pene de Agustín se hinchara hasta casi
estallar. De sus labios pintados color carmesí se esbozó una felina sonrisa,
que dio paso a la construcción de sus palabras...
- Y ahora que ves las agujas, ¿qué
sientes? - interrogó Claudia, muy dueña de la situación, y sin perder un sólo
palmo de su sonrisa. Agustín la miraba perplejo, sólo deseaba que ella lo
soltara y así, poder arrojarse a sus pies y lamer sus zapatos hasta derramar en
el suelo todo su
semen.
- Quiero adorarte, quiero arrodillarme
a tus pies…
- Lo harás, pero antes recuerda que
falta algunos castigos más. Como podrás ver, tienes clavadas ocho agujas en tu
cuerpo. Metió su mano en el bolsillo del vestido, sacó de allí dos tubitos,
cogió uno en una mano y el otro en la otra mano, los colocó delante de sus
ojos.
- Estos tubitos son agujas
esterilizadas –Abrió los dos tubitos e interrogó sarcástica:- ¿Adivinasdónde
tengo pensado colocártelas? Agustín respiró fuerte, no podía, o se negaba a
imaginar, el destino de las agujas. Se quedó en silencio mirando a Claudia,
ella continuó.
- Puesto que no te atreves a decirlo,
las colocaré directamente donde tenía pensado. Tomó entre sus dedos el pezón
izquierdo, y con una precisión y velocidad inmejorables atravesó el pezón de
Agustín, que gritó y gimió desesperado. Claudia se agachó y se metió el pene de
Agustín en su boca, los gritos de dolor de él se fundieron en gemidos de
placer. Lo mismo sucedió, como ella había prometido, con el pezón derecho.
Luego de ver cómo Agustín se calmaba, le dijo:
- Apenas te vi en el bar supe que
terminarías aquí conmigo. Le quitó las cuerdas que amarraban sus brazos y con
el dedo recto señaló el suelo.
- Ponte de rodillas y y lámeme los
zapatos. Agustín dejó caer su cuerpo perforado y lamió suavemente los zapatos de
Claudia. A los pocos minutos le dio la orden de detenerse. Lo cogió del pelo,
trajo una silla y se sentó frente a él, cruzó sus piernas con tremenda
seducción y dijo: - Quítate tú solo todas las agujas, pero las de los pezones
déjalas para el final. Agustín comenzó, temeroso, a quitar una a una las
agujas. Cuando le tocó el turno a las de los pezones, hizo una pausa, miró a
Claudia, cerró los ojos y quitó ambas agujas a la vez. Claudia sonrió y sintió
cómo su entrepierna se humedecía. Le tiró la ropa y le dijo que se vistiera, ella
lo esperaría arriba.Cuando Agustín subió, Claudia estaba con la puerta abierta
de su casa, desde donde se podía ver un taxi parado justo en el portal. Le
entregó un sobre y cerró la puerta a sus espaldas. Agustín abrió el sobre y vio
dos billetes de diez euros y una moneda de 25 céntimos. Subió al taxi y le
indicó la dirección de su casa. Cuando llegó hasta la puerta de su casa, el reloj
del taxi marcaba 20 euros, con 25 céntimos.
Sergi
Barcelona 2003
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