martes, 27 de diciembre de 2011

Charlotta de Guápulo

Cuando yo vivía en Guápulo, Charlotta subía y bajaba los cientos de escalones desgastados que iban desde la iglesia, señorona e inmensa, hasta abajo, cerca del río, hasta la cinta asfáltica de la avenida Larrea. Ejercitaba sin pausa el metro ochenta y pico con inusitado vigor, lo que demostraba a las claras que confluían en ella una juventud física, por cierto real, junto a un ímpetu del espíritu que la habían llevado a trasladarse desde su París natal a las calles de Quito. Eran de igual talante el desenfreno por los escalones atiborrados de verde y su impulso viajero; acuariana, diría más de uno; pero nada de eso: inquieta…inquieta.
 Había venido a trabajar como vulcanóloga, había estado trabajando en las estribaciones de varios volcanes, estudiado la biodiversidad riquísima de aquella porción de tierra, que pareciera diminuta en el mapa, pero que es abrumadora y descomunal cuando se la transita. Según me enteré, últimamente parecía que había estado trabajando sobre el deshielo en el Antisana. Parece ser que el calentamiento global es comprobable y mensurable en aquel lugar de los Andes (luego me enteraría que en el planeta entero el humano se da de jeta con el aumento de la temperatura, pero hasta conocerla a ella todo lo referente a “calentamiento global” me sonaba a hippismo posmoderno).
 A medida que se fue aquerenciando al lugar, una extraña simbiosis que opera en algunos europeos en Latinoamérica, produjo que su único atisbo de europea fuera su indespegable acento francés y su rubicundez radiante, un pelo que deslumbraba y unos ojos que denotaban a las claras que era del algún lugar del norte, pero que en las costumbres y en la forma de manejarse parecía una ecuatoriana más. La gente que la conocía se olvidaba de su condición de ultrablonda de uno ochenta en donde la media femenina es de uno sesenta a lo sumo, y donde la tez trigueña abunda al punto de volver a Charlotta un faro ineludible.
 En realidad no se llamaba Charlotta, sino que este era un argentinamiento aporteñado de su nombre francés. Pero el nombre se había hecho parte de ella como lo desmesurado y sorprendente de América le había comido el corazón. Alguna vez hablamos sobre su trabajo, y creo recordar que hablaba de él con pasión, y creo haber deducido, y si no lo hice en aquel momento, pues lo hago ahora, que Charlotta era ecóloga no sólo porque amaba la tierra, sino porque amaba a la humanidad. Suena artificial un amor tan inclusivo, pero a través de las personas que quería, ella redimensionaba el querer y lo potenciaba y trasladaba al cuidado más esencial de los que se quiere. Su trabajo excedía al de ecóloga y trascendía el de la militancia, se arraigaba acaso en un lugar mucho más encomiable: en el vegetamen del puro afecto.
 Compartíamos con Charlotta, además de cerveza, un principio de huerta que alcancé a ver en los bordes de la cristalización, ni sé si se finalizó, pero tengo el recuerdo de ella ahincada en la tierra, con instrumentos ancestrales, peleando contra las enredaderas y los tallos enmarañados de los zapallos silvestres que se habían adueñado de la porción de tierra que colindaba con el patio terraza de donde vivía. Ella cavaba, usaba el pico, araba, sembraba, y se relacionaba con la tierra como si hubiese estado hermanada todo el tiempo a ella. Y si algo me acercaba aún más a ella, era su falta de pretensión y de falsa superioridad que ostentaron históricamente los europeos con los americanos; su conducta estaba despojada de paternalismo barato y se asumía, cuando tronaba vigorosa contra las minas, como habitante del planeta, como ser humano par que se somete al lugar que le corresponde, un lugar de trinchera del pensamiento y la acción en el cual desembocó con total naturalidad. Imagino que quien conoció a Charlotta en Europa no se debe haber sorprendido demasiado de que ella se hubiera venido a vivir a Latinoamérica y a trabajar a favor de la autodeterminación de los pueblos, del cuidado de los que quería, de, y aunque suene pretencioso y cursi, su amor por la humanidad.
 Ambos éramos de Acuario, cumplíamos con una semana de diferencia y a ella la embargaba cierta volatibilidad y carácter aventurero que se le achaca a las personas de nuestro signo. Pocos podían ver que más que sed de aventuras lo que la conducía era una pasión por el conocer, por lo distinto, por lo nuevo, por acercarse a todo aquello que estuviera más alejado de su realidad para hacerse más y mejor humana. Por supuesto que estoy conjeturando, pero así la imagino. Cuentan que con la misma pasión que se enamoró del lugar, alguna vez se enamoró de algún latino, y aquellos de miradas cortas aún no podrán comprender que era imposible que no lo hubiera hecho, que como la enamoró el lugar la iba a subyugar algún varón de sus tierras. De todas formas, como toda buscadora, cuando yo me fui pensando en regresar a Quito, aún seguía buscando.
 El tiempo fue pasando y cada tanto, a fuerza de nostalgia tanguera y los contrastes evidentes de la ciudad donde vivo comparado con el vallecito donde viví más cerca de mi total integridad, se aparecía en la memoria; cada dos por tres me venían imágenes de mi cumpleaños allí, donde la pasé con ella y su novio de entonces, junto a la mujer de ese momento, adosada al lugar como nadie y quien se llevo, acaso, lo mejor de su amistad.
 Los azares y la curiosidad, un amor mal curado, una curiosidad desmedida por cotejar información, desinformación, y contrainformación, y todos los males que nos infringen los mega medios comunicadores, me llevaron a leer los diarios de Ecuador aunque viva a 5000 Km. y ya casi nada me ate a aquellas tierras, exceptuando recuerdos inmensos. Hace unos días estaba leyendo uno de los diarios más letales de la mitad del país del medio del mundo, cuando caí en la cuenta que nunca más iba a ver a Charlotta, que incluso el regalo que me hizo para mi cumpleaños ya es pasible de inexistencia y sólo vibra como un color del recuerdo. Me quedé un rato largo mirando la pantalla de la computadora, y en un estado semi cataléptico infería a través de lo que leía, que las diferencia son tan grandes en América, que pocos podían saber quién era Charlotta y que es lo que hacía allí. Seguramente, lo cual no los disculpa, tal vez alguno haya creído que era una más de las turistas que vienen a vivir la vida loca, con sus euros y sus pretensiones; seguramente cuando dispararon, quiero creer, para creer como ella que la cosa tenía solución, que aquellos que abrieron fuego desconocían que estaban ante una de las personas que más los quería a ellos, que se habría ofendido y avergonzado porque la quisieran robar a ella, en su barrio; habrá ardido de furia en la camilla de la clínica inoperante que tardó en atenderla, y habrá puteado en un castellano gracioso, y nos habrá recordado a todos mientras se le iba la vida.
 La imagino creyendo y cerrando los ojos tranquila, sin dolor y con la mente en azul, y del azul pasando al celeste del cielo, y a ella recostada sobre la popa, viendo como la naturaleza misma se encarga de llevarla con su respiración hasta su tierra natal, y ya no habita una camilla de metal y cuerina, sino que es acariciada por un sol ecuatorial, por alguna que otra salpicada de agua salada, y la veo sonreír con los ojos cerrados, satisfecha, en paz, contenta al notar el sol oscurecerse a través de sus párpados cerrados, y sentir el resto del sol sobre su cuerpo, y estirarse feliz porque sabe que ese devenir en morado del rojo que ve desde debajo de los párpados, obedece a la sombra que proporciona el amor cuando se acerca; una sombra que habita en ella, que camina sobre las conjunciones que hacen de ella la persona más libre de la tierra, aquella que va y viene cuándo quiere, a dónde quiere, con quién quiere y cómo quiere.

Adrian Dubinsky

domingo, 25 de diciembre de 2011

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Mujer en el espejo


Caminó autómata hasta la entrada del metro, con su mente sometida a un reposo arbitrario por el esfuerzo laboral de todo el día.
Se detuvo en seco antes de descender las escaleras del metro, porque de golpe sintió que entrar en la boca subterránea era como ser engullido por una pitón de final incierto y laberintico. Y luego el riesgo de esa sensación de desollarse y desparramarse como un liquido para, quizá, con suerte, si todo iba bien, si no se desasía para siempre, solidificarse, reconstruirse nuevamente.
Mejor caminar, pensó. Y le gusto la idea de andar sin prisa hasta su casa, arengado por la pendiente del bulevar que lo adentraba en su barrio y regado por un sol otoñal del que ya no había que refugiarse por su efecto recalcitrante.
Cuando caminaba por esos barrios, daban la sensación de estar obligado a caminar mas erguido, con el perfil mas alto, lo suficiente para alcanzar aires de superación, de lo contrario parecía estar bajo la misma mirada censora de quien organiza una fiesta y distingue a la persona que no fue invitada. 
Ahí están los transeúntes, se figuró, con sus vidas armadas, sus secretos y sus vergüenzas mas vestidas que de costumbres. ¡Y sus fantasías!, ¡ay sus fantasías!... sueltas, libres, en busca de acomodarse en los pliegues de cualquier pretexto. 
A las vidas anónimas se les puede analizar desde cualquier prisma, pero intentar hondar en sus fantasías era encontrar lo mas puro e impuro de ellos al unisono. 
La verdad era que desde hacia mucho tiempo estaba obsesionado con las fantasías. Ejecutó un juego, la posibilidad de inmiscuirse en el perfil de los andantes. 
Se fijo en un hombre calvo, de baja estatura y contextura robusta, maletín en mano, y pensó que hombres como ese eran quienes mas fantasías frustradas contenían, pero a su vez eran los que mas cargo se hacían de los recovecos a los que los dirigía sus fantasías.
Luego se detuvo en una mujer mayor, arrasada por el tiempo, que resistía este envite a base de maquillaje pesado y bajo la que con dificultad escondía arrugas como quien esconde la frustración. Al marido seguro le fue bien en algunos negocios y pudo amasar una pequeña fortuna para mantenerla lo bastante alejada de sus asuntos personales, y como no, de la práctica de sus fantasías   
Este análisis indiscriminado hacia los andantes presagiaban un estado similar a los preludios de los temidos ataques de ansiedad, una especie de escupidera hacia todo lo que lo rodeaba. Busco lo que siempre buscaba en tales ocasiones: el ejercicio del deseo, que era lo único que parecía anclarlo a la realidad    
A unos metros por delante, entre el espacio que dejaban una pareja joven a la que comenzaba a analizar tildando como iniciados al camino de la hipocresía, sobre el lateral derecho de su camino, diviso la silueta de una mujer. 
Apuro el paso para confirmar su visión. En efecto, el culo era de la pomposidad  sospechada, según indicaba la falda negra ajustadísima que lo arropaba. A la distancia ideal, y escorzado sobre el lateral izquierdo de la acera para disimular su lascivo análisis, verifico que todo lo que sostenía la columna vertebral de la patrona del culo, parecía construido para admirar. Comenzando por su pelo enrulado que ondulaba entre sus omoplatos. Sus hombros formaban una línea recta, perfecta, ayudados, quizá, por las algodonadas hombreras de su camisa blanca. Sus tobillos, tenían el equilibrio perfecto entre estilización y carne, embutidos en tersas medias negras con la costura por detrás, lo que garantizaba, se dijo, que eran ligas. Habrá que adelantarse, pensó, para completar el descubrimiento de aquella mujer. 
Apuro su paso, formando un semi circulo por el lado que lo alejaba de ella, y por el que se vio obligado a perder su rastro con la idea de adelantarse los metros suficientes al paso de ella,  formando un semi circulo que la dejaba a ella por el lado convexo de la imaginaria figura geométrica. 
En el camino, intento imaginar como seria de frente, o que prefería encontrar en realidad, si a una mujer contrastada por la exuberante belleza de su retaguardia, o una mujer desde todo punto de vista hermosa. 
La distancia ganada fue suficiente para quedar a unos metros de frente al caminar de la hembra, a su vouyerismo urbano. Las calles están llenas de vouyeristas urbanos, pensó. Pero cuando giro, con la mirada preparada para espiar por la rendija imaginaria sostenida entre el aire y su disimulo, buscando en apariencia a todos, menos a ella, la desilusión cayo como un baldazo de agua fría, la mujer no estaba. 
Miró hacia todos los costados, buscando una respuesta visual, una estela de su figura que lo guíe en la nueva búsqueda. 
Inmóvil, se refugio en el razonamiento. No puede haberse ido muy lejos, pensó, el tiempo que invertí en el adelantamiento no fue suficiente para que este fuera de este circulo visual, y aunque haya cambiado, brusco, su paso hacia cualquier otra dirección, el tiempo tampoco le alcanzaba. Tiene que estar dentro de una tienda, y tiene que ser en una tienda del lado derecho, ahora mi lado izquierdo, ya que el tiempo tampoco le alcanzaba para llegar a una tienda del costado izquierdo, ahora mi perfil derecho. 
Mientras sondeaba los escaparates, casi todos de ropa femenina, del perfil elegido por su lógica, se le cruzo la idea de que esa mujer fuera una alucinación. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Se detuvo. No vaya a ser que tanto porfiarme de la falta de fantasía ajena, la mía sea un exceso y por esto mas falsa que la de los demás, pensó.

Cruzó la acera y se detuvo frente a la entrada de una tienda que hacia esquina, escoltada la puerta de entrada con maniquíes femeninos en ropa interior, por detrás del vidrio y sus reflejos de el exterior, reconoció los tobillos de la mujer por debajo de la cortina del probador, las medias de costura y su corazón golpeo fuerte, primero por no ser una alucinación, luego por el lugar en el que la había descubierto. Finalmente sintió un escalofrió placentero, similar al que siente cuando, dormido, se descubre que alguien nos cubre con un abrigo. 
Y luego el probador, pensó, como cualquier otro vestidor, formaba un reducto mínimo, solitario, donde la mujer se encuentra a sus anchas con la conciencia de su sensualidad, reconocida a través de un espejo, a la misma distancia del amante que la desnuda. Pero sin la tensión de la mirada ajena. Cuantas realidades a contrapelo tenían guardadas los espejos en sus archivos de imágenes, cuantas masturbaciones, cuantas jadeos sin sonidos, cuantas visiones y cuantos amantes invisibles se reflejaron en la expresión que refleja el espejo. Sola, frente al espejo, tendría que ser aun mas sensual su actitud. Ensayando la expresión de su cuerpo mas provocativa según la prenda... De frente, con la mirada fija en sus pechos para ver como se veían con la nueva prenda, de costado. Un giro rápido para ver su figura fugaz, como el que la veía pasar. De atrás, de nuevo de frente, volcada hacia delante con sus pechos suspendidos solo en la gravedad, siempre según la indumentaria. De nuevo de costado, adelantando una pierna a la otra para  comprobar que el pantalón, o la falda, hacían honor a la geometría de su culo, a los ángulos de sus curvas. Con zapatos de alto tacón, para imaginar el poderío de su cuerpo realzado sobre el nuevo modelo de pedestales. Prendas elegidas para vestir con la intención de ser quitadas. O no, no en el caso de la ropa interior, pues merecían seguir en el cuerpo acariciado, en el sexo lamido, en los pezones mordisqueados, en la respiración jadeante. 
La mujer salio de probador. Y por fin el revés de lo conocido completo a una mujer hermosa, rasgos andaluces, marcados, acentuados por una nariz que terminaba en punta, subrayada por unos labios carnosos que, aunque serios, de tan extensos parecían sonreír. Pómulos angulosos. Ojos rasgados y oscuros con una línea de maquillaje en la comisura que afilaba mas su mirada. Algo de ojeras sumaban a su atractivo bordeando los 50. Admiro como, con engañosa coquetería, gracias al tramado ortopédico de su sostén, sus pechos se mostraban redondos. 
Le encantaban ver como los pechos cedían y colgaban una vez liberados de la prisión circular del sostén, y mas a esa edad. Intento conocer el timbre de su voz. Pero difícil justificar la presencia de un hombre en una tienda de ropa interior femenina, a no ser, claro, que este eligiendo algo para alguna mujer. Podría entrar y decir que una de sus mejores amigas se casaba, detalle que parecía, en principio, despejar sospechas. Pero a las vendedoras era difícil engañarlas, y mas a las de este tipo de establecimientos, donde los vouyeristas urbanos se adentraban con cualquier tipo de excusas.
Pronto desistió de aquella persecución de su propia fantasía corpórea y de ciertos rasgos coincidentes.
Caminó sin obstáculos  hacia un reposo necesario. Convivir con una fantasía podía ser tan agotador como perseguir cualquier realidad.
Se detuvo ante la gran avenida. Por el reflejo de un coche que pasó a gran velocidad vio a la mujer justo detrás de él, y una frase repetida hasta la incomodidad:   
“No hay una equivocación, tampoco hay una verdad. Hay un mundo de intuición que elimina cualquier racionalismo” 




Andrés Casabona

martes, 13 de diciembre de 2011

LT o el manifiesto de lo oculto. Por Charlotte Sometimes


Una de las astas del ventilador de techo tenía una leve inclinación hacia abajo y el sonido monótono que arrastraba parecía seguir el ritmo de los Cocteau Twins que sonaban desde el aparato. Siesta de verano en la montaña. Dulces aunque poco inocentes dieciséis contaba por aquellos tiempos. Algo perturbada por el sueño desperté deseando que mi primo estuviera cerca. Técnicamente no lo era aunque nos habían criado como tales. Contaba él apenas poco años más que yo. Sin terminar de estar del todo despierta con el deseo a flor piel, sentí un elemento frío en mis muslos. Ahí estaba LT apoyando un rígido corset de cuero sobre mí, a media sonrisa agitaba un antifaz con su mano izquierda. Con dos precisos movimientos ajustó el corset tan precisamente que las costillas se estrecharon hasta cortarme, gratamente, la respiración. Me colocó el antifaz. Sin salir del asombro pero ya despierta veía su camisa azul arremangada, los vellos rubios de sus brazos y los que asomaban de su pecho y mi corazón parecía querer saltar del prieto corset. Violentamente me arrojó sobre la cama dejando mis piernas colgando de la cama y comenzó a comerme el coño. Me sentí desmayar de deseo. Alternaba lamidas profundas con mordidas suaves, con suavidad metía dedos en el coño y en el culo en suave vaivén. Yo chorreaba en su barbilla. Toda una eterna tortura musicalizada con mis gemidos de sumisión y rendición ante él. Acariciaba yo su hermoso cabello cuando tomó entre sus diente mi inflamado clítoris y con la punta de la lengua lamía frenéticamente. Acabé en dos espasmos y gritos dignos de una gata en celo. Le bajé el cierre y liberé esa pija reluciente que pulsaba con fuerza por salir. No me permitió tocarlo. Se masturbó mirándome fijo a los ojos y acabó sobre el corset. Se arrojó sobre mí, me besó sin poder calmarnos a pesar de tanta ternura. Me dio vuelta de un movimiento y cacheteaba mi cola sin descanso hasta dejar sus manos marcadas en ella. Logré hacerme cargo de la situación y fui yo quien lo puso boca abajo en la pequeña cama. Desde la base de su nuca recorrí con la lengua húmeda toda su columna hasta su blanco, palidísimo, rosado, perfecto y redondo culo. Lo volví loco con mis besos negros, escucharlo entrecortado en su gimoteo me alentaba a meter la lengua más profundamente y acompañarla con mis dedos. Sentía cómo se aflojaba y se ofrecía. Instintos poco explorados hasta entonces lo desarmaron completamente, su entrega fue absoluta. Lo dí vuelta y mirándonos sin pestañear otra vez y con los ojos inyectados apretó fuerte mi garganta y acabó en mis tatuajes.


Como la fe, lo oculto se manifestó de esa manera, casi religiosa, fervorosamente.