Presuroso, levantó su sotana. Hacía diez minutos al menos
estaba yo parada, atada manos arriba, impertérrita, mirando cómo, inexpresivo,
me observaba.
La suya, una triste habitación, pequeña, con apenas una cama
pequeña, una mesa de luz, algún mueble más y una descomunal cruz de poco menos
de dos metros contra una pared desnuda. Ahí me amarró este sacerdote ortodoxo
ni bien terminó su misa bautismal a la que había yo acudido.
Me dejó en mis bragas y me untó en aceite, con mucho
cuidado, con manos firmes; tomó mis brazos, anudó con sogas mis muñecas en esa
cruz y se sentó a examinarme por esos eternos diez minutos. Debajo de la
sotana, los pantalones y desde ahí a la verga inflamada, violeta, tan grande,
como nunca había visto, Nunca. Creí que diría algo: abrió la boca pero no
emitió sonido alguno. Sotana levantada, pene al palo, se acercó y mientras se
restregaba en mi pelvis acompañando suave vaivén, tomaba fuerte mis muñecas y
respiraba en mi boca. Mientras, fisgaba yo ese cuarto suyo ubicado detrás de la
misma iglesia ortodoxa: austero, feo, apenas unos pocos libros en un estante,
una luz baja iluminaba estratégicamente mis pies; dejó de friccionar sus
genitales contra los míos (estaba yo empapada a estas alturas, con mi sexo
latiendo deseando esa pija sacudiéndose dentro de mí) y empezó a lamer los
dedos de mis pies. Me rendí y finalmente gemí, grité, ordené.
De ahí en más no me tocó. Seguí maniatada, exquisitamente
dolorida, un largo rato más. Él lloraba sentado en el suelo. No me conmoví,
sólo quería esa pija. Y no la tuve.
Las pajas más violentas me ha arrancado este recuerdo.
Charlotte Sometimes