lunes, 30 de abril de 2012
domingo, 29 de abril de 2012
jueves, 26 de abril de 2012
Pinup. Por Tomás Almodávar
Recuperamos "Futbolera" de las serie pinup, la cual no pudimos publicar en su momento por creerla extraviada. Y por supuesto aprovechamos para volver a publicar toda la serie que Tomás realizó para Fatale
lunes, 23 de abril de 2012
El pudor…que és?. Por Lelan de Lely
El abuelo se despertó filosófico y se puso a pensar en eso tan demodé, tan pasado a la historia, tan antiguo…que muchos de mis “nietos “ putativos.- por no decir todos- frisando ya los veinte años ni siquiera se deben haber preguntado nunca que es.
El pudor…qué es?
Difícil contestar a esa pregunta, así que, cavilando bajito, (como silbando) , me fui a un restaurante de Palermo de “los de antes”, un bodegón antiguo (el tema lo merecía) con manteles blancos y camareros negros (smoking negro, no piel) y me pedí una milanesa con puré especialidad de la casa: frita en mantequilla y una botella de “Misterio”, Malbec (finca flichman, soberbio, y al alcance de casi todos en el super).
Mientras masticaba, pensaba a la vez en que la milanesa tiene tradición y origen ítalo-austríaco, y el pudor…ah! el pudor es indiscutiblemente... inglés
Quien se haya deleitado con la literatura inglesa del siglo XIX y XX no podrá negarme esta afirmación, y sin exagerar creo que aún quedan restos de esa extremada y casi enfermiza conciencia del pudor (hablo de sexo y apariencias-por supuesto-el pudor referido sólo a eso) en la sociedad inglesa
Estaba yo pensando en Jean Austin, cuando se apareció al pie de mi mesa. Sí, no desvarío, tengo una amiga inglesa que vive en Buenos Aires y que se llama así, Jean Austin, y tiene tantos años como yo o quizás alguno más, pero conserva su cuerpo de juventud y sus mejillas sonrosadas, que sumadas a sus ojos celeste y su sombrerito beige la hacen- pasados largamente los 60- una mujer sumamente atractiva.
No sé de dónde salió, porque hacía muchos años que no la veía, pero por su manera de reconocerme y saludarme, fue como la concreción de una cita telepática, por los dos deseada y por los dos cumplida.
Juanita se devoró mi milanesa y se tomó la mitad de mi botella de vino, asi que repetimos, pero esta vez la milanga era a la napolitana. Y el vino Cabernet Sauvigñon más fuerte, más intenso, como nuestro diálogo interior a puro paladar y a pura piel.
Creo que alguna vez estuve enamorado de esta mujer y creo que ella de mi también, y después de comer, al ver su pelo alborotado y sus mejillas sanotas y rojas por efecto del vino y la conversación y admirar esos senos llenos de pequeñas pequitas que desbordaban el escote mientras subían y bajaban por el esfuerzo requerido y el agobio del calor otoñal (me refiero al tiempo, no a la edad) decidí que ese día no era el más apropiado para pensar en el pudor, porque el pudor…que es?... vergüenza?…falta de autoestima?…respeto?...control de los instintos?...flema inglesa?
Ma sí!...le “manotié” las tetas a mi chinita inglesa y sentí que mi pantalón se hinchaba en un exaltado y maravilloso estado de pasión otoñal ( esta vez si, hablo de la edad, ya que duró poco).
Les recomiendo el restó “El Trapiche” (Paraguay 5099), pidan la milanesa ídem y pasen del pudor, que a veces vale la pena ser valiente.
El abuelo
sábado, 21 de abril de 2012
miércoles, 18 de abril de 2012
Trémulos. Por Jimena Carballeda
Ella estaba transitando uno mas de sus rutinarios días.
Aburrida, desganada. Abrumada por obligaciones sin sentido.
Para distraerse un poco se puso a leer el twitter. Siempre buscando a alguien que nunca existió, pensando que un día aparecería esa persona interesante a quién contestarle, aunque hasta ese día, ese ser no existía.
Pero de la nada apareció. Apareció inundado en simpleza.
Hasta el día de hoy no obtiene respuesta cuando se pregunta como fue que pasó, pero cada segundo que pasa lo disfruta como si fuera el último.
Luego de 2 días de intercambio de mensajes decidieron hablarse por teléfono.
Cuando ella escuchó su voz comenzó a temblar. Nervios, taquicardia, manos transpiradas… y ni siquiera lo conocía.
Solamente lo había cruzado un par de veces en la vida hacía muchos años atrás, tuvieron lugares en común. Gente en común. Pero nunca más de eso. Ni siquiera una conversación.
Ahora lo tenía del otro lado del teléfono. Solamente se reía. El también. Los dos reían. Nerviosos. Casi adolescentes.
Ya no quedaba mucho por decir. La atracción era casi insostenible. Ella deseaba que El corra hacia su cama y la llenara de besos como le había prometido.
Pero era imposible. El era casado.
Acomodaron sus tiempo. El se iba de viaje al otro día. Pasaría por la casa de ella antes de ir al aeropuerto. Y ahí consumarían esos besos prometidos.
El día finalmente llegó y ella estaba temblando como una nena frente al peor de los fantasmas.
Sonó el timbre, era la primera vez que se verían las caras después de mas de 10 años. Abrió la puerta, lo miró a los ojos, comenzó a reírse y sin lugar a nada más El la apretó contra la pared y le dio el beso mas lindo que ella alguna vez recibió.
Se tiraron en el sillón y se miraron durante eternos minutos. Se besaron, se tocaron, se mimaron, casi sin intención sexual. Solo se reconocieron los cuerpos. Pero guardaron el final para su vuelta.
Ella lo llevó al aeropuerto y durante los próximos 4 días no hizo mas que estar en contacto con El. Tuvieron las charlas mas calientes q dos personas pudieran tener.
Los dos esperaban el momento de su regreso para poder concretar tanto deseo.
Un deseo alimentado por conversaciones muy calientes. Por palabras cargadas de erotismo. Fantaseando a través de los medios electrónicos. Concretando realidades en forma virtual. Tocándose mientras se miraban a través de las pantallas. Simulando tener sexo, teniéndolo pero en otra dimensión. Ella le contaba todo lo que le quería hacer, le describía minuciosamente como le lamería su pija. Como la envolvería con su lengua. Como lo haría temblar de placer. El por su parte escuchaba extasiado, la miraba embobado y casi sin darse cuenta los dos comenzaban a tocarse. Era imposible evitarlo. Así se pasaron todos los días que el estuvo afuera de la ciudad. Hasta que finalmente El se subió de nuevo al avión que lo traería de regreso.
El día llegó. Bajo del avión e inmediatamente le aviso a ella que estaba yendo para su casa.
Volvió a tocar a su puerta como la primera vez, volvió a besarla en ese pasillo, apretándola contra el, haciéndole sentir su pija erecta y dura. Corrieron hacia el cuarto, se tiraron en la cama y se quitaron la ropa.
Se besaron desesperadamente. Abrumados por una calentura incomprensible. Había tanto deseo en ese lugar que era imposible no notarlo.
El se subió arriba de ella, separó sus piernas y comenzó a tocarla. La tocó suavemente, la sintió totalmente mojada, empapada a decir verdad.
No aguantaba un segundo mas. Lo necesitaba adentro suyo, necesitaba sentir lo que hacía días estaba imaginando hasta en sus sueños.
Y luego de tocarla como si conociera cada uno de sus rincones prohibidos finalmente la penetró. Y se unieron en un grito de placer, mientras se besaban furiosamente, casi mordiéndose. No hubo tiempo de juegos previos. Ya los habían jugado a la distancia.
Ella se retorcía del éxtasis provocado por esa pija, se agarraba de su espalda , de su pelo. Gemía como nunca antes lo había hecho. Rogaba por no acabar, quería retener esos minutos de placer, quería que ese momento durara una eternidad. Pero le era casi imposible. Viéndolo a El arriba de ella, moviéndose con una sincronización casi exacta.
Lo miró a los ojos y suavemente le dijo al el oído… “no puedo mas, voy a acabar, no aguanto un minuto mas, necesito llenarme de vos”. Y en ese preciso instante, los dos juntos, sin necesidad de pestañar se fundieron en el orgasmo mas largo y placentero que alguien jamás pudiera imaginar.
Se abrazaron, se volvieron a mirar y se contemplaron infinitamente durante algunos minutos.
El se levantó, se cambió y volvió a su rutina mientras ella en ese momento supo que la palabra rutina no formaría parte de esa historia.
Definitivamente no, por lo menos para ella.
lunes, 16 de abril de 2012
jueves, 12 de abril de 2012
"Marido aunque pegue, aunque mate". Por Adrián Dubinsky
Nada había sido igual desde la muerte de Tiburcio. Si bien habían menguado los golpes y la tiranía, se extrañaba su presencia que guiaba el hogar a buen puerto. Es verdad que ella sentía un alivio extraño y del cual se sentía culpable. Los recuerdos afloraban con vertiginosidad en medio de la tarde calurosa, con la mayoría de los hijos en la escuela y los menores dando vuelta a su alrededor. Siete hijos le había dejado Tiburcio, y cuatro más a su otra mujer y dos o tres más con una mujer que no había conseguido mantener como tal.
Mientras se levantaba con el sueño intacto en su memoria, pensaba en todas las tareas del día y más extrañó a su marido. Tiraba maíz a las gallinas y recordaba la mañana en que él la mando por primera vez a la huerta y la siguió sonriendo, y en como ella imaginó que no le gustaba lo que tanto le gustaba, y supo que había sido marcada para siempre, ahora que lo quería, y no cuando se casó porque sí, porque así lo había pactado ese hombre cuando ella aún flotaba en el amnios de su madre -por supuesto que no llamó amnios en su remembrar al saco vitelino que la contenía- y ya la hacía esposa de Tiburcio. Por suerte había sido la primera mujer de Tiburcio, lo cual le concedía determinas atribuciones y libertades, y jamás sintió celos de la otra mujer, acaso sí los sintió la otra de ella, pobre, pero eso estaba dictado por la memoria de los hombres y era de esa manera.
Su marido había muerto joven. Tenía 55 años cuando lo sorprendió un dolor agudo en el pecho y estaba mirando el recodo que hacía -que hace, la vida sigue después de él- el río, y que se observaba desde la colina. Pobre Tiburcio. Ella lo entendía, y entendía las contradicciones en que había vivido los últimos años. Cuando se casaron ella tenía quince años menos que él, la doblaba a la perfección en edad y la aldea comenzaba a recibir el influjo de las nuevas maneras de pensar, su aldea había comenzado a experimentar la pequeñez del mundo y comenzaron a ser invadidos por todos lados y por todas las creencias. Venían los salesianos con su salvación y su condena; los petroleros con sus ansias de dinero, idénticas en intensidad que la de los colonos, y aunque con distinto fin, exacerbadas por el mismo tipo de fanatismo; habían llegado los turistas y su necesidad de originalidad, su deseo de virginidad; habían llegado las marcas y los celulares. Su marido había pasado en pocos años, de cazar con cerbatana a no conseguir presas por la falta de animales y a estar obligado a intercambiar proteínas por un dinero inhallable, a saberse atravesado por miles de ondas que le permitían hablar por teléfono a cualquier lugar del planeta; a su vez, ella supo de la monogamia y de los valores de igualdad occidentales. Ella lo veía cavilar en silencio durante horas, yéndose a la colina boscosa en donde encontraría, años después, la muerte. Hasta la muerte era distinta antes. Ahora su idea de la muerte y de la nostalgia estaba atravesada por valores modernos que la hacían sufrir más la ausencia de quien en otro tiempo se habría desplazado a otro espacio menos beligerante para el alma.
Tiburcio tenía su rutina diaria, y entre ellas se había vuelto indispensable, los últimos años, la ingesta de bebida por la noche. Cuando eso ocurría parecía que la tristeza rompía el dique que la contenía y arrasaba con todo en forma de furia bordó, estrangulada y presta a descargarse con lo primero que se le cruzase. De todas formas la destinataria principal de todas esas frustraciones parecía ser la mujer que llora en la huerta. Acaso por ser con quien yacía la mayoría de las noches y luego de la furia sexual, lejana de aquella que había vivido al aire libre gozando las estrellas; en los tiempos en que el decoro los llevaba a las tierras de Nunkui, donde se despreocupaban de los estertores, ella se había transformado en un preferida; en cambio, ahora, hacían el amor –como decían en las novelas- mudos en la jea, siempre con gente cerca, para luego sí, ya desinteresado de la cercanía de la prole, emprenderla a maltrato e insultos en medio del sonido de la noche. Se volvía furioso y se descargaba con ella hasta que salía haciendo caso omiso de los varios pares de ojitos que lo veían salir a la oscuridad, de la mujer que quedaba echa un guiñapo adentro y de él mismo, que al otro día sin pedir perdón se iba a mostrar compungido y laborioso, casi el de antaño.
Sin embargo a ella le pesaba la carencia de su aliento alcoholizado cerca. Hasta su furia echaba de menos, sin poder dejar de recordarlo, contradictoriamente, con una sonrisa que aquellas noches posteriores al temblor lo acunarían plácidamente. Le parecía que su vida se acababa de apagar al quedar segada la de él y no podía disfrutar de nada. Antes, preparar la chicha para su hombre le había parecido ser un fin en sí mismo, una forma de ser y existir; es decir, estar a los ojos del otro. Ahora sentía que efectuaba un gesto mecánico y que no distaba mucho de esas computadoras que sabía que usaba su hija menor en la escuela; el no ser vista por sus ojos la convertían en poco más que inexistente. Al menos ella pensaba al amor, se dijo muy cartesianamente la mujer, sin saber siquiera que lo estaba haciendo, pero sintiéndolo incluso más apasionadamente que el filósofo francés, nacido este, el propio, de un dolor, y el de aquél del más puro racionalismo.
Ella, Yajanua, la mujer de lejos, que así fue bautizada y démosle un nombre de una vez por todas, podía sentir el dolor inmenso que la atormentaba en cada uno y todos los intersticios de su conciencia. No existía tarea que la abstrajese de pensar que a esa hora ella, cosa que había ignorado hasta el momento, durante los últimos veinte años había estado pensado en el pronto regreso de su marido; al principio esperando con ansias la invitación a ver la huerta, y el último tiempo para la caricia temprana, la comida en silencio, el sexo atroz, el golpe puntual, la ida intempestiva, y acaso todo ello, pensaba ella, para justificar el sol de verlo al otro día servil y culposo, a sus pies y en silencio. En ese gesto de guerrero abatido encontraba ella una de las manifestaciones más puras del amor, uno de los momentos extáticos en que lo quería tanto como el día de antes, y tanto como en todas las cosechas anteriores de su vida, cuando el festejo culminaba entre árboles igual de fértiles que ella, incluso más que cuando alumbró su progenie; en aquellos momento de genuflexión ella lo comprendía más de lo que él mismo se comprendía, y sufría más por verlo fuera de este mundo que por lo que ello acarreaba, los golpes en sí.
El día transcurrió para Yajanua con el mismo tedio con que habían transcurrido las últimas semanas. Si algo se agregaba a ese estado cataléptico era el convencimiento íntimo en que ella estaba despareciendo y que no tenía mucho sentido nada. Desconocía psicológicamente el deseo de quitarse la vida, pero acariciaba, moderna, esa necesidad. De todas formas sabía que no lo haría, no estaba en su ser, si es que acaso le quedaba ser, y pensaba triste en la estricta sensación de saberse apagada, o mejor dicho con la llama en piloto, dispuesta a ser ahogada al primer soplido amazónico.
De cualquier manera Yajanua siguió existiendo a pesar de su inconsciencia de ello. Siguió cultivando yuca, haciendo chicha, sonriendo desdentada a los nietos que nada sabían de su mundo interior y que apenas estaban descubriendo el propio; muy distinto del que se conformó en ella y Tiburcio, hacía tantos años. Vivió muchos años más, demasiados para el gusto de la protagonista, y siempre pensando en él; ni una sola hora completa de su vida dejó de desarmarse por dentro llorando a su marido muerto; marido, aunque pegue, aunque mate.
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