jueves, 23 de junio de 2011

El logo de Fatale 1 de 4

De como fue el camino del logo hasta llegar al que hoy nos identifica, consiste esta nueva entrega.
Atrás quedaron, entre las imágenes que se alistan a continuación de este párrafo, justificaciones advenidas de ese sentimiento etéreo y sin explicación racional que una preferencia tiene sobre otra. 
Serán cuatro entregas consecutivas, en las que se aprecia, por momentos, el estado de animo que nos fue gobernando hasta llegar lo definitivo. 
Aprovecho la publicación de aquellos borradores, donde se ensayó el logo de Fatale, para agradecer a Nacho Herrero y Dani Capdevila, ideologos fundamentales de todo el proceso de creación de Fatale en todas sus expresiones. Pero especialmente, en este caso concreto, agradezco a Marco Peri, quien batalló varias semanas delante del Macintosh, con la vista fija en la palabra Fatale cuando solo era eso, una palabra, rodeado de esa soledad que solo los diseñadores comparten y al cual, casi siempre, lo sorprendía el amanecer

Andrés Casabona  










        






domingo, 19 de junio de 2011

El poder piloso

 Últimamente en los sitios porno de internet abundan las chicas con coños depilados. La mayoría ofrece esa pobre vagina desprotegida, rosada en su desabrigo y siempre proclive a pescarse una cistitis ardorosa. Las veo felices en su condición de conchas calvas, aunque trato de imaginar lo que sufrirán cuando se enfundan en los jeans de talles modernos, amordazadas y rozadas millares de veces en un deambular errante, al pairo por Park Avenue. Acecha la vulvo-vaginitis con irritación peri-conchal.
 Por otro lado, a mí, en lo personal (y si no fuera personal, quién sino llenaría estos pretéritos huecos) no me atraen para nada los clítoris sin bufanda. Tampoco me inclino por una enredadera amazónica; pero sí un término medio. Lo suficiente para tornarla sexual a mi parecer, adulta. Calculo yo que esa fijación y correlatividad entre la excitación y la necesidad de que tenga vello púbico un genital femenino, se retrotrae a una fijación infantil. Ahora mismo recuerdo perfectamente las imágenes que se apoderan de mí y succionan a una parte mía  que linda con los huecos nostálgicos y los aromas reencontrados. Con un recurrir al pasado como medio para transformar en eso mismo, pasado, a cada instante del presente. El olor del pasto recién cortado…
 El olor del pasto recién cortado me encanta, y también pensaba que me encantaba, en aquella mañana de principio de los setenta, en que yo iba contento aunque con vergüenza (sentimiento este último, que agriaba mi carácter y me tornaba propenso a la melancolía), a las piletas que estaban sobre la Av. Garay. A la vuelta de mi casa. Estaba contento por motivos obvios: Amaba el agua, era verano (algo que aún amo), e iba con mis viejos y mi hermana aún bebita (¿o no existía?…sí, sí existía) y encima había olor a pasto recién cortado, flotaba la clorofila en el aire. Estaba radiante. Y estaba con vergüenza y triste. Triste porque era triste; sonrojado porque después no me darían bolilla mis padres y quedaría solo, a merced de los intentos de comunicación de los mayores; porque vendrían tíos y tías que ya de por sí eran avergonzantes en sus estruendosos cuchicheos; amigos de mi viejo con sus esposas que también abochornaban, algunas por hermosas. Lo peor de todo era que algunos de toda esa malandrada que se avecinaba, y que conformaba una turba gigantesca de amigos de mi viejo, tenía hijos, y encima más grandes.
  Ya de niño me caracterizaba por añorar el segundo que había muerto, y solo sería memoria si alguien se dignaba atesorar un brochazo de esa pintura, de la cual partiría todo ese imaginario que las personas construyen en torno a esa fantasía, y que mencionan como recuerdos. Tal vez a causa de aquellos primeros filosofares y de mi precoz espíritu de saudade, devine en memorioso; y acaso también insista en plasmarlo en byts, para no perder del todo las sensaciones pretéritas. Ya en aquel instante estaba triste sabiendo que a la tarde se acabaría el día.
 A los pocos minutos me olvidé que era nostálgico, y chapuceaba con mi viejo en el agua, o él chapuceaba conmigo, como chapuceaba con todos los niños. Recuerdo el llamado a comer, la carne que no me gustaba y el alivio cuando mi viejo cortaba un pedazo de pechuga con limón, lo ponía entre dos panes, y me lo daba como si nada. Después de la comida, los sacrosantos minutos para hacer la digestión, vividos cada uno de ellos segundo a segundo, mirando el transcurrir de una agujita diminuta e imaginaria, que iba arrasando al tiempo en mi frente clarita y permeable al sol.
 El primer chapuzón de la tarde debe ser el más esperado por todos los niños del universo que observaron el precepto digestivo. Yo me encontraba entre ellos y disfruté con el contacto del agua fresca en mi piel hirviente, y gocé con el agua en la nariz y el olor clorado del líquido, el hermoso azul de la pileta, y la casi soledad de niño entre niños.
 Mientras yo disfrutaba con algún que otro hijo de algún amigo de mi papá, los grandes, que era como se denominaba a esos bárbaros que comían y bebían y vociferaban, trasegaban vino como si fuera agua.
 A las horas de haber estado jugando, vi a mis viejos discutir. Mi papá estaba borracho y se quería tirar a la pileta. Mi mamá intentaba que no lo hiciera, y lloraba pidiendo a los demás hombres que la ayudaran a contener a mi viejo, que con sus noventa kilos, avanzaba como un búfalo arrastrando a un búfago. Los demás hombres se reían y le decían que lo dejara. Es el día de hoy que no sé si mi vieja exageraba o no en su temor. El hecho es que mi viejo fue hacia la pileta y se tiró. Durante unos segundos se me paró el corazón. No podía tardar tanto en emerger. Los segundos que no pasaban nunca para hacer la digestión, ahora se esfumaban del universo con la velocidad de un rayo. Comenzó a nublarse y yo ya estaba por llorar cuando mi viejo asomó. Lo vi respirar hondo y dar unas brazadas hacia el borde de la pileta. Salió chorreando agua y sonriendo. Mi vieja ni lo miraba.
 Cuando serían las siete chorreó plomo sobre el cielo, se encapotó, y el olor a pasto recién cortado se transformó en olor a tierra mojada. Levantó un viento cálido que comenzó a volar los diarios y las lonas con que los grandes se tiraban a tomar sol. No me gustaba ni me gusta tomar sol. Me gustaba el sol y la pileta, pero también me gustaba el color que tenía en ese momento el cielo: plúmbeo y pesado, opresivo.
 Mientras yo miraba el tronar comenzaron a golpear el pasto unos gotones ruidosos, que debían doler cuando daban de lleno en la mollera de mi hermana. El diluvio arreció en segundos y el caos en las disparadas hacia los vestuarios fue total. Mi vieja agarró a mi hermana y a mí y nos llevó corriendo hacia el vestuario de mujeres.
El olor a jabón  y a perfume, mezclado con algo de orín y un olor a algo que en ese momento no podía discernir, y que hoy lo sé a mujer transpirada, horadaba las fosas nasales como mucílago hirviente. Con el tiempo esos olores me fueron ganando el gusto. Todos los demás varones se habían ido al vestuario de hombres. No entendía bien que hacía ahí, pero se ve que era bastante más chiquito de lo que creía, hecho que vino a confirmar que las mujeres risueñas, y entre charlas que no llegaba a entender del todo, comenzaran a cambiarse como si yo no existiese. Al principio traté de disimular, pero después pensé que si a ellas no les importaba a mi menos, y comencé a mirar descaradamente, o al menos eso fue lo que intenté hacer, y que pocos segundos mediaron entre la caradurez y el pasmo que se me instaló en la quijada cuando vi que las mujeres también tenían pelos. Yo me había bañado con mi padre, y sabía que a los hombres, cuando son grandes, les crece la barba, el pelo del pecho, y también el pelo del “pitito”, según contaba mi papá; lo que no me habían aclarado era que las mujeres también tenían pendejos. Yo daba por sentado que era un fenómeno masculino, ya que mi madre carecía de barba pinchuda, ni tampoco manchaba su pecho blanco una maraña marrón.
 Pasada la estupefacción llegó el calor, en las mejillas por vergüenza y en el resto del cuerpo por calentura. Me hervían los pequeños huevitos, y no puedo, aunque desespero intentándolo, recordar si tuve o no una erección.
 Salí de aquel vestuario ruborizado y mudo. Mi viejo nos esperaba bajó un techito de la entrada a la pileta; sonreía y esperaba mientras yo iba a fijando imágenes sobre imágenes y mientras elegía perderme el recuerdo de la vuelta, del regreso, con tal de fotografiar cada uno de aquellos vellos con la memoria. Lo que si recuerdo y seguiré recordando es aquel olor a mujer, aquel recuerdo de mujeres pilosas y la fijación de un objeto de deseo; mi primer objeto de deseo. 


Adrian Dubinsky, el Ruso

miércoles, 15 de junio de 2011

Viviana y Paola



El título lleva el nombre de las dos mujeres treintis. Turistas llegadas de Almagro, Capital Federal, el día en que están cerrando todos su temporada. Hay balnearios desmontados y los horarios de verano ya no corren. Este es un Villa Gesell autóctono. Donde se sabe lo que pasa con todas las mujeres trentis. Pero lo que suceda con Viviana y Paola poco va a importar en el transcurso del invierno turístico.
Las vi a ellas meterse al mar esta mañana y me vi a mi, siguiéndolas mientras hablaba por celular. Atraído hipnóticamente por lo que no era la bikini de su traje de baño negro, muy generoso a la vista de un distraído como yo. Cual bañero atento, las escolté durante cien metros. Ellas en el agua, yo en la orilla. Ya sé que Viviana está buenísima también aunque Paula me haya absorbido la mirada.
Ya había arrugado en encararlas dos veces más temprano. Las dos con un excelente chamuyo. Increscendo sostenido, redoble de apuesta. Ok. Hasta ahora vengo arrugando. Pero ya sé sus nombres, barrios, gusto por los animales. Entrada la tarde de sol peronista, me acerqué mientras mantenían una conversación con una señora de cincuentilargos. Yo elongaba y escuchaba. Sus nombres, su cariño por un perro solitario, el marido de una de las dos. Información para armar otro encare. Cuando ellas se alejaron quedó la señora y algo me dijo con su mirada. No sé qué. Por la noche no las volvía a ver, recién al otro día de playa. Esta vez me acerqué a las chicas con un porro de flores en la mano. Fuego no podía pedirles porque me habían visto fumar. Recurrí a una estrategia del Polonio. Porro por mate. El poder de mis flores recién cosechadas sería mi carta de presentación. Contundente. “Hola. Cómo va? Les cambio unas secas de flores por unos mates…qué dicen?” Respondieron metiendo en la misma frase: sanitas, sol, lagartos, tranquilas, te avisamos, gracias. Al rato partieron sin mirar atrás. Chau. Al día siguiente, las veo acostadas en los tamarindos, luego parece y caminar hacia mí sin mirarme. Yo avanzo para acortar caminos. Ellas miran hacia donde están sus lonas y bolsos. Yo ya estoy cerca. Pienso que reclamar el mate es una propuesta mala onda, y cuando estoy a distancia audible digo: “Ayer me quedé sin mate.” Gané dos sonrisas. Ahora me estaban por hablar. Esta vez se refirieron a un viejo que andaba por los tamarindos escondido y las miraba haciéndose una pajota. “Uno de remera rayada?” “Sí, ese” “La próxima llamo al nueve once”. Quiero defenderlo al viejo. Podría decir que yo también me toqué pensando en ellas, bueno, más que nada en Paola. No es buena idea porque tendría exponer una larga teoría para caer simpático y no desubicado. Levantan sus cosas y se van. Al disimular mi decepción con una mirada distraída encontré que la señora de bikini estuvo siguiendo toda la situación. Es tetona. Ancha por la edad. Rubia. Muy probablemente haya lucido una bella figura juvenil en su época de gloria. Ahora es testigo de mis intentos. Ve familiares a esos rechazos. Transporta mis movimientos a otra época y sonríe. Justo en ese momento cruzamos miradas. Ella sonriendo, yo curioso. En ese momento entendí la mirada del día anterior. Era un: vení acá. Reaccioné como si lo que acababa de entender fuera lo que estaba repitiéndose en ese instante. Ahora la señora me ocupa todo el plano de visión. Estoy en el terreno de la palabra. “Hola, usted fue como ellas?” “Soy. Te quedó de ese cigarrito?” “Claro” “Sentate”. “¿Qué pasa, no les interesa el intercambio con el hombre? Después de tanta charla interrumpida entre ambas”. “Todas queremos coger siempre. A veces los sistemas para ocultar esos deseos son más fuertes, pero no pueden serlo por mucho tiempo. Encarar a dos mujeres a la vez es doblemente difícil. Prefieren no competir a salir perdiendo en la competencia. Una mujer sola es otro tema.” “Vos decís que no tengo chances?” “No. Solo, no.” “¿Y con ayuda?” “Más chances, obviamente, casi infalible.” “Te copás?”. Me mira. “Y vos, te copás?”. La miro, me mira. Tiene el porro apagado en la mano con la que me habla. “Sí. Lo que quieras”. “Si te ayudo a cogerte una, vos después me cogés a mí”. “Trato hecho.” “¿Querés que te vaya pagando?” “Más tarde, sí.” Me vuelvo al departamento frente al mar. Las busco con la mirada. Nada. Hasta que veo pasar a la señora y le hago señas de que suba. Le abro. Mira mi desorden con una sonrisa. Pregunta por el baño. Pasa. Escucho la ducha. No sé si entrar o si me va a llamar. Espero. Pongo música desde la computadora. Abro la puerta del baño y la veo afuera de la ducha que permanece prendida. Ahora ella me hace señas para que también me bañe. Entro con bermuda y todo. Ella sale. Yo termino. Se acostó desnuda y tapada, levantó la persiana para apagar la luz. Me espera. Me tapo con ella. Baja su mano hasta rozarme la verga. Se entretiene con mis huevos mientras la va endureciendo y creciendo mi pija. Baja una mano húmeda para tocarme la cabeza desnuda. Suaves arrugas me acarician. Su piel es suave. Cuidada con cremas desde siempre. Me empieza a pajear. Me acuesta boca arriba. Me destapa, se destapa y me la empieza a chupar. No sé si tocarla o seguir falseando sin actuar. La dejo que haga. Está buenísimo como la chupa. Veo una cabeza rubia subiendo y abajando por mi chota. Pienso en Paola y enseguida vuelvo a la situación. No sé si quiere que acabe, o se está por exceder de bueno y le voy a llenar la boca. Pienso que es temprano y prefiero acabarle todo en la boca. Ella se da cuenta de mi plan y acelera la chupada. Me agarra las bolas con la otra mano e intenta deslizar un dedo hacia mi upite. Se lo permito. Sabrá lo que está haciendo y por hacer. Me está calentando mal. Se va a tragar toda mi leche. Por primera vez, le agarro la cabeza, la toco, la mantengo a una distancia prudente. No quiero que se aleje demasiado. Me va a hacer explotar. Ya. Uf! Toda adentro. La fue tragando de entrada. Ahora succiona como para sacar hasta la última gota. Hermosa. “Bueno, lindo. Me cobro sólo el cincuenta por ciento por adelantado. El resto después del éxito con la piba. Se paró, vistió y se fue.


Gustavo Guaglianone - GSTV

domingo, 12 de junio de 2011

God Save The Queen. Segunda parte

Grito

Mas grito

Resignación 


Fotógrafo: Adrián Geralnik
Modelo: Lika
Estilismo: Victoriano Simon
Esculturas de chocolate: Andreas Minch

sábado, 11 de junio de 2011

God Save The Queen. Primera parte

La caída del rey
Poder
Decadencia

Próxima entrega la segunda parte que completa la historia de este sexteto narrativo visual con: 
Grito
Más Grito
Resignación 


Fotógrafo: Adrián Geralnik

Modelo: Lika
Estilismo: Victoriano Simon
Esculturas de chocolate: Andreas Minch

miércoles, 8 de junio de 2011

Dos de dos


Eligió a Polina no solo por ser la que mas le atraía. Polina tenía algo más allá de su belleza eslava, difícil de describir, que la hacia más atractiva. Y seguro que la hubiese elegido entre muchas más. Los martes a las 11 de la mañana era el día de visita fijo de la semana según sus horarios laborales. Y, si entre seis días restantes le urgía la necesidad de verla, sabía que los jueves a las 5 de la tarde también la podía encontrar. Como todos los martes, el mismo ritual: cinco minutos antes de entrar a verla, carajillo de ron en el café de la esquina.
Tras cruzar la puerta del compartimiento hexagonal, justo unos segundos antes de las 11, Enric depositó dos monedas de dos y el telón de vidrio descendió. En apenas segundos salió a escena Polina. Cada día la encontraba más hermosa. Las uñas de sus pies esculpidas en nácar, igual que las de sus manos y el mismo tono nácar de su piel. Su cabello dorado y liso que caía por la mitad de su cuello. Sus ojos azul profundo. Aunque, según el criterio de Enric, ese conjunto de PVC negro que estrenaba, más los zapatos de tacón acharolados con plataforma transparente, no le favorecían: era como si quisiera mostrarse más agresiva, más dominante, pero solo lograban darle una sutil ordinariez que su bello cuerpo no merecía.
La cama redonda giraba y Polina se desnudaba lentamente. Jugaba picara con su consolador entre las piernas... Polina sabía actuar. Sabía qué hacer para que aquel que la mirara se sintiera protagonista de su vodevil erótico. 
Hasta hoy, desde que la había elegido luego de ver  actuar a todo el staff de la cartelera, le había alcanzado con dos monedas para disfrutarla, pero hoy... hoy era un día especial. Duplicó el tiempo con sendas monedas más ante la necesidad de no separarse de ella y, para festejar y hacer aun más perfecta esa relación, tomó una decisión que lo hizo salir urgido unos segundos antes de agotarse el tiempo.
El jueves a las cinco de la tarde estaba en su cabina a la espera de Polina. Al verla salir se emocionó. El conjunto de encaje blanco que le había comprado y dejado en la recepción, junto a una tarjeta con un mensaje escueto que decía: “De tu admirador secreto, que desea verte así” lucia en su cuerpo. Con un cargamento de monedas de dos en su bolsillo vio como Polina hacia el amor con él tras el cristal.
Pero, como si un rayo devastador cayera en medio de un ensueño, como si de una broma macabra se tratase, Enric, reconoció, como un cristal descendía justo enfrente de su compartimiento, y como, con total nitidez, el busto de un hombre se instalaba lascivo con la mirada fija en el escenario. Se sintió defraudado, invadido. Una ráfaga de odio se antepuso a los encantos de Polina. No porque otra persona disfrutara de ella, sino porque ella, Polina, su relación secreta, lo estuvo observando todo este tiempo. La decepción galopaba en su pecho como un toro furioso. Él no quería llamar su atención. Solo quería disfrutar de ella en esa situación. Enric huyo de la sala como solo se huye tras descubrir una traición de amor.

 
Polina termino su actuación como cuando se bebe un trago amargo y obligado. No podía entender por qué él había huido justo ahora, justo cuando un primer contacto más directo nacía entre ellos. ¡Pero si ella le estaba demostrando que recibía su regalo con todo cariño y agradecimiento! ¿Por qué se fue? ¿Y por qué esa expresión de desilusión que destrozó su hermosa mirada?
Todo artista actúa para un publico y, dentro de ese publico, los hay preferidos. Pero ese extraño de mirada dulce, cargada de pasión, que la visitaba más o menos hacía dos meses y del que se sentía atraída, era mucho más que un preferido. Necesitaba saber que él la miraba, la deseaba. Incluso fueron varias las oportunidades que, en medio de su premeditada excitación teatral, un rapto de realismo la había hecho llegar a un orgasmo sincero y sin guión, provocada por esa mirada que la devoraba. Enfrascada en ese intercambio de miradas y monedas que caían pesadas, a cambio de un gesto sexual de ella, la visita de éste extraño era un aire fresco que cruzaba por medio de deseos contaminados de represión.         
Con la excusa de un mal cuerpo, ese día Polina decidió abandonar sus actuaciones. Desconcertada, apuro su paso hasta su casa como una adolescente despechada.
   

Hacia dos años, después de una separación traumática con su última mujer, Enric decidió no volver a tener pareja. Los primeros meses de soledad obligada, sus contactos sexuales se habían limitado a furtivos encuentros con prostitutas. Pero con el discurrir del tiempo, ni siquiera podía tener contacto físico con mujer alguna. Una fugaz fragancia femenina, el roce de una piel, o simplemente el olor de un determinado maquillaje que le recordara a su ex mujer, retraía su cuerpo a la desazón. Pensó que con el tiempo esa sensación cicatrizaría, hasta que una prostituta, mientras se desvestía en la habitación de una pensión y él la reclamaba en la cama, hizo un comentario, junto a un gesto de su boca, que parecía arrancado literal del cuerpo de su ex mujer. Ya no, ni siquiera con prostitutas. Así comenzaron los viajes a esa relación a la distancia, simétrica y encapsulada, sin roces, sin planteos y, sobre todo, con la libertad de poder huir si algo amenazaba su tranquilidad. Lo que menos imagina Enric, además de haberse creído siempre ajeno a la mirada de Polina y así, totalmente ignorante a sus pequeños actos de seducción, era que ella sentía por él lo que se siente cuando alguien ahueca el corazón, algo que casi siempre termina siendo amor.


Una mañana de lunes, su día libre, Polina decidió resolver unos trámites personales. Entre los transeúntes que iban y venían ensimismados por sus obligaciones, reconoció a su ex admirador. Aunque habían pasado varios meses de aquella huida que había terminado con la principal motivación “artística” de ella,  no tuvo ninguna duda que era él. Lo siguió. Lo primero que pensó, ante el impulso de encararlo y preguntarle porque había huido, fue, que quizás, mejor era investigar un poco quien era él. Si tenía novia, mujer, hijos... Aunque lo que más le interesaba a Polina era saber por qué había huido y por qué había roto esa relación que parecía alegrar a ambos, o al menos que daba esa pequeña tregua de felicidad. Vio como su admirador ingresaba a una sucursal de banco. Desde fuera pudo reconocer enseguida que trabaja allí. Vio como invitaba a su despacho de director, con corrección laboral, a un señor. Tras el cierre de la puerta, también vio su nombre grabado de una placa de acrílico que colgaba de la puerta: Enric Millas.
  

Lo que parecía un regalo por su envoltorio estridente, y junto a este su nombre manuscrito, resaltaba por entre los papeles sueltos del escritorio de Enric. Lo abrió. Una corbata de seda azul, un sobre pequeñito, dos monedas de dos como único mensaje.


Martes, 11 de la mañana. Las mismas dos monedas. El cristal descendió. Polina lo miraba con una sonrisa, y en su cuerpo como no, el conjunto de encaje blanco que le había regalo Enric. Polina le hizo un gesto que imitaba el gesto de ajustarse la corbata, la corbata azul de seda que ella le había comparado y que Enric lucía. Colocó su brazo en alto y se dejó llevar por el escenario que giraba. En esa vuelta completa con su brazo en alto del artista que saluda, le enseñaba a Enric que todas las otras cabinas estaban con sus cristales descendidos, pero sin nadie adentro. Aunque Polina había interpretado erróneamente la desazón de Enric, Enric sentía en ello toda una declaración de amor.
  

Andrés Casabona

domingo, 5 de junio de 2011

Talle 38

                                     
 Dedicado a Luis García Berlanga   


Desparramados aquí y allá, decenas de cuerpos recostados y desnudos se cocían bajo el sol inclemente del verano. Desde el paseo de cemento, y antes de descender los dos o tres escalones que dividían la superficie de baldosas con la arena, la visión general era como una especie de taracea ígnea formada por pechos femeninos, culos, pectorales de gimnasio, pubis velludos, montes de Venus depilados y penes que retozaban para un costado y para el otro.
A diferencia de las playas textiles, donde el griterío humano se amasa entre sí, y formaba un pandemónium infernal, las nudistas parecían más silenciosas, como si tanta expresión de libertad encontrara pudor en las palabras. Desde la explanada, Nicolás buscó un hueco en el que poder tumbarse y dejar que el sol y el aire también cubrieran todo su cuerpo. Después de afincarse en un espacio muy cerca del mar, estiró la toalla, se sentó encima y, sentado, se desnudó completamente. Sintió la brisa marina en todo su cuerpo y  reconoció que la sensación de estar desnudo al aire libre era bastante reconfortante, (aunque tampoco era para sentir, como suelen afirmar algunos nudistas, una libertad casi opiácea). Dio la espalda al sol, y su nuca al mar, con lo que podía mirar (espiar) un gran numero de cuerpos desnudos. Detrás de sus gafas oscuras y de un libro (elementos que formaban esa cerradura invisible de su vouyerismo al aire libre) miraba para un lado y para el otro. La actitud de casi todos era la misma, movimientos pausados que se limitaban a lo mínimo, quitarse el sudor de la frente, darse vuelta, incorporase apenas para volver a recostarse, untarse protección solar, espiar. Como si todos siguieran el compás de una melodía que, aunque muda, todos escuchaban. Nadie estaba de pie. Por momentos, daba la impresión que todos estaban recostados como prisioneros en un campo de concentración. A Nicolás le llamo la atención este pequeño rapto de pudor colectivo que se apreciaba como se apreciaba en ráfagas el aroma del verano. Al menos, en esta playa de ciudad, no daba la impresión de ser tan natural el desnudo en masa. 
No había avanzado de los dos o tres renglones de su lectura, cuando, a escasos metros, más atrás de la línea en la que se encontraba él, una mujer se incorporaba sobre todos los cuerpos esparcidos, con movimientos que parecían dirigidos por uno de esos fotógrafos publicitarios que le hablan y le piden a la modelo una actitud más sensual, mientras éste  capta con su cámara los momentos mas exquisitos de la sesión, aunque, a diferencia del “acting” de anuncio de champú de rizos perfectos, la fémina en cuestión desbordaba una sensualidad innata. Lo que le proporcionaba una belleza más natural, más real. Era evidente que si había tomado la decisión de levantarse, su intención era la de refrescar su cuerpo en el mar, así por lo menos lo deseaba Nicolás y seguro que todo hombre heterosexual que la hubiese divisado. En su andar de pasos lacónicos y apurados en puntitas de pie, por el calor abrasador de la arena seca, se recortaron sobre el aire salitrado sus pechos perfectos, naturales, y de aspecto molicie al tacto, su cabello, negro y rizado, que apenas le rozaba los hombros;  su piel cetrina, resplandeciente de sol  y lacerada en crema y su bello púbico que consistía en una línea delgada, apenas visible. Una vez cruzado el ecuador de su visión, Nicolás giró su cuello para ver el revés: culo de nalgas firmes que se balaceaban en pequeños movimientos que arrancaban desde su estrecha cintura y terminaban en sus caderas (caderas que se movían como un péndulo hipnotizador) y que parecían dedicatorias de “mírame”, “deséame”, “mastúrbate”. A diferencia de los otros cuerpos inertes, este parecía, por su soltura, perteneciente a una tribu en el que el desnudo fuese la ornamenta ancestral. Con la punta de los dedos de sus pies, y dando pequeños saltitos cuando el gigante acuático, en su versión mas servicial, le lamía las puntitas, probaba la temperatura del agua. Nicolás hubiese querido estar justo por delante de ella para ver como se encogían y endurecían los pezones grandes y rosados. Poco a poco, y en pequeños saltitos, avanzó hasta que el agua rodeó su cintura. Los brazos en alto le ayudaron a  impulsar el salto hacia adelante y zambullirse en las aguas del Mediterráneo, pero antes de desaparecer bajo el agua, fugaz y como una deidad, ofreció al cielo el  numen que formaban la curvatura de sus caderas, sus nalgas, y ese arcano reservado solo para los amantes: el ojo del culo y los labios de su vagina vistos desde atrás. Como atado a la estela que dejo tras su paso la mujer, Nicolás se giro hasta quedar de frente al mar, en la misma posición (boca abajo, pene contra la arena caliente). Ya sin la coartada de gafas y libro, la miraba. Ella nadaba; chapuceaba con el agua como una niña; desaparecía, ajena al deseo que despertaba en Nicolás y en aquellos cuerpos calcinados que desde fuera la estuviesen mirando, y volvía aparecer con el agua que la cubría como a una nereida. Abandonaba su cuerpo y dejaba que el agua lo sostuviese. Nicolás se preparo para verla salir. Casi por el mismo lugar por donde había venido, volvía. A diferencia de la actitud inicial (la de esconderse entre libro y gafas) esta vez se hizo ver con el semblante adelante, dejando, sobre todo, bien abiertos sus ojos azules para hacer notar que la estaba mirando. Ella noto la mirada de él, y cuando paso por el costado, le devolvió la suya de color negro intenso. Fueron esas décimas de segundo que necesitan dos que se gustan para dar paso a las tácticas y estrategias de la seducción: jugar con miraditas, sonrisas, algo de nervios, y luego proponer y aceptar. Elegir las palabras justas, crear expectativa, imaginar. Nicolás, hábil en el arte de conquistar a una mujer, no solo por su físico atractivo, sino por ser poseedor de una verba florida, reconoció, sin embargo, que la desnudez total era un aspecto desconcertante. Las miradas hacia un cuerpo desnudo, desconocido y aun ajeno, no proporcionaban a la imaginación, como sí lo hacía en un cuerpo arropado, ese  estimulo al juego de seducción que transita por un laberinto ditirámbico, histérico. La ausencia de ropa en ella le quitaba la habilidad de cruzar las piernas por debajo de su falda y mantener a línea de tela, sobre la mitad del muslo, el deseo de él; o a él, ese gesto de camisa arremangada y un par de botones desabrochados sobre el pecho que podía definir, según su manejo, el “si” de ella. La mujer volvió a dirigirse al agua y, en ese ir y venir, lo miró profundo, y escribió en su estela un palindroma de provocación que, como tal, se podía leer, al derecho o al revés, el significado de “puedo ser tuya”. Nicolás se levantó, caminó los escasos pasos que le separaban del agua y, lentamente, se acercó lo suficiente como para que lo escuchase. Para Nicolás no había estratagema mejor que evidenciar, subrayar, el temor que generan las diferentes situaciones embarazosas. Llevar por delante la evidencia, a modo de terapia de choque. Por ejemplo: ante la incomodidad que produce cuando un amigo que nos presenta a alguien que, es nuestra media naranja y, por tanto, tendríamos que conocernos, nos deja solos en un ambiente de espeso pudor entre los dos, Nicolás resolvía la situación evidenciando aun mas este momento: “que incomodo momento es este de ser presentados”. Bajo este precepto, Nicolás se dirigió a la desconocida
“Es curioso, de la única manera que me animo a hablarte en un ambiente como este es cuando los dos no estamos desnudos”, esa fue su presentación.


El piso pequeño de ella, de Valentina (así se llamaba la mujer que Nicolás conoció desnuda) estaba cerca de la playa. El living estrecho, el dormitorio pegado al living, el baño diminuto junto a la cocina, también diminuta, y cierta decoración adolescente, dejaba ver la transición de la época de estudiante a la primera época laboral. Algunas prendas esparcidas desprolijas por el suelo, el cenicero con colillas y junto a este, una chinita de hash, algunos vasos con restos de cerveza y un cd mal disimulado por un libro, cubierto con algo de polvo blanco que seguro era cocaína y que estaba apoyado sobre la mesita baja que hacia de todas las mesas de la casa, tenían más que ver con un encuentro la noche anterior que con este diurno y espontáneo. A Nicolás le gustó que en sus palabras, mientras acomodaba por arriba la casa, no existiera justificativo alguno. El encuentro se había dado sin demasiados paliativos y eso era lo mejor. 
Sus cuerpos desnudos y  más conocidos por ellos que sus edades o signos zodiacales o cualquier carta de presentación, se dejaban empapar por el agua dulce de la ducha. Entre besos y caricias, el olor a sol y el gusto salado. El la envolvió con la misma tolla húmeda y usada por ella en la playa. La llevó en brazos hasta la habitación. La recostó en la cama. Abrió el armario. Eligió unas medias de encaje negro que colocó en sus piernas, despacio, como envolviendo algo muy frágil. Rodeó la cintura con sus brazos y, asidos por la punta de sus dedos, colocó sus pechos dentro de un sostén, también negro y de encaje, que abrochó en la espalda de Valentina. Hizo un hueco en las bragas, del mismo estilo que toda la lencería, para que pasase una pierna, la otra, le llevo sin ayuda de ella, que lo miraba y respiraba fuerte, arrobada, hasta calzarla por arriba de sus caderas, incluso más arriba de sus caderas, puesto que la tela rugosa del encaje patinó entre los labios húmedos de la vagina, y, en el momento en el que la tela rozo el clítoris, Valentina se colgó del cuello de Nicolás y se refregó como una gatita en celo contra el pene de él. Pero él, en su juego de vestirla, continuó, ahora con una falda y una camisa que abrochó por encima de sus pechos y  que seguro Valentina usaba para ir a trabajar. Se agacho y tomó delicadamente los pies de ella para calzarlos en unos zapatitos acharolados en negro abiertos en la punta para que se puedan ver dos dedos con uñas pintadas de carmesí. Valentina respiraba fuerte y sin aceptar más resistencias se frotó desenfrenada por todo el pecho sudado de Nicolás. Nicolás, al sentir la aspereza de la ropa interior de Valentina sobre su pene sintió el placer verdadero del cuerpo de ella, ese placer que se tiene cuando un cuerpo se intuye y se desnuda y se descubre  y se conoce por primera y se presenta para ser poseído y amado, corrió las bragas hacia un costado y la penetró.


Andrés Casabona