miércoles, 8 de junio de 2011

Dos de dos


Eligió a Polina no solo por ser la que mas le atraía. Polina tenía algo más allá de su belleza eslava, difícil de describir, que la hacia más atractiva. Y seguro que la hubiese elegido entre muchas más. Los martes a las 11 de la mañana era el día de visita fijo de la semana según sus horarios laborales. Y, si entre seis días restantes le urgía la necesidad de verla, sabía que los jueves a las 5 de la tarde también la podía encontrar. Como todos los martes, el mismo ritual: cinco minutos antes de entrar a verla, carajillo de ron en el café de la esquina.
Tras cruzar la puerta del compartimiento hexagonal, justo unos segundos antes de las 11, Enric depositó dos monedas de dos y el telón de vidrio descendió. En apenas segundos salió a escena Polina. Cada día la encontraba más hermosa. Las uñas de sus pies esculpidas en nácar, igual que las de sus manos y el mismo tono nácar de su piel. Su cabello dorado y liso que caía por la mitad de su cuello. Sus ojos azul profundo. Aunque, según el criterio de Enric, ese conjunto de PVC negro que estrenaba, más los zapatos de tacón acharolados con plataforma transparente, no le favorecían: era como si quisiera mostrarse más agresiva, más dominante, pero solo lograban darle una sutil ordinariez que su bello cuerpo no merecía.
La cama redonda giraba y Polina se desnudaba lentamente. Jugaba picara con su consolador entre las piernas... Polina sabía actuar. Sabía qué hacer para que aquel que la mirara se sintiera protagonista de su vodevil erótico. 
Hasta hoy, desde que la había elegido luego de ver  actuar a todo el staff de la cartelera, le había alcanzado con dos monedas para disfrutarla, pero hoy... hoy era un día especial. Duplicó el tiempo con sendas monedas más ante la necesidad de no separarse de ella y, para festejar y hacer aun más perfecta esa relación, tomó una decisión que lo hizo salir urgido unos segundos antes de agotarse el tiempo.
El jueves a las cinco de la tarde estaba en su cabina a la espera de Polina. Al verla salir se emocionó. El conjunto de encaje blanco que le había comprado y dejado en la recepción, junto a una tarjeta con un mensaje escueto que decía: “De tu admirador secreto, que desea verte así” lucia en su cuerpo. Con un cargamento de monedas de dos en su bolsillo vio como Polina hacia el amor con él tras el cristal.
Pero, como si un rayo devastador cayera en medio de un ensueño, como si de una broma macabra se tratase, Enric, reconoció, como un cristal descendía justo enfrente de su compartimiento, y como, con total nitidez, el busto de un hombre se instalaba lascivo con la mirada fija en el escenario. Se sintió defraudado, invadido. Una ráfaga de odio se antepuso a los encantos de Polina. No porque otra persona disfrutara de ella, sino porque ella, Polina, su relación secreta, lo estuvo observando todo este tiempo. La decepción galopaba en su pecho como un toro furioso. Él no quería llamar su atención. Solo quería disfrutar de ella en esa situación. Enric huyo de la sala como solo se huye tras descubrir una traición de amor.

 
Polina termino su actuación como cuando se bebe un trago amargo y obligado. No podía entender por qué él había huido justo ahora, justo cuando un primer contacto más directo nacía entre ellos. ¡Pero si ella le estaba demostrando que recibía su regalo con todo cariño y agradecimiento! ¿Por qué se fue? ¿Y por qué esa expresión de desilusión que destrozó su hermosa mirada?
Todo artista actúa para un publico y, dentro de ese publico, los hay preferidos. Pero ese extraño de mirada dulce, cargada de pasión, que la visitaba más o menos hacía dos meses y del que se sentía atraída, era mucho más que un preferido. Necesitaba saber que él la miraba, la deseaba. Incluso fueron varias las oportunidades que, en medio de su premeditada excitación teatral, un rapto de realismo la había hecho llegar a un orgasmo sincero y sin guión, provocada por esa mirada que la devoraba. Enfrascada en ese intercambio de miradas y monedas que caían pesadas, a cambio de un gesto sexual de ella, la visita de éste extraño era un aire fresco que cruzaba por medio de deseos contaminados de represión.         
Con la excusa de un mal cuerpo, ese día Polina decidió abandonar sus actuaciones. Desconcertada, apuro su paso hasta su casa como una adolescente despechada.
   

Hacia dos años, después de una separación traumática con su última mujer, Enric decidió no volver a tener pareja. Los primeros meses de soledad obligada, sus contactos sexuales se habían limitado a furtivos encuentros con prostitutas. Pero con el discurrir del tiempo, ni siquiera podía tener contacto físico con mujer alguna. Una fugaz fragancia femenina, el roce de una piel, o simplemente el olor de un determinado maquillaje que le recordara a su ex mujer, retraía su cuerpo a la desazón. Pensó que con el tiempo esa sensación cicatrizaría, hasta que una prostituta, mientras se desvestía en la habitación de una pensión y él la reclamaba en la cama, hizo un comentario, junto a un gesto de su boca, que parecía arrancado literal del cuerpo de su ex mujer. Ya no, ni siquiera con prostitutas. Así comenzaron los viajes a esa relación a la distancia, simétrica y encapsulada, sin roces, sin planteos y, sobre todo, con la libertad de poder huir si algo amenazaba su tranquilidad. Lo que menos imagina Enric, además de haberse creído siempre ajeno a la mirada de Polina y así, totalmente ignorante a sus pequeños actos de seducción, era que ella sentía por él lo que se siente cuando alguien ahueca el corazón, algo que casi siempre termina siendo amor.


Una mañana de lunes, su día libre, Polina decidió resolver unos trámites personales. Entre los transeúntes que iban y venían ensimismados por sus obligaciones, reconoció a su ex admirador. Aunque habían pasado varios meses de aquella huida que había terminado con la principal motivación “artística” de ella,  no tuvo ninguna duda que era él. Lo siguió. Lo primero que pensó, ante el impulso de encararlo y preguntarle porque había huido, fue, que quizás, mejor era investigar un poco quien era él. Si tenía novia, mujer, hijos... Aunque lo que más le interesaba a Polina era saber por qué había huido y por qué había roto esa relación que parecía alegrar a ambos, o al menos que daba esa pequeña tregua de felicidad. Vio como su admirador ingresaba a una sucursal de banco. Desde fuera pudo reconocer enseguida que trabaja allí. Vio como invitaba a su despacho de director, con corrección laboral, a un señor. Tras el cierre de la puerta, también vio su nombre grabado de una placa de acrílico que colgaba de la puerta: Enric Millas.
  

Lo que parecía un regalo por su envoltorio estridente, y junto a este su nombre manuscrito, resaltaba por entre los papeles sueltos del escritorio de Enric. Lo abrió. Una corbata de seda azul, un sobre pequeñito, dos monedas de dos como único mensaje.


Martes, 11 de la mañana. Las mismas dos monedas. El cristal descendió. Polina lo miraba con una sonrisa, y en su cuerpo como no, el conjunto de encaje blanco que le había regalo Enric. Polina le hizo un gesto que imitaba el gesto de ajustarse la corbata, la corbata azul de seda que ella le había comparado y que Enric lucía. Colocó su brazo en alto y se dejó llevar por el escenario que giraba. En esa vuelta completa con su brazo en alto del artista que saluda, le enseñaba a Enric que todas las otras cabinas estaban con sus cristales descendidos, pero sin nadie adentro. Aunque Polina había interpretado erróneamente la desazón de Enric, Enric sentía en ello toda una declaración de amor.
  

Andrés Casabona

domingo, 5 de junio de 2011

Talle 38

                                     
 Dedicado a Luis García Berlanga   


Desparramados aquí y allá, decenas de cuerpos recostados y desnudos se cocían bajo el sol inclemente del verano. Desde el paseo de cemento, y antes de descender los dos o tres escalones que dividían la superficie de baldosas con la arena, la visión general era como una especie de taracea ígnea formada por pechos femeninos, culos, pectorales de gimnasio, pubis velludos, montes de Venus depilados y penes que retozaban para un costado y para el otro.
A diferencia de las playas textiles, donde el griterío humano se amasa entre sí, y formaba un pandemónium infernal, las nudistas parecían más silenciosas, como si tanta expresión de libertad encontrara pudor en las palabras. Desde la explanada, Nicolás buscó un hueco en el que poder tumbarse y dejar que el sol y el aire también cubrieran todo su cuerpo. Después de afincarse en un espacio muy cerca del mar, estiró la toalla, se sentó encima y, sentado, se desnudó completamente. Sintió la brisa marina en todo su cuerpo y  reconoció que la sensación de estar desnudo al aire libre era bastante reconfortante, (aunque tampoco era para sentir, como suelen afirmar algunos nudistas, una libertad casi opiácea). Dio la espalda al sol, y su nuca al mar, con lo que podía mirar (espiar) un gran numero de cuerpos desnudos. Detrás de sus gafas oscuras y de un libro (elementos que formaban esa cerradura invisible de su vouyerismo al aire libre) miraba para un lado y para el otro. La actitud de casi todos era la misma, movimientos pausados que se limitaban a lo mínimo, quitarse el sudor de la frente, darse vuelta, incorporase apenas para volver a recostarse, untarse protección solar, espiar. Como si todos siguieran el compás de una melodía que, aunque muda, todos escuchaban. Nadie estaba de pie. Por momentos, daba la impresión que todos estaban recostados como prisioneros en un campo de concentración. A Nicolás le llamo la atención este pequeño rapto de pudor colectivo que se apreciaba como se apreciaba en ráfagas el aroma del verano. Al menos, en esta playa de ciudad, no daba la impresión de ser tan natural el desnudo en masa. 
No había avanzado de los dos o tres renglones de su lectura, cuando, a escasos metros, más atrás de la línea en la que se encontraba él, una mujer se incorporaba sobre todos los cuerpos esparcidos, con movimientos que parecían dirigidos por uno de esos fotógrafos publicitarios que le hablan y le piden a la modelo una actitud más sensual, mientras éste  capta con su cámara los momentos mas exquisitos de la sesión, aunque, a diferencia del “acting” de anuncio de champú de rizos perfectos, la fémina en cuestión desbordaba una sensualidad innata. Lo que le proporcionaba una belleza más natural, más real. Era evidente que si había tomado la decisión de levantarse, su intención era la de refrescar su cuerpo en el mar, así por lo menos lo deseaba Nicolás y seguro que todo hombre heterosexual que la hubiese divisado. En su andar de pasos lacónicos y apurados en puntitas de pie, por el calor abrasador de la arena seca, se recortaron sobre el aire salitrado sus pechos perfectos, naturales, y de aspecto molicie al tacto, su cabello, negro y rizado, que apenas le rozaba los hombros;  su piel cetrina, resplandeciente de sol  y lacerada en crema y su bello púbico que consistía en una línea delgada, apenas visible. Una vez cruzado el ecuador de su visión, Nicolás giró su cuello para ver el revés: culo de nalgas firmes que se balaceaban en pequeños movimientos que arrancaban desde su estrecha cintura y terminaban en sus caderas (caderas que se movían como un péndulo hipnotizador) y que parecían dedicatorias de “mírame”, “deséame”, “mastúrbate”. A diferencia de los otros cuerpos inertes, este parecía, por su soltura, perteneciente a una tribu en el que el desnudo fuese la ornamenta ancestral. Con la punta de los dedos de sus pies, y dando pequeños saltitos cuando el gigante acuático, en su versión mas servicial, le lamía las puntitas, probaba la temperatura del agua. Nicolás hubiese querido estar justo por delante de ella para ver como se encogían y endurecían los pezones grandes y rosados. Poco a poco, y en pequeños saltitos, avanzó hasta que el agua rodeó su cintura. Los brazos en alto le ayudaron a  impulsar el salto hacia adelante y zambullirse en las aguas del Mediterráneo, pero antes de desaparecer bajo el agua, fugaz y como una deidad, ofreció al cielo el  numen que formaban la curvatura de sus caderas, sus nalgas, y ese arcano reservado solo para los amantes: el ojo del culo y los labios de su vagina vistos desde atrás. Como atado a la estela que dejo tras su paso la mujer, Nicolás se giro hasta quedar de frente al mar, en la misma posición (boca abajo, pene contra la arena caliente). Ya sin la coartada de gafas y libro, la miraba. Ella nadaba; chapuceaba con el agua como una niña; desaparecía, ajena al deseo que despertaba en Nicolás y en aquellos cuerpos calcinados que desde fuera la estuviesen mirando, y volvía aparecer con el agua que la cubría como a una nereida. Abandonaba su cuerpo y dejaba que el agua lo sostuviese. Nicolás se preparo para verla salir. Casi por el mismo lugar por donde había venido, volvía. A diferencia de la actitud inicial (la de esconderse entre libro y gafas) esta vez se hizo ver con el semblante adelante, dejando, sobre todo, bien abiertos sus ojos azules para hacer notar que la estaba mirando. Ella noto la mirada de él, y cuando paso por el costado, le devolvió la suya de color negro intenso. Fueron esas décimas de segundo que necesitan dos que se gustan para dar paso a las tácticas y estrategias de la seducción: jugar con miraditas, sonrisas, algo de nervios, y luego proponer y aceptar. Elegir las palabras justas, crear expectativa, imaginar. Nicolás, hábil en el arte de conquistar a una mujer, no solo por su físico atractivo, sino por ser poseedor de una verba florida, reconoció, sin embargo, que la desnudez total era un aspecto desconcertante. Las miradas hacia un cuerpo desnudo, desconocido y aun ajeno, no proporcionaban a la imaginación, como sí lo hacía en un cuerpo arropado, ese  estimulo al juego de seducción que transita por un laberinto ditirámbico, histérico. La ausencia de ropa en ella le quitaba la habilidad de cruzar las piernas por debajo de su falda y mantener a línea de tela, sobre la mitad del muslo, el deseo de él; o a él, ese gesto de camisa arremangada y un par de botones desabrochados sobre el pecho que podía definir, según su manejo, el “si” de ella. La mujer volvió a dirigirse al agua y, en ese ir y venir, lo miró profundo, y escribió en su estela un palindroma de provocación que, como tal, se podía leer, al derecho o al revés, el significado de “puedo ser tuya”. Nicolás se levantó, caminó los escasos pasos que le separaban del agua y, lentamente, se acercó lo suficiente como para que lo escuchase. Para Nicolás no había estratagema mejor que evidenciar, subrayar, el temor que generan las diferentes situaciones embarazosas. Llevar por delante la evidencia, a modo de terapia de choque. Por ejemplo: ante la incomodidad que produce cuando un amigo que nos presenta a alguien que, es nuestra media naranja y, por tanto, tendríamos que conocernos, nos deja solos en un ambiente de espeso pudor entre los dos, Nicolás resolvía la situación evidenciando aun mas este momento: “que incomodo momento es este de ser presentados”. Bajo este precepto, Nicolás se dirigió a la desconocida
“Es curioso, de la única manera que me animo a hablarte en un ambiente como este es cuando los dos no estamos desnudos”, esa fue su presentación.


El piso pequeño de ella, de Valentina (así se llamaba la mujer que Nicolás conoció desnuda) estaba cerca de la playa. El living estrecho, el dormitorio pegado al living, el baño diminuto junto a la cocina, también diminuta, y cierta decoración adolescente, dejaba ver la transición de la época de estudiante a la primera época laboral. Algunas prendas esparcidas desprolijas por el suelo, el cenicero con colillas y junto a este, una chinita de hash, algunos vasos con restos de cerveza y un cd mal disimulado por un libro, cubierto con algo de polvo blanco que seguro era cocaína y que estaba apoyado sobre la mesita baja que hacia de todas las mesas de la casa, tenían más que ver con un encuentro la noche anterior que con este diurno y espontáneo. A Nicolás le gustó que en sus palabras, mientras acomodaba por arriba la casa, no existiera justificativo alguno. El encuentro se había dado sin demasiados paliativos y eso era lo mejor. 
Sus cuerpos desnudos y  más conocidos por ellos que sus edades o signos zodiacales o cualquier carta de presentación, se dejaban empapar por el agua dulce de la ducha. Entre besos y caricias, el olor a sol y el gusto salado. El la envolvió con la misma tolla húmeda y usada por ella en la playa. La llevó en brazos hasta la habitación. La recostó en la cama. Abrió el armario. Eligió unas medias de encaje negro que colocó en sus piernas, despacio, como envolviendo algo muy frágil. Rodeó la cintura con sus brazos y, asidos por la punta de sus dedos, colocó sus pechos dentro de un sostén, también negro y de encaje, que abrochó en la espalda de Valentina. Hizo un hueco en las bragas, del mismo estilo que toda la lencería, para que pasase una pierna, la otra, le llevo sin ayuda de ella, que lo miraba y respiraba fuerte, arrobada, hasta calzarla por arriba de sus caderas, incluso más arriba de sus caderas, puesto que la tela rugosa del encaje patinó entre los labios húmedos de la vagina, y, en el momento en el que la tela rozo el clítoris, Valentina se colgó del cuello de Nicolás y se refregó como una gatita en celo contra el pene de él. Pero él, en su juego de vestirla, continuó, ahora con una falda y una camisa que abrochó por encima de sus pechos y  que seguro Valentina usaba para ir a trabajar. Se agacho y tomó delicadamente los pies de ella para calzarlos en unos zapatitos acharolados en negro abiertos en la punta para que se puedan ver dos dedos con uñas pintadas de carmesí. Valentina respiraba fuerte y sin aceptar más resistencias se frotó desenfrenada por todo el pecho sudado de Nicolás. Nicolás, al sentir la aspereza de la ropa interior de Valentina sobre su pene sintió el placer verdadero del cuerpo de ella, ese placer que se tiene cuando un cuerpo se intuye y se desnuda y se descubre  y se conoce por primera y se presenta para ser poseído y amado, corrió las bragas hacia un costado y la penetró.


Andrés Casabona 

viernes, 3 de junio de 2011

Noche

Mucho ruido, muchas gente, muchos automóviles, luces. Luces tapando la negrura de la noche. Carteles luminosos por doquier. Hombres oscuros ofreciendo ofertas que parecen irresistibles, al menos por lo que dicen sus palabras. Vorágine. Enajenación. Noche. Y yo, solo. Caminando entre esa multitud de cosas. No busco nada, sólo eso. Andar solo por ahí...Me confundo entre la masa nocturna; así no parece soledad lo que me acompaña. Tal vez pueden pensar que voy con el que casual y circunstancialmente pasa caminando a  mi lado.
Acelero el paso para ponerme cerca de él, hasta que me mira de forma amenazadora, con desconfianza...
Luego no me importa, sí, circulo solo por ahí. Simplemente circulo.
Pero uno de esos carteles luminosos me llama y me llama. Y, de repente, ya no circulo por circular. Me dirijo hacia allí. Sí, señor. ¿Por qué no?. He cobrado mi salario. Tal vez sea el momento de abandonarla por unas horas, a la soledad digo, mi fiel compañera...Es hora de serle infiel, por unas horas nada mas. (No creo que se enoje, ella nunca se enoja, a veces se burla). Así que me dirijo, ya con mucha decisión, hacia aquel cartel luminoso (ese, el que mas me atrae), hasta que me encuentro debajo de él. Delante de mi, una pequeña puerta (desproporcionada en comparación con aquel enorme cartel). Un hombre oscuro allí parado. Qué sonriente, qué amable y hospitalario es conmigo.
Traspaso la pequeña puerta. Dejo atrás al hombre oscuro. Dejo atrás el mundo recién descrito ( donde siempre se circula y donde siempre ella me aguarda. La de siempre. la que no se ve pero está)
Sin darme cuenta, ingreso en otro mundo. Un mundo diferente. Ellas me reciben sonrientes, resplandecientes, me besan, acarician, y me llevan hacia adentro de aquel mundo. Mas adentro todavía. Ya no me desplazo por mi cuenta. Ellas me llevan. Es como moverme en el aire. Hay vértigo. Una sola se queda conmigo. El resto se esparcen por aquel mundo. Todavía no reparo en la que se queda a mi lado, aunque siento sus caricias y susurros. Me encuentro extasiado contemplando ese mundo increíble. Pero ahora sí reparo en ella. La observo, la aprecio, la palpo suavemente. La miro a los ojos. Es raro, pero es muy confuso lo que se ve en sus ojos; no podría dar una descripción precisa. Sin embargo, una cosa sí es clara en esa mirada que dispara desde su cuerpo. Hay tentación, excitación, locura...
Y me lleva cada vez mas adentro de ese mundo, me sumerge. Yo me dejo llevar y me encuentro, de un momento a otro, en un pequeño recinto, es acogedor, cálido... Y vuelvo a contemplarla. No deja de mirarme, y mientras me mira, sus pieles comienzan a caer, una tras otra, con suavidad. Dentro de mí arremete un sinfín de situaciones lujuriosas. Porque ya veo todo su interior expuesto, esbelto, excitante, increíble. Sin prevenirlo me encuentro abrazado a ella y siento toda su desnudez en la mía. Mi cuerpo es un fuego. Ya no soy. Ahora es mi cuerpo que ha tomado las riendas y él me dirige. yo soy un espectador. Mis manos se deslizan por todo su cuerpo como si buscaran un pequeño punto indescifrable en  una extensión inexplorada anteriormente. Mis dedos transmiten a mi mente sensaciones húmedas, secas, suaves, ásperas. Todas llevan al pico mas alto los relieves emocionales de mi mente y mi corazón. Luego comienza mi lengua, escoltada por los labios que continúan esa exploración. Su cuerpo se vuelve espasmódico y sensible. Se eriza por completo y sus puntos de placer se muestran en todo su esplendor. Se sienten increíbles, transmiten una energía alucinógena. Ahora, no sólo son mis manos, lengua y labios... ahora es mi cuerpo entero sobre el de ella, debajo de ella, entrelazado en una única metamorfosis. Hasta que llegó al último mundo, al mejor de los mundos, al mundo de la sensación pura; la sensación hipersensibilizada; la enajenación placentera del ser; la máxima exaltación. El instante de no pensamiento. El instante de no ser. De ser simplemente un cuerpo mas de la naturaleza acometido contra otro cuerpo de la naturaleza, diferente y por esa razón hermoso. Un danza incontenida, loca, salvaje, inhumana, sin inhibiciones; sin futuros ni pasados ni presentes.
La hermosa nada de los cuerpos unidos acometiéndose mutuamente y sin descanso. La acción mas animal y salvaje de la naturaleza en el estirpe de los pensantes. La mas pura y digna. Y luego la explosión final. Esa que consume los últimos restos de energía. Se detienen los mecanismos para dar lugar a la felicidad absoluta. Y así, poco a poco, emprendo el regreso. Empiezo a alejarme de cada uno de esos mundos; es la vuelta a lo humano- el regreso a lo racional. Sin percatarme de la transición, me encuentro de nuevo bajo aquel cartel luminoso; lo contemplo forzando mi cabeza hacia atrás. El hombre oscuro no esta en ese momento. Estoy otra vez en el mundo de siempre. Sigue habiendo tanta gente, coches, luces, ruidos. Alguien me llama desde abajo. Es un pequeño. Es un pequeño victima de la enajenación maligna de aquel entorno. Quiere una moneda. Palpo mis bolsillos. Me queda una. Se la doy; es lo único que tengo. El resto lo extravié en otro mundo.
Antes de adentrarme en la noche y circular, la veo a ella. Me sigue esperando. Nunca me abandona haga lo que haga. La que está pero no se ve. A la única que no le afecta ninguna clase de infidelidad porque es muy segura de si misma y conoce que alguna vez volverás a ella. 
Bueno, allá voy, a circular nuevamente; hacia dónde, no lo sé, pero sí recuerdo aquel maravilloso mundo y sé que el mes que viene podré volver. 
Un sonrisa esperanzada y satisfecha se dibuja en mi rostro. Sigo circulando. Pero con mi espíritu pletórico.


Carlos Plantamura                
                                  

miércoles, 1 de junio de 2011

domingo, 29 de mayo de 2011

Travesías. Exposición



En la Primera Parte de Travesías, decíamos que  el proyecto formó parte del BAC!2001 Barcelona Arte Contemporáneo; y que se realizó una exposición de ocho imágenes sobre un total de cuarenta registros diferentes. Las fotografías (a gran escala, 100 x 70 cm), en el intento de buscar nuevas formas de exhibirlas, fueron expuestas en escaparates de diferentes tiendas de calle Avinyó, pasando así a formar parte del paisaje urbano. Gracias al compromiso de Adrian Geralnik, su autor, pudimos recuperar algunas de las fotos de aquella exposición.










viernes, 27 de mayo de 2011

domingo, 22 de mayo de 2011

Travesías. Primera Parte



El proyecto de Adrián Geralnik, “Travesías”, se gesto íntegramente en Barcelona. Su primer motor fue una cicatriz propia del autor y la necesidad de transmitir estas marcas corporales. Ir más allá de lo estético para encontrarnos con historias pasadas, presentes y futuras...de hombres y mujeres, ser seducidos por ellas para así comenzar a navegar por diferentes vidas, hasta ser arrastrados fuera del marco de la fotografía y llegar a crear nuestras propias travesías para estos cuerpos. Sintiendo que ese vacío que produce la realidad potencia la afirmación de sí.
El proyecto formo parte del BAC!2001Barcelona Arte Contemporáneo; se realizó una exposición de ocho imágenes sobre un total de cuarenta registros diferentes. Las fotografías (a gran escala, 100x70 cm), en el intento de buscar nuevas formas de exhibirlas, fueron expuestas en escaparates de diferentes tiendas de calle Avinyó, pasando así a formar parte del paisaje urbano.