domingo, 4 de marzo de 2012

Portada y editorial Marzo 2012 "Factor sorpresa"


Foto: Eric Kroll / Diseño: Federico Herrendolf 


A punto de iniciar el mes 15 de publicaciones ininterrumpidas, sabida es nuestra intención inicial de hacer, de éste espacio digital, lo más parecido a una edición impresa. 
Portada y editorial correspondiente a cada mes, lo reflejan
Pero en este intento topamos, lógicamente, con el lenguaje digital y su etimología, que nos indica que el pulso de aceptación marcado por los ciber lectores es, fundamentalmente, "el factor sorpresa", es decir, publicaciones en pequeñas dosis, las cuales crean, al parecer, un buen porcentaje de fidelidad estigmatizados en cantidad de visitas.
Entonces, siempre siguiendo nuestra intención de formato revista, la traducción sería: primero entregamos la portada y su editorial, y con el transcurrir de los días vamos entregando las páginas restantes. 
Si bien la línea que seguimos hasta el memento nos convenció desde el principio, fueron varias las veces que nos tentamos en poner la revista "on line" de una sola publicación. Así, todos los meses, podríamos presentar una revista al completo, entonces la editorial cobraría un sentido discursivo sobre lo que se estaba por ver. 
Pero esta intensión siempre colisionó con el factor visitas, dado que si ponemos la revista al completo, el que nos visita puede consumirla en una entrada. En cambio, si dosificamos, ese mismo visitante puede visitarla tantas veces como su dosificación.
Otra ventaja de este formato es que contamos con el libre albedrío de la improvisación permanente, dado que vamos publicando aleatoriamente, sin el hermetismo crónico de las publicaciones en papel. 
¿Por qué cambiar entonces?   
Porque nuestra intención de ser lo mas parecido a una revista en papel se convirtió en un capricho generacional. Y porque nos parece mas honesto, para las casi 10.000 visitas al mes,  compartir lo que tenemos pensado publicar
De esta manera, pueden elegirnos o no, sin el "factor sorpresa" como cebo.
El "factor sorpresa" solo lo dejamos cuando la sorpresa también es nuestra. Cuando un día cualquiera alguien, por propia iniciativa, nos envía una historia que merece ser narrada, como "El onanismo de ella", recientemente publicada. 

Ahora si, comprometidos con esta nueva propuesta, el numero de marzo, que se irá publicando en el transcurso del mes,  trae como novedad el estreno en Fatale de Jimena Carballeda, quien se presenta con un texto imperdible, además de una sesión de fotos espectacular con making of en video incluido, y a quien esperamos tener seguido con su irreverente iconoclasia.
La reaparición de un personaje que supo estar desde el comienzo, cuando fuimos papel, y que también tuvo su aparición, aunque esporádica, en formato digital. Se trata de Lelan de Lely "el Abuelo" y su exquisito "Erotismo gastronómico". 
Homenaje a la mujer en su día internacional, con textos de Adrián Dubinsky "el Ruso" y  diseño de MX3 
Una nueva historia de Charlotte Sometimes en primera persona y su esquema narrativo directo.
Otra aventura de "Casebond", este personaje creado por Pablo Benegas que cabalga entre un éxito increíble con las mujeres y una cualidad innata para meterse en problemas.
La música  de los Suspensivos Inflamables y los diseños de Uli Maffoni y Federico Herrendolf 
Por supuesto, siempre, nos reservamos un espacio para el "factor sorpresa", del que esperamos cualquiera ocupe si la espontaneidad lo abordó con el deseo de compartir

Andrés Casabona

sábado, 25 de febrero de 2012

El onanismo de ella. Por Anónimo

Un asiduo seguidor de Fatale, con el que tratamos respetando su anonimato, nos envió estas fotos con el unico objetivo de, según sus propias palabras, hacer posible el deseo de exhibicionismo de la mujer que ofrece su cuerpo a la cámara. 
Sinceramente, al principio dudamos por no saber muy bien donde ubicar esta sensación. Pero  a los pocos segundos nos dimos cuenta que este espacio puede ser también (tiene que ser) un encuentro de complicidad activa. En este caso, permitir la visibilidad de las imágenes para hacer fecundo el exhibicionismo de quien posa, y por ende, entendemos cumplir una fantasía, no puede quedar afuera de Fatale. 
Desde ya, si bien ya lo hicimos de manera privada al mismo mail desde donde nos adjuntaron las fotos, somos nosotros los agradecidos por considerar este espacio como un vinculo de complicidad empirica al ser todos los que nos visitan observadores de una mujer que confiesa, a través de su mentor fotográfico, su placer de ser observada para su propio regocijo onanista, y aunque no lo podamos conmensurar con exactitud, seguro que del onanismo de muchos de los que nos visitan.

Nota: Se respeto la cronología de las imágenes tal como nos llegaron al correo  







jueves, 16 de febrero de 2012

Escuirtin




Rara mezcla de jugo de nada y fuente de soda
Chetrien des Vergues

Es sabido y resabido que me gusta el escuirtin. Dicho así me siento absolutamente sudamericano en la pronunciación, habitante de la inmensa Abya Yala; sudamericano y porteño para resignificar palabras en el uso, incluso, de los diferentes idiomas del mundo fagocitándolos, deglutiéndolos como si fueran sopas de letras con millares de sabores, a hamburguesa de Norteamérica, a Salchichas americanas de Hamburgo, a sushi del Barrio Chino, a marisco de Isla Maciel.
 Apresamos las palabras como nos place y como nos plazca tenemos sexo, y todos saben en todos los idiomas que he carcomido mi escaso período de tiempo en este universo masturbándome mirando en Internet mujeres que acaban como si fuesen una fuente de nereidas, literalmente hablando. Me enloquece de placer observar esos sodazos que emanan de la uretra femenina pero que dista mucho, según los catadores expertos, de oler, saber, y texturar a un vulgar primo amarillo, sino que se impone como un sabor glauco e insípido. De todas maneras, las diversas charlas con la mayoría de los hombres que en secreto, o a viva voz, consumen pornografía a tetrabytes descomunales, no suelen versar tanto sobre el Squirting como sobre anales, blow job, faciales y algún que otro amateur.
 La noche se iba volviendo lenta y silenciosa si la miramos desde una óptica de narrador neutro, e infumable y clasemediera si se las cuento yo. Los efusivos chistes del principio y las carcajadas habían sido reemplazadas por esas frases hechas del final de la risa, esos ahhh, que van preludiando el inicio del silencio, de la patraña al descubierto, de la similitud con la nada que tienen esos encuentros anodinos de compañeros que no se ven hace mucho, se reencontraron por el Fuckbook y no dejan de contarse anécdotas íntimas durante un par de horas para luego comprender un par de cosas: una que nada es como antes; otra que los que nos parecían idiotas ahora nos parecen el doble de boludos.
 La vida les ha potenciado, a nuestro humilde parecer, y que puede ser reciprocado por el tildado de opa, su extrema pelotudez. Los que nos caían bien, pero demostraban que nunca iban a dar un paso más allá de un simple coqueteo con lo permitido, miran, como hemos dicho, Internet, pero no dejan de responder con un rápido cierre de pantalla cuando aparece su mujer. Siempre quedan dos o tres amigos entre los que el silencio solo se escucha cuando están ante cuartos y quintos, pero que cuando quedan solos se nota que se han seguido viendo como si nada, que han crecido como pares absolutos y se reconocen con el olfato, como perros de la misma jauría.
 La comida había sido buena y bien regada. Mientras unos efectivamente se iban y otros ademaneaban de distintas maneras y en el mismo sentido –levantadas, idas al baño, mensajes por celular, celulares que sonaban y dejaban pálido al receptor de la llamada-, quedaba claro que lo que me daba en la mano Osvaldo, sin disimulo, con la franca impudicia de una carta robada a la vista de todos, era el pasaporte a quedarme un rato más, y con él Raúl y Walter.
 Cuándo nos despedimos del último ex compañero enfilamos por esas calles que respiran vida de antiguas nomás; era una de las primeras noches en que se podía andar de remera y en la que daban ganas de tomar una cerveza en cualquier bar.
 El bar, creo, se llamaba Guevara, y poco o nada tenía que ver con el espartanismo del nuevo hombre. La cantidad de varones triplicaba, al menos, a la presencia femenina. Ello nos habla de que: o bien el machismo entre los más jóvenes aún tiene un aura de existencia que lleva a las pibas a quedarse en su casa, estudiando cerca del gato, mientras el muchacho sale a curtir primavera hormonal por ahí; o bien las parejas concubinas piden comida y se quedan en su casa mirando cuevana; o rebién las chicas suelen ser más juiciosas que los energúmenos jóvenes de adolescencia retardada que llegan, en algunos casos, a los casi cuarenta en el caso de la runfla que me acompaña.
 No está clara la lógica del ritmo de salidas de los jóvenes y jóvanas de 18, para ser cauto, a 30 años incluidos; esto por un vicio de retardamiento habitual del paso del tiempo. El hecho fáctico es que en el bar hay un olor a bolas que solo nos permite, incluso a gusto, charlar entre nosotros.
 Claro que habría que tener en cuenta mi consecuente afición por el género femenino para -en primera instancia, desdeñando brechas etarias sociales, culturales, estéticas, humorísticas, cronológicas y cuestiones de peso- aceptar irme con cuanta mujer me acepte. Sólo quedan afuera tullidas, discapaces, extremos naturales, introvertidas, mudas[1], no siempre sordas y ciegas; todas excepcionadas según la ocasión, todas desdeñadas casi nunca.
 Es decir, que de todas formas tuve suerte aquel día, ya que la mujer que se me acercó no se caracterizaba por ninguna especificidad descrita anteriormente como para que fuera rejeitada. Sin ser demasiado bella, no llegaba a ser ni un poco desagradable. Se incluía, si se quiere, entre las miles de millones de cogestibles que habitan este bendito país.
 Se acercó corajuda a interrumpir una conversación de amigos; de amigos y medio en pedo, situación en que la mayoría de los varones suele excluir cualquier punto de interés que no sea imponer su pensamiento al interlocutor de turno. En ese momento me debería haber dado cuenta que tanta intrepidez colisionaba con el deber ser de esta raza portuaria magnetizada por los modismos internacionales. Hace tiempo yo también era un transgresor de los convencionalismos, pero hoy por hoy, su aparición me pareció tan arbitraria como excitante. Su irrupción, que por supuesto derivó la conversación previa a una arquilla de curiosidades ignota, con destino de sueño de pobre en el banco hipotecario, fue absolutamente lacónica.
 Hace tiempo que cualquier intento de morigerar la realidad con un atisbo de originalidad, me termina pareciendo un estupidismo egocéntrico, destinado a una masturbación interna tan leve como efímera, privada de genitalismo. Me avergüenzan los jugadores de fútbol, los periodistas de Clarín, todos los que no me contienen y a los que sin embargo les respondo con mi vergüenza. En este marco, Natacha aparecía como una Iemanjá de las acequias, una diosa rediviva y esquecida, lamentablemente sola, aburrida y lista para un pobre cuerpo cavernoso como yo.
 Las sorpresas contienen en su razón de ser, en su definición, la posibilidad de brindar un hecho inesperado a aquel esperanzado que atesora la esperanza en un lugar tan recóndito que ni siquiera recuerda la fantasía que ha originado tal deseo desclasado. Es por eso que siempre la sorpresa obra como un arqueólogo de la melancolía, un espeleólogo de la nostalgia, y trae recuerdos y deseos que habíamos olvidado que molestaban por costumbre de molestia, como esos ruidos permanentes que solo se descubren cuando acaban, con la diferencia que este sonido sobreviene de la nada, se genera en un presente discontinuo y tormentoso; demasiado humano como para interactuar con la serendipidad de lo fortuito; es decir, una negación del orden de la casualidad.
 Para ser claros y avenirme al formato requerido para contar esta historia -que se supone que es el cuento, aunque estas palabras hace rato hayan dejado de fungir en función de tal estructura- y resumiendo, puedo contar que palabra más o palabra menos, a los tres o cuatro minutos de conversación estaba dando vueltas, fumando un porro, al lado de una mujer que a esas alturas, como la gacela tullida para el león, resultaba un regalo del cielo inesperado.
 La primer y postrera casualidad se dio al dar la dirección de su casa, a la que íbamos a ir sin titubeos. La misma quedaba peligrosamente cerca de la casa de mi novia, a dos números de chapa, por lo que llegué a pensar, en un colmo de paranoia, que era una caída para pescarme in fraganti. De todas formas todo lo actuado hasta el momento, independientemente que fuera apto para ser presentado ante un tribunal, era apto para darme una soberana patada en el orto, que era lo que menos me preocupaba, o un sermón inaguantable que en realidad prefiguraba que yo estaba dispuesto a aguantar el mismo por un amor desorbitado.
 Las escenas sexuales me incomodan. Todas y cada una me parecen repetidas, acotadas; ninguna puede reflejar con justicia la excitación que la circunda, el motivo que la genera, ni el motor que la acciona. Por ello siempre me parecen igual de excitantes pero igual de redundantes. A pesar de ello, algunas veces opto por alguna mujer especial, ya sea por quilos, o por altura, para arriba o para abajo, pero siempre con alguna particularidad. Por una crianza represiva, barrial y machista no puedo coger con hombres, por lo que a lo sumo, alguna vez y no exenta de culpa, me dejé absorver el pene por una travesti.  
 Apenas llegamos a su casa y luego de la obligatoria puesta de música y la copa de lo que sea, incluso agua, nos dedicamos a besarnos, a buscar rápidamente la genitalidad del otro, la boca, la saliva, el toqueteo que confirma que el deseo de fornicar está avalado por lo sensorial, por los descubrimientos que se van suscitando en el férreo avance manual y oral.
 No tardamos mucho en estar absolutamente desnudos, impolutos por lo desinteresado y fuera de cualquier especulación, avanzados por la consuetudinaria tarea natural de excitarse y coger y, si es posible, procrear.
 Nos chupamos y nos lamimos hasta probar, hasta tantear los gustos del otro. Afortunadamente coincidimos en mi gusto por las vaginas y en su apertura explícita para que siga chupando, en su acompañamiento quejumbroso y placentero que indicaba que lo que tanto me excitaba era congruente con el deseo de ella. Y en medio de la fruición vaginal,  me abordó una mezcla de tabaco, cebollas fritas, animal, equino; un tono agriado de perfume vencido. Sé que es disruptivo en una historia erótica una mención a los olores, vestigios del erotismo de antaño, con regente nasal, con imperante olfativo, con mezcla de avasallamiento espacial por medio de una secreción, una hormona que se infiltra desde la axila y que circula con las características propias de cada lugar del cuerpo para cristalizar, finalmente, en ese olor a concha tan característico del amordazamiento de una vagina por un jean atormentador que se empeña en despuntar el vicio del esnifar, la fascinante rémora de una lengua bífida, un órgano de Jacobson que crece en nuestras fosas nasales y se transforma en el instrumento olfativo más erótico jamás dimensionado, precisamente por su carácter ancestral y original.
 En medio de esa nada cargada de tiempo detenido que es la relación sexual, y sin que medie aviso de ningún tipo, me inundó la boca un chorro de soda, una catapulta de líquido vaginal, el famoso squirting en el que me deleité innumerables noches elucubrando la posibilidad de la conjura, el artero engaño; en el simple meo trocado por la magia, ya no de la televisión, sino del montaje de Internet, del photoshop flagrante, de la conspiración mediática que inventa nuevas formas de sexualidad inalcanzables; esas zanahorias fluorescentes que rigen nuestras vidas cual fantasmas góticos, presentes sin corporizarse nunca; la amenaza invisible de la posibilidad, la mera posibilidad; tan lábil como una posibilidad; un religión de la semiótica, una liviandad del marxista sexual, el impoluto régimen dictatorial del loco.
 El chorro que expelía su vagina era totalmente líquido, sin atisbos de viscosidad ni áurea renal; inmediato en su declaración de líquido primal, tan tibio como un líquido amniótico; mismo en mi efervescencia sexual que adelantó mi orgasmo, era puro líquido amniótico devuelto a quien lo merece, al pobre poseedor de un recuerdo arrebatado, una ilusión hecha recuerdo; al falaz portador de una fantasía contundente. Y acabó.

                                                                     Adrián Dubinsky. 10/02/2012

[1] La mejor película de Woody Allen es Dulce y melancólico, en la cual una novia ocasional del egocéntrico Sean Penn (Genial en su papel) es tan muda como sabia.