miércoles, 19 de enero de 2011

Erotismo gastrónomico

Dos orgasmos diarios, a veces tres.
Es mi cuota de adicto al erotismo cotidiano: sensualidad, perversidad, imaginación, pasión, asombro.
El primero... a la hora en que, generalmente, los bienpensantes duermen la siesta (tres de la tarde).
El segundo por la noche, y, el tercero (que aunque esporádico es bastante asiduo) de madrugada, al despuntar el alba, siempre solitario.
Despertar es una ardua tarea para quien se masturba a la hora del desayuno de los campesinos... Pero retener el semen con ciertos ejercicios de respiración y eyacular después, casi al mismo tiempo en que se dispara el pitido de la cafetera, es un rito sólo para indicados:

    “Café amargo
     Jamón con piña
     Tostadas con miel
     Y un toquecito de whisky para controlar la reseca”

Es todo lo que necesita un hombre como yo: cincuentón, fornido, dentadura sana y esperma urgente (como dice cierta canción sudamericana)
A las 15 horas en punto, aterrizo en mi restaurante preferido. Antes (media hora antes) me comí una docena de ostras en La Boquería, con una copa de cava (Recadero brut nature).
El maître me conoce, y cierta complicidad natural nos permite relacionarnos con la sensualidad de los acólitos en las iglesias. Me saluda, me sonríe, me separa la silla, me entrega la carta... y envía a Luisa, la camarera más atractiva, a servirme una copa de vino blanco chileno: fresco, seco, delicioso (bodega Barón de Rothchild). Esos inmensos ojos verdes y los senos exuberantes me turban lo suficiente como para que el vino cumpla con creces su función: así comienza el rito.
El primer plato es un marisco suave y carnoso (bocas), y mientras lo chupo y lo saboreo imagino los labios de Luisa en mis labios, su lengua cosquillándome en el paladar, como las burbujas de un buen champán.
Mi temperatura corporal sube, mi entrepierna se alborota...
El segundo plato es toda una declaración de principios (sexuales, por supuesto). Rojo, redondo, abundante, crudo... el solomillo palpita sobre una base de pan tostado, y, al abrirlo, como una vulva de mujer generosa, se desparrama en jugo, invitando al amante a poseerlo con voracidad, casi con violencia.
Mis calzoncillos están mojados, y el orgasmo fue tan intenso que me obligo a inclinarme hacia delante. A cruzar las piernas. A sostener el vino de uva Malbec (intenso, con sabor a madera y sándalo) con ambas manos, como asiéndome a una tabla de salvación.
El maître  sonrió. Luisa vino a mi ayuda. Al retirarme el plato me rozó, y una cita tácita quedó confirmada. Al final del pasillo, en el retrete de los empleados, su boca incansable me sorbió lo que me quedaba de vida. Fue una muerte súbita y feliz.
Por la noche suelo ser el sacerdote supremo. Y organizo la liturgia en mi propio templo.
Invité a mi sacerdotisa del mediodía a compartir mi segundo chute erótico y apareció puntual. Más desvestida que vestida, con un escote que incitaba a la guerra sin previo aviso.
Quiso ser la cocinera y yo la dejé. Mientras preparaba una suculenta lasaña con su aire de matrona italiana de revista porno. Puede satisfacer una de mis fantasías preferidas: sodomizarla de pie, mientras mis dedos jugueteaban con sus tetas prominentes y sus dedos, en cambio, no alteraban el ritmo de elaboración de la pasta: una capa de masa, una salsa boloñesa, una de bechamel... “¡Dios mío!”, exclamé de pronto. “¡Déjame prolongar este momento...!” Pero, por desgracia, el reloj de la cocina marcó el tiempo exacto...1 minuto, 15 segundos... y se hizo la oscuridad.


Lelan de Lely 

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