Gregorio Sacher se introduce en el mundo del Sadomasoquismo sin bordear la parafernalia y manteniéndose en pie para no caer en la apología,
según sus propias palabras. Dice también, que para garantizar este equilibrio, lo
mejor es introducirse en el corazón de esta alternativa erótica sin intentar definir parafilias y hurgar en pasados supuestamente tempestuosos. Lo mas
sensato para transmitir el pulso interno de esta disciplina- afirma- es esquivar
los motivos que atraen a los aficionados, pues se corre el riesgo de dejar
afuera la descripción de un excitante juego de roles. Según su crónica, es indudable
que su profundización supera las fronteras de una mera descripción.
"Doy una pequeña fiesta y me encantaría
que vengas”, leo en el sms de Cárol. Esta frase lacónica sólo puede significar
una cosa, pensé:
Una orgía sadomasoquista en el
horizonte.
Llego hasta el local de siempre, un restaurante
ubicado en la zona del Barrio Gótico de Barcelona, propiedad de Cárol. La
correspondiente llamada perdida a su móvil, y esperar, como siempre. Para
entrar al local, cerrado al público, hay que franquear la entrada principal del
edificio. En el vestíbulo, a un paso, otra puerta que veo abrirse ilusionado.
Allí está ella, sus curvas cubiertas por un mono de látex. La veo estilizada
sobre los pedestales de botas de caña alta y fino tacón. Su cabello rubio,
peinado hacia atrás, resalta sus pómulos. Sus ojos azules, enmarcados en unas
felinas rasgaduras, lucen cruzados por unas líneas de madurez que la hacen
tremendamente atractiva
Sigo su estela por el salón principal del
restaurante, esquivando mesas de madera y rodeado todo el tiempo de una
decoración renacentista, hasta el ya conocido y húmedo sótano, el lugar donde
ciertas noches, no aptas para todos, Cárol hace gala de sus grandes dotes para
el sadismo en un entorno de vodevil.
Mientras la pierdo de vista, saludo a los
invitados, Gonzalo y Malena, un matrimonio amigo. También están Mónica y su
esclavo, arrodillado a su lado y unido a ella por una correa de perro que le
cuelga del cuello. Completa el grupo Luz, una chica morena muy joven a la que
no conozco de nada
Desde las sombras de velas que
danzaban sobre candelabros dorados, reapareció Carol. Por detrás, arrodillado ante ella, aparece Saúl, contextura atlética, varios años menor que ella, moreno, rasgos indianos,
con apenas un tanga como ornamenta. Y con su aparición, el el complemento de una dialéctica erótica única.
“Quiero que hagas exactamente lo que yo te ordene,
¿entendido, esclavo?”, le increpa Cárol, autoritaria. “Sí, mi ama”, responde el
hombre. Su postura erguida parece provenir de un
sentimiento de rebeldía que se acrecienta por una mirada que destella relámpagos de provocación. Cárol incrusta uno de sus finos tacones en el muslo
de Saúl y le obliga a renunciar a aquella mueca de orgullo, hasta dejarle
ovillado en el suelo. “Así me gusta, quiero que estés a mis pies”. El hombre vuelve a responder con la única frase que, al parecer, está autorizado a decir: “Sí, mi ama”, y esta vez su tono es más sumiso y un tanto difuso por la cercanía de su boca al
mosaico. Cárol presiona con su bota la nuca del esclavo
hasta estrellar la cara de la víctima en el suelo. La respiración de Saúl se
agita. No hay duda de que vibra de anhelo postrado bajo la bota autoritaria de
Cárol y aplastado por el peso de su propio deseo. “Así me gusta, esclavo, que me
demuestres devoción. Ahora vas a lamer mis botas”. La lengua de Saúl barniza de
saliva esclava el calzado de su dueña. Los que presenciamos la escena (que
podríamos definir como una especie de coartada perfecta para el exhibicionismo
de ambos, una pareja a la que une apenas este tipo de encuentros), ese espejo
real de nuestras fantasías, acompañamos el sentimiento de ama y esclavo,
seguros de su placer. Nos lo dice nuestro instinto erótico, el mismo que nos ha
conducido hasta este sótano en el que ahora nos reencontramos con lo más
primitivo.
Un juego pactado
Todo se detiene. La mujer se mantiene
en aparente letargo. No mueve ni uno solo de sus dedos. Deja pasar el tiempo.
La tensión es asfixiante. El esclavo se impacienta, pero ella permanece
impasible. No va a castigarlo esta vez. El “no castigo” se ha convertido en el
verdadero castigo. Todos estamos sorprendidos. Todos, menos ella. Cárol es
absolutamente consiente de haber dado vuelta a la manipulación del hombre, de
haberse acorazado ante su provocación. “¿Quieres que siga azotando tu culo,
verdad, esclavo?”. El hombre suplica. Su malestar crece. El tiempo parece
discurrir al lento ritmo de su desesperación. En medio de los ruegos del
esclavo, ella da su consigna. Y es la prueba del nivel de sofisticación que puede
alcanzar el juego cuando dolor y deseo conviven tan íntimamente, cuando la
descarga de una fusta sobre un cuerpo entregado se parece más a una caricia que
a una agresión, a un premio que a una ofensa. “Bien –continúa ella–, si en el
resto de la noche me sirves como es debido, te daré tu premio, ahora levántate,
ya no te quiero más a mis pies”. Y deja la sesión vista para sentencia. Bajo
esa directriz de final de juego momentáneo, incierto, de pronto creo ver la
esencia del verdadero sentimiento
sadomasoquista: Saúl, desde el inicio,
pensó que conducía la situación y que tenía ganada su batalla de placer, pues
lo que estaba ocurriendo en esa sala le satisfacía. Disfrutaba de su condición
hasta que se produjo el giro: no hay castigo mas humillante para él que
privarle del gusto de ser ultrajado. Se trata del castigo y de la humillación
definitiva. Es ésta, no otra, la verdad alrededor de la cual gira esta relación
erótica. El resto es una suma de parafernalias, gustos y tendencias, donde se
puede incluir o no el sexo. Para algunos, el sadomasoquismo forma parte de los
juegos previos a la copulación. Para otros, es una compleja interacción mental
que no acaba...
Continuará.