domingo, 5 de junio de 2011

Talle 38

                                     
 Dedicado a Luis García Berlanga   


Desparramados aquí y allá, decenas de cuerpos recostados y desnudos se cocían bajo el sol inclemente del verano. Desde el paseo de cemento, y antes de descender los dos o tres escalones que dividían la superficie de baldosas con la arena, la visión general era como una especie de taracea ígnea formada por pechos femeninos, culos, pectorales de gimnasio, pubis velludos, montes de Venus depilados y penes que retozaban para un costado y para el otro.
A diferencia de las playas textiles, donde el griterío humano se amasa entre sí, y formaba un pandemónium infernal, las nudistas parecían más silenciosas, como si tanta expresión de libertad encontrara pudor en las palabras. Desde la explanada, Nicolás buscó un hueco en el que poder tumbarse y dejar que el sol y el aire también cubrieran todo su cuerpo. Después de afincarse en un espacio muy cerca del mar, estiró la toalla, se sentó encima y, sentado, se desnudó completamente. Sintió la brisa marina en todo su cuerpo y  reconoció que la sensación de estar desnudo al aire libre era bastante reconfortante, (aunque tampoco era para sentir, como suelen afirmar algunos nudistas, una libertad casi opiácea). Dio la espalda al sol, y su nuca al mar, con lo que podía mirar (espiar) un gran numero de cuerpos desnudos. Detrás de sus gafas oscuras y de un libro (elementos que formaban esa cerradura invisible de su vouyerismo al aire libre) miraba para un lado y para el otro. La actitud de casi todos era la misma, movimientos pausados que se limitaban a lo mínimo, quitarse el sudor de la frente, darse vuelta, incorporase apenas para volver a recostarse, untarse protección solar, espiar. Como si todos siguieran el compás de una melodía que, aunque muda, todos escuchaban. Nadie estaba de pie. Por momentos, daba la impresión que todos estaban recostados como prisioneros en un campo de concentración. A Nicolás le llamo la atención este pequeño rapto de pudor colectivo que se apreciaba como se apreciaba en ráfagas el aroma del verano. Al menos, en esta playa de ciudad, no daba la impresión de ser tan natural el desnudo en masa. 
No había avanzado de los dos o tres renglones de su lectura, cuando, a escasos metros, más atrás de la línea en la que se encontraba él, una mujer se incorporaba sobre todos los cuerpos esparcidos, con movimientos que parecían dirigidos por uno de esos fotógrafos publicitarios que le hablan y le piden a la modelo una actitud más sensual, mientras éste  capta con su cámara los momentos mas exquisitos de la sesión, aunque, a diferencia del “acting” de anuncio de champú de rizos perfectos, la fémina en cuestión desbordaba una sensualidad innata. Lo que le proporcionaba una belleza más natural, más real. Era evidente que si había tomado la decisión de levantarse, su intención era la de refrescar su cuerpo en el mar, así por lo menos lo deseaba Nicolás y seguro que todo hombre heterosexual que la hubiese divisado. En su andar de pasos lacónicos y apurados en puntitas de pie, por el calor abrasador de la arena seca, se recortaron sobre el aire salitrado sus pechos perfectos, naturales, y de aspecto molicie al tacto, su cabello, negro y rizado, que apenas le rozaba los hombros;  su piel cetrina, resplandeciente de sol  y lacerada en crema y su bello púbico que consistía en una línea delgada, apenas visible. Una vez cruzado el ecuador de su visión, Nicolás giró su cuello para ver el revés: culo de nalgas firmes que se balaceaban en pequeños movimientos que arrancaban desde su estrecha cintura y terminaban en sus caderas (caderas que se movían como un péndulo hipnotizador) y que parecían dedicatorias de “mírame”, “deséame”, “mastúrbate”. A diferencia de los otros cuerpos inertes, este parecía, por su soltura, perteneciente a una tribu en el que el desnudo fuese la ornamenta ancestral. Con la punta de los dedos de sus pies, y dando pequeños saltitos cuando el gigante acuático, en su versión mas servicial, le lamía las puntitas, probaba la temperatura del agua. Nicolás hubiese querido estar justo por delante de ella para ver como se encogían y endurecían los pezones grandes y rosados. Poco a poco, y en pequeños saltitos, avanzó hasta que el agua rodeó su cintura. Los brazos en alto le ayudaron a  impulsar el salto hacia adelante y zambullirse en las aguas del Mediterráneo, pero antes de desaparecer bajo el agua, fugaz y como una deidad, ofreció al cielo el  numen que formaban la curvatura de sus caderas, sus nalgas, y ese arcano reservado solo para los amantes: el ojo del culo y los labios de su vagina vistos desde atrás. Como atado a la estela que dejo tras su paso la mujer, Nicolás se giro hasta quedar de frente al mar, en la misma posición (boca abajo, pene contra la arena caliente). Ya sin la coartada de gafas y libro, la miraba. Ella nadaba; chapuceaba con el agua como una niña; desaparecía, ajena al deseo que despertaba en Nicolás y en aquellos cuerpos calcinados que desde fuera la estuviesen mirando, y volvía aparecer con el agua que la cubría como a una nereida. Abandonaba su cuerpo y dejaba que el agua lo sostuviese. Nicolás se preparo para verla salir. Casi por el mismo lugar por donde había venido, volvía. A diferencia de la actitud inicial (la de esconderse entre libro y gafas) esta vez se hizo ver con el semblante adelante, dejando, sobre todo, bien abiertos sus ojos azules para hacer notar que la estaba mirando. Ella noto la mirada de él, y cuando paso por el costado, le devolvió la suya de color negro intenso. Fueron esas décimas de segundo que necesitan dos que se gustan para dar paso a las tácticas y estrategias de la seducción: jugar con miraditas, sonrisas, algo de nervios, y luego proponer y aceptar. Elegir las palabras justas, crear expectativa, imaginar. Nicolás, hábil en el arte de conquistar a una mujer, no solo por su físico atractivo, sino por ser poseedor de una verba florida, reconoció, sin embargo, que la desnudez total era un aspecto desconcertante. Las miradas hacia un cuerpo desnudo, desconocido y aun ajeno, no proporcionaban a la imaginación, como sí lo hacía en un cuerpo arropado, ese  estimulo al juego de seducción que transita por un laberinto ditirámbico, histérico. La ausencia de ropa en ella le quitaba la habilidad de cruzar las piernas por debajo de su falda y mantener a línea de tela, sobre la mitad del muslo, el deseo de él; o a él, ese gesto de camisa arremangada y un par de botones desabrochados sobre el pecho que podía definir, según su manejo, el “si” de ella. La mujer volvió a dirigirse al agua y, en ese ir y venir, lo miró profundo, y escribió en su estela un palindroma de provocación que, como tal, se podía leer, al derecho o al revés, el significado de “puedo ser tuya”. Nicolás se levantó, caminó los escasos pasos que le separaban del agua y, lentamente, se acercó lo suficiente como para que lo escuchase. Para Nicolás no había estratagema mejor que evidenciar, subrayar, el temor que generan las diferentes situaciones embarazosas. Llevar por delante la evidencia, a modo de terapia de choque. Por ejemplo: ante la incomodidad que produce cuando un amigo que nos presenta a alguien que, es nuestra media naranja y, por tanto, tendríamos que conocernos, nos deja solos en un ambiente de espeso pudor entre los dos, Nicolás resolvía la situación evidenciando aun mas este momento: “que incomodo momento es este de ser presentados”. Bajo este precepto, Nicolás se dirigió a la desconocida
“Es curioso, de la única manera que me animo a hablarte en un ambiente como este es cuando los dos no estamos desnudos”, esa fue su presentación.


El piso pequeño de ella, de Valentina (así se llamaba la mujer que Nicolás conoció desnuda) estaba cerca de la playa. El living estrecho, el dormitorio pegado al living, el baño diminuto junto a la cocina, también diminuta, y cierta decoración adolescente, dejaba ver la transición de la época de estudiante a la primera época laboral. Algunas prendas esparcidas desprolijas por el suelo, el cenicero con colillas y junto a este, una chinita de hash, algunos vasos con restos de cerveza y un cd mal disimulado por un libro, cubierto con algo de polvo blanco que seguro era cocaína y que estaba apoyado sobre la mesita baja que hacia de todas las mesas de la casa, tenían más que ver con un encuentro la noche anterior que con este diurno y espontáneo. A Nicolás le gustó que en sus palabras, mientras acomodaba por arriba la casa, no existiera justificativo alguno. El encuentro se había dado sin demasiados paliativos y eso era lo mejor. 
Sus cuerpos desnudos y  más conocidos por ellos que sus edades o signos zodiacales o cualquier carta de presentación, se dejaban empapar por el agua dulce de la ducha. Entre besos y caricias, el olor a sol y el gusto salado. El la envolvió con la misma tolla húmeda y usada por ella en la playa. La llevó en brazos hasta la habitación. La recostó en la cama. Abrió el armario. Eligió unas medias de encaje negro que colocó en sus piernas, despacio, como envolviendo algo muy frágil. Rodeó la cintura con sus brazos y, asidos por la punta de sus dedos, colocó sus pechos dentro de un sostén, también negro y de encaje, que abrochó en la espalda de Valentina. Hizo un hueco en las bragas, del mismo estilo que toda la lencería, para que pasase una pierna, la otra, le llevo sin ayuda de ella, que lo miraba y respiraba fuerte, arrobada, hasta calzarla por arriba de sus caderas, incluso más arriba de sus caderas, puesto que la tela rugosa del encaje patinó entre los labios húmedos de la vagina, y, en el momento en el que la tela rozo el clítoris, Valentina se colgó del cuello de Nicolás y se refregó como una gatita en celo contra el pene de él. Pero él, en su juego de vestirla, continuó, ahora con una falda y una camisa que abrochó por encima de sus pechos y  que seguro Valentina usaba para ir a trabajar. Se agacho y tomó delicadamente los pies de ella para calzarlos en unos zapatitos acharolados en negro abiertos en la punta para que se puedan ver dos dedos con uñas pintadas de carmesí. Valentina respiraba fuerte y sin aceptar más resistencias se frotó desenfrenada por todo el pecho sudado de Nicolás. Nicolás, al sentir la aspereza de la ropa interior de Valentina sobre su pene sintió el placer verdadero del cuerpo de ella, ese placer que se tiene cuando un cuerpo se intuye y se desnuda y se descubre  y se conoce por primera y se presenta para ser poseído y amado, corrió las bragas hacia un costado y la penetró.


Andrés Casabona 

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