viernes, 9 de diciembre de 2011

Relato: Hielo y Brasas


Agustín estaba sentado en uno de sus bares favoritos, leía mientras revolvía suave un humeante café. Era costumbre en él buscar estos rincones para disfrutar, bien de la lectura, o bien de alguna instructiva e interesante tertulia. El ambiente de ese pequeño bar era acogedor, distintos personajes de la bohemia artística solían entrelazarse en interesantes debates, para participar de alguno de ellos, sólo bastaba con alzar la vista del libro, pero su lectura lo abstraía de todo. Sólo el particular crujir del suelo de madera, efecto de unos pasos de tacones, hicieron que alzara su cabeza. Una mujer de unos 30 años, ojos color caramelo, pelo negro que caía sobre sus hombros, un vestido negro ajustado al cuerpo que dejaba ver sus pronunciadas curvas y zapatos negros de fino y alto tacón, había detenido sus pasos justo enfrente de él. La mujer miró directamente a los ojos celestiales de Agustín y junto a una tímida sonrisa, esbozó.
- ¿Puedo sentarme contigo?.
Se llamaba Claudia. La amena charla transitó por distintos parajes intelectuales. Parecían tener, además de la misma edad, las mismas aficiones. Pero había algo en ella que no encajaba en toda aquella realidad. No por ser una mujer hermosa que sin más se presenta ante él y se sentaba en su mesa. Agustín se sabía apuesto y no era la primera vez que le pasaba. Era algo que ni su filosa intuición podía pronosticar, pero se sentía bien con ella.
- Me gustaría que vinieras conmigo, sin preguntas-dijo Claudia.
Agustín miró a los costados, los presentes seguían en sus cosas, leyendo, tertuliando, o con la mirada perdida en el horizonte de la barra. Se levantó de la silla de madera y sin decir una palabra, la tomó de la mano, pagó ambos cafés y se marcharon del bar. Afuera el cielo todavía conservaba un ápice de luz, en pocos minutos la noche caería sobre la ciudad. Caminaron hasta una esquina, ella se detuvo y le indicó que esperara allí. Agustín siguió con la mirada a Claudia, que descendía por la escalera de un parking. Observó a la gente e intentó imaginar de dónde venían y a dónde iban. Desde la rampa del parking un coche mediano y de color petróleo ascendía. Pudo reconocer a Claudia al mando de éste. El coche frenó. Claudia bajó el cristal del lado del acompañante y le hizo un gesto para que se subiera. Tomaron una carretera que los alejaba de la ciudad. Agustín comenzaba a angustiarse, pero al ver, de soslayo, el tacón de aguja clavándose en el pedal, su angustia daba paso a un excitante estremecimiento. Llegaron a un barrio residencial. Bajaron del coche y caminaron hasta el portal de una casa. Claudia revolvió el bolso y sacó un juego de llaves. Abrió la puerta, encendió las luces e invitó a Agustín a entrar. La casa estaba dominada por un diseño minimalista, con buen gusto en todossus detalles. Tomaron asiento en un confortable sillón y charlaron, como en el bar, sobre distintos temas. Pero el tema que más apasionaba a Agustín era verla cruzar sus piernas de un lado a otro, ella reconocía que sus cruces de piernas causaban placer en él, era lógico pensó, si a los caprichos de mi cuerpo nadie puede resistirse. En este duelo de seducción estaban cuando ella rompió la ya monótona charla.
- ¿Qué es lo que más te gusta de una mujer?
- Que me sorprenda -respondió Agustín-,más aún cuando esa mujer es hermosa como tú. Los ojos de ella se clavaron en los de él. Descruzó sus piernas, adelantó su torso hacia él... nunca sus cuerpos habían estado tan juntos.
- Yo te puedo sorprender, pero con la primordial y única condición que hagas exactamente lo que yo te diga, sin discutir, ni omitir quejas -y acercando su boca a escasísimos centímetros de la suya, remató:- ¿ De acuerdo? Claudia vendó los ojos de Agustín, no sin antes eludir la boca de él, deseosa de ávidos besos. Lo invitó sin preámbulos a que se quitase toda la ropa, con excepción de sus calzoncillos. Así, vendado sus ojos y casi desnudo, lo condujo, escalera abajo, hacia un ambiente que olía a sótano. Tomó su mano izquierda y levantó el brazo hacia lo que Agustín se figuraba una viga, amarró su brazo al párante y tirando de él se aseguro que estuviera bien sujeto, lo mismo hizo con la mano y el brazo derecho. Agustín probó, tirando fuerte, la eficacia de aquellas cuerdas que lo amarraban con los brazos extendidos en formas de alas. Sintió que los pasos de ella se alejaban.
- Claudia... ¿estás ahí?- Sintió los pasos de ella, que se acercaban a gran velocidad hacia él. Dos fuertes golpes, con la palma de la mano abierta, uno por mejilla, le cruzaron la cara de lado a lado.
- A partir de ahora me llamarás Señora, y no hablarás hasta que yo te lo ordene. Y ahora quiero me contestes ¡Sí, Señora!, ¿lo has entendido?
- ¡Sí, Señora!, lo he entendido. Luego de este acto, erótico, imperativo, Agustín sintió crecer su pene, mientras el taconeo de ella se alejaba nuevamente. A sus ojos vendados le visitaban el débil resplandor de luces danzantes, juzgó enseguida que se trataba de luces de velas. Éste era el único signo de luz que él adivinada tras el manto de seda que cubría su mirada. Puesto que la venda era de seda, su visión no era la del negro absoluto de la oscuridad, por eso se aventuró a dictar qué era lo que iluminada el ambiente. Al resto de los componentes de la habitación su mirada sí estaba censurada. A juzgar por sus oídos atentos como únicos vínculos con la realidad, volvió a sentir los pasos de Claudia, con un andar que parecían vanagloriarse sobre la altura de sus finos tacones. Pero los sentidos de Agustín, no censurados por Claudia, parecían reunirse en una fiesta de expectación que no dejaba sin invitación al olfato: un dulce perfume se mezclaba, súbitamente, con una extraña fragancia etílica que penetraba por los orificios nasales de Agustín. Esta sospecha de cercanía fue catapultada por el dedo índice de Claudia que dibujaba, con suma suavidad, una línea recta que iba desde el cuello hasta la mitad del pecho del joven. Sin quitar el dedo, Claudia dibujó un círculo en la mitad izquierda del pecho del joven y, en forma de espiral, fue acercando su dedo hasta la circunferencia del pezón de Agustín. El dedo de Claudia viajó recto hacia el otro pezón, y como quien saca un delgado clavo de una pared, colocó sus dedos en punta y presionó suavemente el pezón derecho, acto que obligó al joven a exhalar un pequeño suspiro. Un cosquilleo en toda la cara de Agustín daba a entender que Claudia ofrecía ora su nuca. Sus caderas se meneaban lentas, ofreciendo al pene del joven sus glúteos redondos. Claudia percibía la tremenda excitación que se había apoderado de Agustín, y aprovechando su miembro erecto movió mas provocativa sus caderas hacia el pene.Muy lentamente Agustín sentía cómo aquellas delicadas manos desprendían el botón de su tejano, cómo hacían descender su cremallera hasta liberar la aprisionada excitación, y cómo, de un fuerte movimiento hacia abajo, su prisionera dejaba en libertad su pene que latía hinchado de exaltación. Claudia volvió a provocar con sus glúteos el pene de Agustín, éste, al sentir el roce de las suaves nalgas de Claudia, sintió una aterciopelada sensación... Pero por más que Agustín se esforzara por descubrir si Claudia seguía con el mismo atuendo o estaba en bragas o desnuda, de qué elementos provenía la combinación de aquellas extrañas sensaciones olfativas, si la débil luz sólo estaba formada por velas, y si realmente era el dedo de Claudia el que recorría su pecho, la venda de sus ojos cubría su mirada lo justo para que todas estas sensaciones fueran precisamente eso, sensaciones. Así, entre ese racimo de sensaciones, sintió cómo los pasos de Claudia se perdían en la lejanía. Este juego de ojos vedados le unía al placer por lo mismo que lo distanciaba: sentir y no saber qué estaba sucediendo ante tanta incógnita. Nuevamente el sentido auditivo le indicaba que ella, montada en seguros tacones, se acercaba con el mismo sigilo con el que se alejaba segundos atrás. Al dulce perfume que reinaba por sobre cualquier sospechosa fragancia se le adelantó un aroma fresco, como inmaculado, al instante su mente viajó hasta su niñez, no sabía muy bien a que rincón... Las manos de Claudia, humedeciendo todo su pecho, lo trajeron con violencia ante este presente excitante, un frescor recompensaste pasaba por sobre sus pezones, y por detrás de esta sensación, otra también húmeda pero mas fría, como si se tratase de un cubito de hielo, en efecto, de hielo se trataría ya que gotitas frías se estrellaban en la punta de su glande. Los dedos de Claudia atraparon un pequeña porción de piel, muy cercana al pezón izquierdo. En décimas de segundos Agustín sintió un fino fuego, como si las uñas de Claudia pellizcaran muy finamente aquella porción de piel. Pese a que Claudia distanció sus dedos del pecho del joven, éste sentía como la marca de los dedos de Claudia persistía en su pecho, como si algo de Claudia no abandonase del todo su piel, dejando en la epidermis una extraña mezcla entre frío y calor, dolor y placer. La misma sensación volvió a poner hielo y brasas en el corazón de Agustín, y se repitió varias veces hasta sentir un ardor alrededor de su pezón izquierdo. A los oídos de Agustín llegaba nuevamente el taconeo de Claudia que anunciaba otra vez su lejanía. La punzante sensación en su pecho no le permitía determinar, ni en segundos, ni en minutos, el cálculo de tiempo transcurrido hasta el momento de volver a disfrutar, según sus órganos auditivos, el glamour de los pasos de Claudia acercándose hasta él. Otra vez el rico y dulce perfume de ella se mezcló con el aroma etílico. Sobre su pezón derecho sintió el hielo que se derretía inminente. Sintió cómo ella aprisionaba la piel debajo del pezón. Sintió un estímulo que lo hizo estremecer tanto que, desde sus ojos que visitaban continuamente la oscuridad, se sumaron la de pequeños cuerpos azules. ¿Serían realmente sus manos que pellizcaban su piel? Y si no eran sus manos, ¿de qué estaban hechas estas descargas de poder que su dueña depositaba, maliciosa, sobre su torso desnudo? Este pensamiento punzaba su cabeza cuando por primera vez, luego de las violentas bofetadas, se escuchó la voz de Claudia que interrogaba seca:
- ¿Qué sientes?
- Un fuego alrededor de mis pezones- contestó él con la voz entrecortada- Pero también siento algo frío, como si tuviera una brasa y un hielo. Siento que cada vez que me pellizcas algo tuyo se quedara en mi cuerpo.
- Quizás tengas razón -dijo serenamente Claudia, agregando al estado de Agustín aún más desconcierto, y continuó:- Pero aún falta lo mejor. Lo que me pregunto es si estarás dispuestoa ver el castigo final que tengo pensado para ti. Además si quito la venda de tus ojos, podrás ver cómo voy vestida ¿Tú qué crees? ¿Podrás aguantar ver de qué se trata el castigo final? Agustín respiró fuerte, sentía sus labios secos, los humedeció con su lengua y sintió los de dedos de Claudia que acariciaban su boca, cuando intentó besar los dedos, ella los retiró inmediatamente. Volvió a respirar profundamente, y sintió cómo un cubito de hielo aliviaba sus resecos labios.
- Creo que me gustaría -Y, al imaginar los zapatos de tacón de Claudia, más el enigma erótico de su vestimenta, envalentonó su discurso- ¡Sí, me encantaría verte!
Los pasos de Claudia se desplazaron hacia el costado derecho de Agustín, al instante los pasos de Claudia volvían a situarla justo enfrente de él. Agustín sintió que algo, además de la presencia de ella, se erigía también enfrente de su ser. Sintió los antebrazos de ella sobre sus mejillas, y sintió el giro de la suave piel de los antebrazos que colocaban a Claudia detrás de él. Con el roce de los pechos de ella en su espalda, un escalofrío recorría su espinazo. Los dedos de ella hurgaban en la nuca y cedió la presión del pañuelo. Por un instante temió perder la magia que le engendraba su mirada prohibida. El pañuelo ya no rodeaba su nuca, pero persistía su velo oscuro delante de su mirada, la voz de Claudia condimentó más la expectativa.
- Ha llegado la hora de que te veas -Y apartó el pañuelo violentamente de su mirada. Ante los ojos de Agustín, su propia figura se reflejaba ante un espejo de pie, colocado de forma tal que, la parte frontal de su propio cuerpo, fuera apreciado en todo detalle por el mismo. La confirmación sobre las sensaciones que había experimentado a merced de los caprichos de Claudia se confirmaron de inmediato. Era verdad que eran luces de velas las que danzaban sobre sus ojos vendados durante toda aquella dulce tortura, estas mismas luces iluminaban tenuemente el ambiente denso de alto erotismo, haciendo un leve destello sobre sus pezones. Pero no eran lo suficientemente intensas para determinar, con exactitud, por qué destellaban las luces sobre sus pezones. Claudia, que seguía aún detrás de él, y que sólo dejaba ver su rostro en la imagen del espejo, pudo apreciar que la leve luz no le despejaba el enigma del destello. Con una vela encendida, pasó su nacarado brazo por delante y lo colocó en el medio de su pecho. Agustín se encogió como si un castigo invisible azotara con violencia toda su anatomía, cerró los ojos y gimió. Cuando volvió a abrirlos, se volvió a estremecer ante la imagen de ocho finas agujas clavadas en su pecho, cuatro alrededor del pezón izquierdo, y cuatro alrededor del derecho. Un frío sudor que recorrió su espalda parecía colarse en la espina dorsal y congelar el fluido del líquido ciático. Pero pese a todo, el dolor y el placer brindaban dentro de su cuerpo. Concentró su mirada en el arte de las agujas clavadas en su cuerpo, una entraba y salía justo donde la otra entraba, formando así un cuadrado. Claudia se colocó frente a él con los brazos en jarras. Un vestido blanco inmaculado, el pelo húmedo y prolijamente peinado hacia atrás, los muslos perfectos, y los zapatos de tacón de aguja negro acharolados, hicieron que el pene de Agustín se hinchara hasta casi estallar. De sus labios pintados color carmesí se esbozó una felina sonrisa, que dio paso a la construcción de sus palabras...
- Y ahora que ves las agujas, ¿qué sientes? - interrogó Claudia, muy dueña de la situación, y sin perder un sólo palmo de su sonrisa. Agustín la miraba perplejo, sólo deseaba que ella lo soltara y así, poder arrojarse a sus pies y lamer sus zapatos hasta derramar en el suelo todo su
semen.
- Quiero adorarte, quiero arrodillarme a tus pies…
- Lo harás, pero antes recuerda que falta algunos castigos más. Como podrás ver, tienes clavadas ocho agujas en tu cuerpo. Metió su mano en el bolsillo del vestido, sacó de allí dos tubitos, cogió uno en una mano y el otro en la otra mano, los colocó delante de sus ojos.
- Estos tubitos son agujas esterilizadas –Abrió los dos tubitos e interrogó sarcástica:- ¿Adivinasdónde tengo pensado colocártelas? Agustín respiró fuerte, no podía, o se negaba a imaginar, el destino de las agujas. Se quedó en silencio mirando a Claudia, ella continuó.
- Puesto que no te atreves a decirlo, las colocaré directamente donde tenía pensado. Tomó entre sus dedos el pezón izquierdo, y con una precisión y velocidad inmejorables atravesó el pezón de Agustín, que gritó y gimió desesperado. Claudia se agachó y se metió el pene de Agustín en su boca, los gritos de dolor de él se fundieron en gemidos de placer. Lo mismo sucedió, como ella había prometido, con el pezón derecho. Luego de ver cómo Agustín se calmaba, le dijo:
- Apenas te vi en el bar supe que terminarías aquí conmigo. Le quitó las cuerdas que amarraban sus brazos y con el dedo recto señaló el suelo.
- Ponte de rodillas y y lámeme los zapatos. Agustín dejó caer su cuerpo perforado y lamió suavemente los zapatos de Claudia. A los pocos minutos le dio la orden de detenerse. Lo cogió del pelo, trajo una silla y se sentó frente a él, cruzó sus piernas con tremenda seducción y dijo: - Quítate tú solo todas las agujas, pero las de los pezones déjalas para el final. Agustín comenzó, temeroso, a quitar una a una las agujas. Cuando le tocó el turno a las de los pezones, hizo una pausa, miró a Claudia, cerró los ojos y quitó ambas agujas a la vez. Claudia sonrió y sintió cómo su entrepierna se humedecía. Le tiró la ropa y le dijo que se vistiera, ella lo esperaría arriba.Cuando Agustín subió, Claudia estaba con la puerta abierta de su casa, desde donde se podía ver un taxi parado justo en el portal. Le entregó un sobre y cerró la puerta a sus espaldas. Agustín abrió el sobre y vio dos billetes de diez euros y una moneda de 25 céntimos. Subió al taxi y le indicó la dirección de su casa. Cuando llegó hasta la puerta de su casa, el reloj del taxi marcaba 20 euros, con 25 céntimos.


                                                                         Sergi 
                                                                         Barcelona 2003 

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