Mostrando entradas con la etiqueta Relatos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Relatos. Mostrar todas las entradas

martes, 13 de diciembre de 2011

LT o el manifiesto de lo oculto. Por Charlotte Sometimes


Una de las astas del ventilador de techo tenía una leve inclinación hacia abajo y el sonido monótono que arrastraba parecía seguir el ritmo de los Cocteau Twins que sonaban desde el aparato. Siesta de verano en la montaña. Dulces aunque poco inocentes dieciséis contaba por aquellos tiempos. Algo perturbada por el sueño desperté deseando que mi primo estuviera cerca. Técnicamente no lo era aunque nos habían criado como tales. Contaba él apenas poco años más que yo. Sin terminar de estar del todo despierta con el deseo a flor piel, sentí un elemento frío en mis muslos. Ahí estaba LT apoyando un rígido corset de cuero sobre mí, a media sonrisa agitaba un antifaz con su mano izquierda. Con dos precisos movimientos ajustó el corset tan precisamente que las costillas se estrecharon hasta cortarme, gratamente, la respiración. Me colocó el antifaz. Sin salir del asombro pero ya despierta veía su camisa azul arremangada, los vellos rubios de sus brazos y los que asomaban de su pecho y mi corazón parecía querer saltar del prieto corset. Violentamente me arrojó sobre la cama dejando mis piernas colgando de la cama y comenzó a comerme el coño. Me sentí desmayar de deseo. Alternaba lamidas profundas con mordidas suaves, con suavidad metía dedos en el coño y en el culo en suave vaivén. Yo chorreaba en su barbilla. Toda una eterna tortura musicalizada con mis gemidos de sumisión y rendición ante él. Acariciaba yo su hermoso cabello cuando tomó entre sus diente mi inflamado clítoris y con la punta de la lengua lamía frenéticamente. Acabé en dos espasmos y gritos dignos de una gata en celo. Le bajé el cierre y liberé esa pija reluciente que pulsaba con fuerza por salir. No me permitió tocarlo. Se masturbó mirándome fijo a los ojos y acabó sobre el corset. Se arrojó sobre mí, me besó sin poder calmarnos a pesar de tanta ternura. Me dio vuelta de un movimiento y cacheteaba mi cola sin descanso hasta dejar sus manos marcadas en ella. Logré hacerme cargo de la situación y fui yo quien lo puso boca abajo en la pequeña cama. Desde la base de su nuca recorrí con la lengua húmeda toda su columna hasta su blanco, palidísimo, rosado, perfecto y redondo culo. Lo volví loco con mis besos negros, escucharlo entrecortado en su gimoteo me alentaba a meter la lengua más profundamente y acompañarla con mis dedos. Sentía cómo se aflojaba y se ofrecía. Instintos poco explorados hasta entonces lo desarmaron completamente, su entrega fue absoluta. Lo dí vuelta y mirándonos sin pestañear otra vez y con los ojos inyectados apretó fuerte mi garganta y acabó en mis tatuajes.


Como la fe, lo oculto se manifestó de esa manera, casi religiosa, fervorosamente.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Relato: Hielo y Brasas


Agustín estaba sentado en uno de sus bares favoritos, leía mientras revolvía suave un humeante café. Era costumbre en él buscar estos rincones para disfrutar, bien de la lectura, o bien de alguna instructiva e interesante tertulia. El ambiente de ese pequeño bar era acogedor, distintos personajes de la bohemia artística solían entrelazarse en interesantes debates, para participar de alguno de ellos, sólo bastaba con alzar la vista del libro, pero su lectura lo abstraía de todo. Sólo el particular crujir del suelo de madera, efecto de unos pasos de tacones, hicieron que alzara su cabeza. Una mujer de unos 30 años, ojos color caramelo, pelo negro que caía sobre sus hombros, un vestido negro ajustado al cuerpo que dejaba ver sus pronunciadas curvas y zapatos negros de fino y alto tacón, había detenido sus pasos justo enfrente de él. La mujer miró directamente a los ojos celestiales de Agustín y junto a una tímida sonrisa, esbozó.
- ¿Puedo sentarme contigo?.
Se llamaba Claudia. La amena charla transitó por distintos parajes intelectuales. Parecían tener, además de la misma edad, las mismas aficiones. Pero había algo en ella que no encajaba en toda aquella realidad. No por ser una mujer hermosa que sin más se presenta ante él y se sentaba en su mesa. Agustín se sabía apuesto y no era la primera vez que le pasaba. Era algo que ni su filosa intuición podía pronosticar, pero se sentía bien con ella.
- Me gustaría que vinieras conmigo, sin preguntas-dijo Claudia.
Agustín miró a los costados, los presentes seguían en sus cosas, leyendo, tertuliando, o con la mirada perdida en el horizonte de la barra. Se levantó de la silla de madera y sin decir una palabra, la tomó de la mano, pagó ambos cafés y se marcharon del bar. Afuera el cielo todavía conservaba un ápice de luz, en pocos minutos la noche caería sobre la ciudad. Caminaron hasta una esquina, ella se detuvo y le indicó que esperara allí. Agustín siguió con la mirada a Claudia, que descendía por la escalera de un parking. Observó a la gente e intentó imaginar de dónde venían y a dónde iban. Desde la rampa del parking un coche mediano y de color petróleo ascendía. Pudo reconocer a Claudia al mando de éste. El coche frenó. Claudia bajó el cristal del lado del acompañante y le hizo un gesto para que se subiera. Tomaron una carretera que los alejaba de la ciudad. Agustín comenzaba a angustiarse, pero al ver, de soslayo, el tacón de aguja clavándose en el pedal, su angustia daba paso a un excitante estremecimiento. Llegaron a un barrio residencial. Bajaron del coche y caminaron hasta el portal de una casa. Claudia revolvió el bolso y sacó un juego de llaves. Abrió la puerta, encendió las luces e invitó a Agustín a entrar. La casa estaba dominada por un diseño minimalista, con buen gusto en todossus detalles. Tomaron asiento en un confortable sillón y charlaron, como en el bar, sobre distintos temas. Pero el tema que más apasionaba a Agustín era verla cruzar sus piernas de un lado a otro, ella reconocía que sus cruces de piernas causaban placer en él, era lógico pensó, si a los caprichos de mi cuerpo nadie puede resistirse. En este duelo de seducción estaban cuando ella rompió la ya monótona charla.
- ¿Qué es lo que más te gusta de una mujer?
- Que me sorprenda -respondió Agustín-,más aún cuando esa mujer es hermosa como tú. Los ojos de ella se clavaron en los de él. Descruzó sus piernas, adelantó su torso hacia él... nunca sus cuerpos habían estado tan juntos.
- Yo te puedo sorprender, pero con la primordial y única condición que hagas exactamente lo que yo te diga, sin discutir, ni omitir quejas -y acercando su boca a escasísimos centímetros de la suya, remató:- ¿ De acuerdo? Claudia vendó los ojos de Agustín, no sin antes eludir la boca de él, deseosa de ávidos besos. Lo invitó sin preámbulos a que se quitase toda la ropa, con excepción de sus calzoncillos. Así, vendado sus ojos y casi desnudo, lo condujo, escalera abajo, hacia un ambiente que olía a sótano. Tomó su mano izquierda y levantó el brazo hacia lo que Agustín se figuraba una viga, amarró su brazo al párante y tirando de él se aseguro que estuviera bien sujeto, lo mismo hizo con la mano y el brazo derecho. Agustín probó, tirando fuerte, la eficacia de aquellas cuerdas que lo amarraban con los brazos extendidos en formas de alas. Sintió que los pasos de ella se alejaban.
- Claudia... ¿estás ahí?- Sintió los pasos de ella, que se acercaban a gran velocidad hacia él. Dos fuertes golpes, con la palma de la mano abierta, uno por mejilla, le cruzaron la cara de lado a lado.
- A partir de ahora me llamarás Señora, y no hablarás hasta que yo te lo ordene. Y ahora quiero me contestes ¡Sí, Señora!, ¿lo has entendido?
- ¡Sí, Señora!, lo he entendido. Luego de este acto, erótico, imperativo, Agustín sintió crecer su pene, mientras el taconeo de ella se alejaba nuevamente. A sus ojos vendados le visitaban el débil resplandor de luces danzantes, juzgó enseguida que se trataba de luces de velas. Éste era el único signo de luz que él adivinada tras el manto de seda que cubría su mirada. Puesto que la venda era de seda, su visión no era la del negro absoluto de la oscuridad, por eso se aventuró a dictar qué era lo que iluminada el ambiente. Al resto de los componentes de la habitación su mirada sí estaba censurada. A juzgar por sus oídos atentos como únicos vínculos con la realidad, volvió a sentir los pasos de Claudia, con un andar que parecían vanagloriarse sobre la altura de sus finos tacones. Pero los sentidos de Agustín, no censurados por Claudia, parecían reunirse en una fiesta de expectación que no dejaba sin invitación al olfato: un dulce perfume se mezclaba, súbitamente, con una extraña fragancia etílica que penetraba por los orificios nasales de Agustín. Esta sospecha de cercanía fue catapultada por el dedo índice de Claudia que dibujaba, con suma suavidad, una línea recta que iba desde el cuello hasta la mitad del pecho del joven. Sin quitar el dedo, Claudia dibujó un círculo en la mitad izquierda del pecho del joven y, en forma de espiral, fue acercando su dedo hasta la circunferencia del pezón de Agustín. El dedo de Claudia viajó recto hacia el otro pezón, y como quien saca un delgado clavo de una pared, colocó sus dedos en punta y presionó suavemente el pezón derecho, acto que obligó al joven a exhalar un pequeño suspiro. Un cosquilleo en toda la cara de Agustín daba a entender que Claudia ofrecía ora su nuca. Sus caderas se meneaban lentas, ofreciendo al pene del joven sus glúteos redondos. Claudia percibía la tremenda excitación que se había apoderado de Agustín, y aprovechando su miembro erecto movió mas provocativa sus caderas hacia el pene.Muy lentamente Agustín sentía cómo aquellas delicadas manos desprendían el botón de su tejano, cómo hacían descender su cremallera hasta liberar la aprisionada excitación, y cómo, de un fuerte movimiento hacia abajo, su prisionera dejaba en libertad su pene que latía hinchado de exaltación. Claudia volvió a provocar con sus glúteos el pene de Agustín, éste, al sentir el roce de las suaves nalgas de Claudia, sintió una aterciopelada sensación... Pero por más que Agustín se esforzara por descubrir si Claudia seguía con el mismo atuendo o estaba en bragas o desnuda, de qué elementos provenía la combinación de aquellas extrañas sensaciones olfativas, si la débil luz sólo estaba formada por velas, y si realmente era el dedo de Claudia el que recorría su pecho, la venda de sus ojos cubría su mirada lo justo para que todas estas sensaciones fueran precisamente eso, sensaciones. Así, entre ese racimo de sensaciones, sintió cómo los pasos de Claudia se perdían en la lejanía. Este juego de ojos vedados le unía al placer por lo mismo que lo distanciaba: sentir y no saber qué estaba sucediendo ante tanta incógnita. Nuevamente el sentido auditivo le indicaba que ella, montada en seguros tacones, se acercaba con el mismo sigilo con el que se alejaba segundos atrás. Al dulce perfume que reinaba por sobre cualquier sospechosa fragancia se le adelantó un aroma fresco, como inmaculado, al instante su mente viajó hasta su niñez, no sabía muy bien a que rincón... Las manos de Claudia, humedeciendo todo su pecho, lo trajeron con violencia ante este presente excitante, un frescor recompensaste pasaba por sobre sus pezones, y por detrás de esta sensación, otra también húmeda pero mas fría, como si se tratase de un cubito de hielo, en efecto, de hielo se trataría ya que gotitas frías se estrellaban en la punta de su glande. Los dedos de Claudia atraparon un pequeña porción de piel, muy cercana al pezón izquierdo. En décimas de segundos Agustín sintió un fino fuego, como si las uñas de Claudia pellizcaran muy finamente aquella porción de piel. Pese a que Claudia distanció sus dedos del pecho del joven, éste sentía como la marca de los dedos de Claudia persistía en su pecho, como si algo de Claudia no abandonase del todo su piel, dejando en la epidermis una extraña mezcla entre frío y calor, dolor y placer. La misma sensación volvió a poner hielo y brasas en el corazón de Agustín, y se repitió varias veces hasta sentir un ardor alrededor de su pezón izquierdo. A los oídos de Agustín llegaba nuevamente el taconeo de Claudia que anunciaba otra vez su lejanía. La punzante sensación en su pecho no le permitía determinar, ni en segundos, ni en minutos, el cálculo de tiempo transcurrido hasta el momento de volver a disfrutar, según sus órganos auditivos, el glamour de los pasos de Claudia acercándose hasta él. Otra vez el rico y dulce perfume de ella se mezcló con el aroma etílico. Sobre su pezón derecho sintió el hielo que se derretía inminente. Sintió cómo ella aprisionaba la piel debajo del pezón. Sintió un estímulo que lo hizo estremecer tanto que, desde sus ojos que visitaban continuamente la oscuridad, se sumaron la de pequeños cuerpos azules. ¿Serían realmente sus manos que pellizcaban su piel? Y si no eran sus manos, ¿de qué estaban hechas estas descargas de poder que su dueña depositaba, maliciosa, sobre su torso desnudo? Este pensamiento punzaba su cabeza cuando por primera vez, luego de las violentas bofetadas, se escuchó la voz de Claudia que interrogaba seca:
- ¿Qué sientes?
- Un fuego alrededor de mis pezones- contestó él con la voz entrecortada- Pero también siento algo frío, como si tuviera una brasa y un hielo. Siento que cada vez que me pellizcas algo tuyo se quedara en mi cuerpo.
- Quizás tengas razón -dijo serenamente Claudia, agregando al estado de Agustín aún más desconcierto, y continuó:- Pero aún falta lo mejor. Lo que me pregunto es si estarás dispuestoa ver el castigo final que tengo pensado para ti. Además si quito la venda de tus ojos, podrás ver cómo voy vestida ¿Tú qué crees? ¿Podrás aguantar ver de qué se trata el castigo final? Agustín respiró fuerte, sentía sus labios secos, los humedeció con su lengua y sintió los de dedos de Claudia que acariciaban su boca, cuando intentó besar los dedos, ella los retiró inmediatamente. Volvió a respirar profundamente, y sintió cómo un cubito de hielo aliviaba sus resecos labios.
- Creo que me gustaría -Y, al imaginar los zapatos de tacón de Claudia, más el enigma erótico de su vestimenta, envalentonó su discurso- ¡Sí, me encantaría verte!
Los pasos de Claudia se desplazaron hacia el costado derecho de Agustín, al instante los pasos de Claudia volvían a situarla justo enfrente de él. Agustín sintió que algo, además de la presencia de ella, se erigía también enfrente de su ser. Sintió los antebrazos de ella sobre sus mejillas, y sintió el giro de la suave piel de los antebrazos que colocaban a Claudia detrás de él. Con el roce de los pechos de ella en su espalda, un escalofrío recorría su espinazo. Los dedos de ella hurgaban en la nuca y cedió la presión del pañuelo. Por un instante temió perder la magia que le engendraba su mirada prohibida. El pañuelo ya no rodeaba su nuca, pero persistía su velo oscuro delante de su mirada, la voz de Claudia condimentó más la expectativa.
- Ha llegado la hora de que te veas -Y apartó el pañuelo violentamente de su mirada. Ante los ojos de Agustín, su propia figura se reflejaba ante un espejo de pie, colocado de forma tal que, la parte frontal de su propio cuerpo, fuera apreciado en todo detalle por el mismo. La confirmación sobre las sensaciones que había experimentado a merced de los caprichos de Claudia se confirmaron de inmediato. Era verdad que eran luces de velas las que danzaban sobre sus ojos vendados durante toda aquella dulce tortura, estas mismas luces iluminaban tenuemente el ambiente denso de alto erotismo, haciendo un leve destello sobre sus pezones. Pero no eran lo suficientemente intensas para determinar, con exactitud, por qué destellaban las luces sobre sus pezones. Claudia, que seguía aún detrás de él, y que sólo dejaba ver su rostro en la imagen del espejo, pudo apreciar que la leve luz no le despejaba el enigma del destello. Con una vela encendida, pasó su nacarado brazo por delante y lo colocó en el medio de su pecho. Agustín se encogió como si un castigo invisible azotara con violencia toda su anatomía, cerró los ojos y gimió. Cuando volvió a abrirlos, se volvió a estremecer ante la imagen de ocho finas agujas clavadas en su pecho, cuatro alrededor del pezón izquierdo, y cuatro alrededor del derecho. Un frío sudor que recorrió su espalda parecía colarse en la espina dorsal y congelar el fluido del líquido ciático. Pero pese a todo, el dolor y el placer brindaban dentro de su cuerpo. Concentró su mirada en el arte de las agujas clavadas en su cuerpo, una entraba y salía justo donde la otra entraba, formando así un cuadrado. Claudia se colocó frente a él con los brazos en jarras. Un vestido blanco inmaculado, el pelo húmedo y prolijamente peinado hacia atrás, los muslos perfectos, y los zapatos de tacón de aguja negro acharolados, hicieron que el pene de Agustín se hinchara hasta casi estallar. De sus labios pintados color carmesí se esbozó una felina sonrisa, que dio paso a la construcción de sus palabras...
- Y ahora que ves las agujas, ¿qué sientes? - interrogó Claudia, muy dueña de la situación, y sin perder un sólo palmo de su sonrisa. Agustín la miraba perplejo, sólo deseaba que ella lo soltara y así, poder arrojarse a sus pies y lamer sus zapatos hasta derramar en el suelo todo su
semen.
- Quiero adorarte, quiero arrodillarme a tus pies…
- Lo harás, pero antes recuerda que falta algunos castigos más. Como podrás ver, tienes clavadas ocho agujas en tu cuerpo. Metió su mano en el bolsillo del vestido, sacó de allí dos tubitos, cogió uno en una mano y el otro en la otra mano, los colocó delante de sus ojos.
- Estos tubitos son agujas esterilizadas –Abrió los dos tubitos e interrogó sarcástica:- ¿Adivinasdónde tengo pensado colocártelas? Agustín respiró fuerte, no podía, o se negaba a imaginar, el destino de las agujas. Se quedó en silencio mirando a Claudia, ella continuó.
- Puesto que no te atreves a decirlo, las colocaré directamente donde tenía pensado. Tomó entre sus dedos el pezón izquierdo, y con una precisión y velocidad inmejorables atravesó el pezón de Agustín, que gritó y gimió desesperado. Claudia se agachó y se metió el pene de Agustín en su boca, los gritos de dolor de él se fundieron en gemidos de placer. Lo mismo sucedió, como ella había prometido, con el pezón derecho. Luego de ver cómo Agustín se calmaba, le dijo:
- Apenas te vi en el bar supe que terminarías aquí conmigo. Le quitó las cuerdas que amarraban sus brazos y con el dedo recto señaló el suelo.
- Ponte de rodillas y y lámeme los zapatos. Agustín dejó caer su cuerpo perforado y lamió suavemente los zapatos de Claudia. A los pocos minutos le dio la orden de detenerse. Lo cogió del pelo, trajo una silla y se sentó frente a él, cruzó sus piernas con tremenda seducción y dijo: - Quítate tú solo todas las agujas, pero las de los pezones déjalas para el final. Agustín comenzó, temeroso, a quitar una a una las agujas. Cuando le tocó el turno a las de los pezones, hizo una pausa, miró a Claudia, cerró los ojos y quitó ambas agujas a la vez. Claudia sonrió y sintió cómo su entrepierna se humedecía. Le tiró la ropa y le dijo que se vistiera, ella lo esperaría arriba.Cuando Agustín subió, Claudia estaba con la puerta abierta de su casa, desde donde se podía ver un taxi parado justo en el portal. Le entregó un sobre y cerró la puerta a sus espaldas. Agustín abrió el sobre y vio dos billetes de diez euros y una moneda de 25 céntimos. Subió al taxi y le indicó la dirección de su casa. Cuando llegó hasta la puerta de su casa, el reloj del taxi marcaba 20 euros, con 25 céntimos.


                                                                         Sergi 
                                                                         Barcelona 2003 

jueves, 3 de noviembre de 2011

Agua Saborizada. Belén Wedeltoft

Oscuramente fuerte es la noche el título de una novela. Al principio tuvo miedo porque al fin y al cabo, ¿quién era él? Lo poco que lo conocía era suficiente pero podría ser que no. Esas veinte cuadras que la llevaban hasta sus brazos eran un corredor larguísimo, preguntas sin respuestas. De una sola cosa estaba segura: no era amor. Y sin embargo sus manos le encantaban y la forma de respirar como un felino debajo de ese cuerpo perfecto. A lo mejor, seguro y tal vez el enigma era lo que más la seducía y siempre que estaba con él optaba por no preguntar. Ese era el pacto y la magia que había entre los dos.
-        No importa quién soy, importa lo que soy cuando estoy con vos.
Descubrió que entonces era como en una película, otra forma de hacer ficción, el mejor ejemplo de la acción definiendo al personaje. El era oscuro y luminoso al mismo tiempo, sabía alternar luces y sombras mostrando y escondiendo. Lo que se decía, se decía pero la luz del discurso oscurecía lo que no. Había un no relato dentro del relato que la llenaba de felicidad. ¿Quién es? No le importa.
Cuando estacionó el auto él la estaba esperando en la puerta, tenía una sonrisa de bienvenida, una sonrisa “welcome” brillando en los dientes blanquísimos. Adorable. Ella bajó del auto como si entrara en cuadro. Luz, cámara… anda. El cerró la puerta y la abrazó.
-        Personaje. ¿Cómo estás personaje?
Le gustaba decirle personaje, como a la protagonista fugaz de una historia que en realidad no existía. La apretaba entre sus brazos, le hacía sonar los huesos de la espalda, la besaba en la boca.
-        Estás linda.
No: estás hermosa, no: me gustás, no: te quiero. Estás linda.
-        Me gusta el perfume.
Sí, a ella también le gustaba el perfume de él y ese espacio enorme que se abría delante de ellos como un lugar desconocido, amenazante. Todo en él era “yo te cuido” y al mismo tiempo “no significás nada para mí”.
Ella dejó la cartera sobre el largo mostrador, él la condujo con dulzura.
-        Mirá lo que preparé para vos.
Le apretaba la mano fuerte. Era como una niña apurando sus pasos detrás de él, las botas sobre el piso, tac, tac, tac.
Tinelli de fondo, acababa de notarlo. El lo llenaba todo con su sonrisa pero también estaba Tinelli. Personaje. Todo en penumbras.
-        ¿Te gusta?
Si. Le encantan los hombres seguros de sí mismos, que saben lo que quieren, que no les tiembla el pulso. Que no se enamoran. “La” encantan.
-        Mirá.
El espacio inmenso, alumbrado apenas con una luz tenue, una insinuación de luz, algo para ver y no ver.
-        A vos que te gusta jugar al gallito ciego.
Ella se rió, multiplicada en el piso, en los espejos de las paredes. Su propia enemiga. No importa, está con él y entre los dos una isla en el mar de espejos y demasiado cerca la orilla que no conduce a ningún lado.  Pero, ¿quién quiere irse? El ha construido una isla para retenerla a su lado. El es el rey, el presidente, el soldado, el pueblo y la bandera debería ser como los ojos de él: transparente y como los de ella: felices. Eso piensa.
-        ¿Te gusta?
Lo imagina preparando el espacio para el personaje, pasando la aspiradora, apurando a la gente para que se vayan, pensando que ahora viene el personaje y voy a armar el decorado, un escenario a la medida de los protagonistas, una isla desierta perdida en el océano Pacífico,  perdida como ella, sin dueño.
-        Besame.
No había dejado casi de besarla ni de acariciarla desde que puso un pie sobre la isla. Su isla.
-        A eso vine.
No había otro plan que el sexo y era un gran plan. Menos Tinelli de fondo. Podía mirarlo en los espejos tal como era, un cuerpo sobre su propio cuerpo y algún murmullo, frases inconclusas, otro idioma, uno desconocido pero con el que se entendían a la perfección. El escenario ideal para ella, el dueño del circo en medio de la pista domando a una trapecista demencial a la que le gusta hamacarse en su mente: la de él. Cuando terminan de hacer el amor él la sopla como a una pluma. Sopla su espalda, su cuello, sopla sus manos. Tiene un aliento cálido y fresco al mismo tiempo. “Así deben soplar los ángeles”, piensa ella a pesar de que nunca creyó en ellos.
-        ¿Tenés sed?
Vuelven sobre sus pasos. Más allá la persiana metálica de un extremo al otro, altísima, un inmenso telón. Agua saborizada. Ahora sí. Salgamos.
El atraviesa la puerta después de ella, tiene un bolso en la mano que parece pesado o es que tal vez él está demasiado liviano. Recita el número de la alarma mientras la recorre en el teclado, como si quisiera que ella la recordara. 1… 4… 23… No logra retener los demás números ni le interesan. Ella no quiere saber cómo se entra a esa isla cuando él no está.
-        Nos vemos.
-        Dale.
Se suben cada uno a su auto. La noche está más noche que antes y el corredor oscuro la devuelve a su casa. No prende ninguna luz y fuma en silencio. No piensa en nada. A las dos de la mañana y por el quinto cigarrillo un pájaro se refugia en el parapeto de la ventana, por detrás pasa la sombra de un gato enorme. “Por favor, que no lo vea, que no lo mate”. Quiere avisarle al pájaro, distraer al gato pero si se moviera podría asustar al ave, traicionar su presencia. Se queda quieta, pasan varios minutos, el cigarrillo se consume entre sus dedos, deja que se apague solo. El pájaro levanta vuelo y la deja sola en la ventana.
Le dan ganas de llorar.
Pero no llora.

miércoles, 26 de octubre de 2011

GP o el saco de verano. Por Charlotte Sometimes




Fue el saco negro de verano doble abotonadura, definitivamente. No fue tanto por la textura de la tela -le acaricié un brazo, por supuesto, fue lo primero-, el tejido no parecía el mejor: eran los hombros perfectamente torneados bajo la prenda. Sin quitárselo se sentó junto a mí y comenzó uno de esos monólogos suyos que tanto hipnotizaban; nunca sabré si era por lo convincente de sus casi proclamas políticas como por el tono grave de su voz. Acomodados en el sillón, algo angosto, lo escuchaba yo y asentía de tanto en tanto intentando leer en sus expresiones alguna intención de acercamiento. Vana tentativa: él siempre ensimismado en su dialéctica -¡argumentativa y convincente!- sin ver el deseo en mis ojos.
Como en cada encuentro, el café muy dulce de rigor, poco más de una hora compartiendo visiones sobre alguna lectura o alguna película y sin terciar palabra de más, me acompañaba hasta la puerta de salida y nos despedíamos hasta la semana siguiente. Esta vez convidó licor al momento del adiós. Se quitó el saco arrojándolo sobre mi lado del brazo del sillón. Volví a tocarlo aduciendo torpes excusas sobre las bondades de las telas de Oriente y no sé qué más. Acercó las copas aunque no me permitió beber, me tomó ambas manos invitándome a ponerme de pie, me tomó fuertemente del cuello de frente, me levantó la barbilla con un solo movimiento y me besó. Fue el sillón el receptor de tanto arrebato. Esta vez, esa voz profunda recitaba las líneas más apasionadas y las procacidades dignas de un Sade embargado por el éxtasis. Lo mío era una entrega, una renuncia, una abnegación, una sumisión únicas. Sus manos sujetaban mi cintura y mi boca buscaba la suya, sus dedos estaban en cada uno de mis huecos, mi lengua no dejaba sin recorrer cada poro suyo; todo era lamer y relamer a puro golpe de caderas, todo era -¡por fin!- tan húmedo, embriagador, que ni la fantasía más violenta había podido imaginar.
El saco quedó algo arruinado debajo de nosotros, no lo notamos hasta mucho rato después. Antes pude ver su sonrisa, la primera desde que nos habíamos conocido.

jueves, 6 de octubre de 2011

El inesperado final de "Crónica de una condición"


Un inesperado final. Por Gregorio Sacher


Cárol se acerca y nos sonríe a todos. Solicito su mano, la beso y con delicadeza la atraigo hacia mí. El resto del grupo se une a Saúl. 
Mi intención se sustrae en desmenuzar junto a ella la clave definitiva que había significado el final del juego, e intentar sonsacar que se guarda para el verdadero final. ¿Es realmente el final? ¿Qué le espera al esclavo? ¿Acaso le aguarda aún el verdadero final? Sólo uno de sus gestos había roto la manipulación de Saúl:  “Sabía que hasta ese momento el castigo y la humillación eran para él un premio”, me confirma ella, “así que le he castigado sin su premio”. En efecto, Saúl la estaba provocando según su instinto, y de ambos era el único que estaba disfrutando de su condición, una conducta muy usual en los personas de rol sumiso y no siempre conscientes de esta manipulación, al mejor estilo filosófico con su dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. 
Le pregunto a Cárol por qué ha elegido este ritmo para la sesión. Por qué, si había advertido de entrada la provocación del hombre, le había permitido llegar tan lejos. A ella le gusta llevar al máximo la tensión, pero cree que esta vez se le estaba yendo de las manos: “Me estaba provocando tanto, que llegué a sentir una excitación que me incomodó. Era como si desde su posición, en vez de hacerme sentir su entrega, él fuese como un fuego que me devoraba físicamente hasta hacerme derretir. Ensanchaba su espalda y sus hombros, alineaba la musculatura de sus brazos, y por si fuera poco, me enseñaba su culo y movía sus caderas. Era como si me quisiese decir: así te puedo follar”. Así que el ama sintió que no lo tenía todo controlado. Hasta que Carol advirtió esta manipulación y le negó su castigo, su premio, su placer, propinándole un castigo, por la negación y la inacción, que el hombre no esperaba y que a su vez lo descolocó, y se excitó aun mas por eso, porque leyó el significado de esa nueva humillación, de allí su suplica casi redentora.Yo estuve convencido todo el tiempo de que ella dominaba la situación, de que incluso los momentos de más descarada rebeldía del hombre se debían a que ella había aflojado la cuerda, pero lo cierto es que ella había llevado a tal punto el erotismo del hombre que a poco estuvo de sucumbir ella misma a ese incendio. “Aún me queda una duda”, le digo finalmente. “¿Por qué te detuviste? ¿No se trata en última instancia, de sentir un placer abrasador? ¿Cuál es tu plan?”. “No, se trata de algo mucho más excitante que he ideado, de follarme esta noche a cualquiera que se me antoje y obligarlo a él a masturbarse mientras nos observa; porque me excita mucho Saúl y sé que me quiere follar, pero el día que lo haga perderá todo interés en mí. Eso sí, el día que yo me canse de él como esclavo, será el día en que le permita follarme. ¿Sabes una cosa?”, dijo por fin, mirándome de una manera más que extraña, “ya sé quién será el próximo al que deseo someter, y será ese mismo al que me voy a follar”. Veo la curva que indica el camino de vuelta del punto mas extremo de la perversión sexual. Es ésa. Mientras miro a Cárol alejarse con su porte inalcanzable y su impresionante cabellera, me fijo otra vez en Saúl. Él también, como yo hace un momento, no puede despegar sus ojos de la silueta del ama a la que él se siente atado por una correa invisible mientras ella parte hacia su nuevo objetivo. 
En ese instante, algo me empuja a seguirla, voy corriendo hacia ella con el corazón galopando fuerte sobre mi pecho, tomo a Cárol por el brazo y con la voz entrecortada, le digo: “Quiero ser yo el próximo”. Con su mano toma mi mentón y me advierte: “¿Aunque al final no seas tú al que me folle”?. Y sí. “Sólo por el camino, hacia cualquier final”.
 

martes, 4 de octubre de 2011

Crónica de una condición. Por Gregorio Sacher


Gregorio Sacher se introduce en el mundo del Sadomasoquismo sin bordear la parafernalia y manteniéndose en pie para no caer en la apología, según sus propias palabras. Dice también, que para garantizar este equilibrio, lo mejor es introducirse en el corazón de esta alternativa erótica sin intentar definir parafilias y hurgar en pasados supuestamente tempestuosos. Lo mas sensato para transmitir el pulso interno de esta disciplina- afirma- es esquivar los motivos que atraen a los aficionados, pues se corre el riesgo de dejar afuera la descripción de un excitante juego de roles. Según su crónica, es indudable que su profundización supera las fronteras de una mera descripción.


"Doy una pequeña fiesta y me encantaría que vengas”, leo en el sms de Cárol. Esta frase lacónica sólo puede significar una cosa, pensé:
Una orgía sadomasoquista en el horizonte.
Llego hasta el local de siempre, un restaurante ubicado en la zona del Barrio Gótico de Barcelona, propiedad de Cárol. La correspondiente llamada perdida a su móvil, y esperar, como siempre. Para entrar al local, cerrado al público, hay que franquear la entrada principal del edificio. En el vestíbulo, a un paso, otra puerta que veo abrirse ilusionado. Allí está ella, sus curvas cubiertas por un mono de látex. La veo estilizada sobre los pedestales de botas de caña alta y fino tacón. Su cabello rubio, peinado hacia atrás, resalta sus pómulos. Sus ojos azules, enmarcados en unas felinas rasgaduras, lucen cruzados por unas líneas de madurez que la hacen tremendamente atractiva
Sigo su estela por el salón principal del restaurante, esquivando mesas de madera y rodeado todo el tiempo de una decoración renacentista, hasta el ya conocido y húmedo sótano, el lugar donde ciertas noches, no aptas para todos, Cárol hace gala de sus grandes dotes para el sadismo en un entorno de vodevil.
Mientras la pierdo de vista, saludo a los invitados, Gonzalo y Malena, un matrimonio amigo. También están Mónica y su esclavo, arrodillado a su lado y unido a ella por una correa de perro que le cuelga del cuello. Completa el grupo Luz, una chica morena muy joven a la que no conozco de nada
Desde las sombras de velas que danzaban sobre candelabros dorados, reapareció Carol.  Por detrás, arrodillado ante ella, aparece Saúl, contextura atlética, varios años menor que ella, moreno, rasgos indianos, con apenas un tanga como ornamenta. Y con su aparición, el  el complemento de una dialéctica erótica única.
“Quiero que hagas exactamente lo que yo te ordene, ¿entendido, esclavo?”, le increpa Cárol, autoritaria. “Sí, mi ama”, responde el hombreSu postura erguida parece provenir de un sentimiento de rebeldía que se acrecienta por una mirada que destella relámpagos de provocación. Cárol incrusta uno de sus finos tacones en el muslo de Saúl y le obliga a renunciar a aquella mueca de orgullo, hasta dejarle ovillado en el suelo. “Así me gusta, quiero que estés a mis pies”. El hombre vuelve a responder con la única frase que, al parecer, está autorizado a decir: “Sí, mi ama”, y esta vez su tono es más sumiso y un tanto difuso por la cercanía de su boca al mosaico. Cárol presiona con su bota la nuca del esclavo hasta estrellar la cara de la víctima en el suelo. La respiración de Saúl se agita. No hay duda de que vibra de anhelo postrado bajo la bota autoritaria de Cárol y aplastado por el peso de su propio deseo. “Así me gusta, esclavo, que me demuestres devoción. Ahora vas a lamer mis botas”. La lengua de Saúl barniza de saliva esclava el calzado de su dueña. Los que presenciamos la escena (que podríamos definir como una especie de coartada perfecta para el exhibicionismo de ambos, una pareja a la que une apenas este tipo de encuentros), ese espejo real de nuestras fantasías, acompañamos el sentimiento de ama y esclavo, seguros de su placer. Nos lo dice nuestro instinto erótico, el mismo que nos ha conducido hasta este sótano en el que ahora nos reencontramos con lo más primitivo.



Un juego pactado

Mas allá de qué disciplina o qué rol nos identifique, aquello que discurre ante nuestras dilatadas pupilas, esos instantes de profunda tensión erótica son la manifestación real de escenas escondidas en el lupanar de nuestra imaginación. El dominio sobre el otro, hilo conductor que nos distingue entre amos y esclavos y que representan con tanto realismo Cárol y su lacayo erótico, no es simplemente una dialéctica arbitraria. Estamos ante un juego pactado de antemano en el que ninguno es obligado a nada. Cárol conoce perfectamente los límites a los que puede llegar Saúl, la dimensión del rigor al que puede someterle. La dómina vuelve a descargar un rosario de fustazos sobre las nalgas de Saúl, dejando en la atmósfera la estela de la fusta, mientras en la estancia se oyen al mismo tiempo los chasquidos de su herramienta y los quejidos del hombre. Cárol se detiene. Las nalgas candentes del esclavo se balancean desafiantes, ofreciendo su culo en pompa, como cuando a un gato se le acaricia el lomo. Es así como el cuerpo habla y pide seguir siendo castigado. Y cuando todos esperamos verla descargar su amable furia sobre él, ocurre algo inesperado. 

Todo se detiene. La mujer se mantiene en aparente letargo. No mueve ni uno solo de sus dedos. Deja pasar el tiempo. La tensión es asfixiante. El esclavo se impacienta, pero ella permanece impasible. No va a castigarlo esta vez. El “no castigo” se ha convertido en el verdadero castigo. Todos estamos sorprendidos. Todos, menos ella. Cárol es absolutamente consiente de haber dado vuelta a la manipulación del hombre, de haberse acorazado ante su provocación. “¿Quieres que siga azotando tu culo, verdad, esclavo?”. El hombre suplica. Su malestar crece. El tiempo parece discurrir al lento ritmo de su desesperación. En medio de los ruegos del esclavo, ella da su consigna. Y es la prueba del nivel de sofisticación que puede alcanzar el juego cuando dolor y deseo conviven tan íntimamente, cuando la descarga de una fusta sobre un cuerpo entregado se parece más a una caricia que a una agresión, a un premio que a una ofensa. “Bien –continúa ella–, si en el resto de la noche me sirves como es debido, te daré tu premio, ahora levántate, ya no te quiero más a mis pies”. Y deja la sesión vista para sentencia. Bajo esa directriz de final de juego momentáneo, incierto, de pronto creo ver la esencia del verdadero sentimiento
sadomasoquista: Saúl, desde el inicio, pensó que conducía la situación y que tenía ganada su batalla de placer, pues lo que estaba ocurriendo en esa sala le satisfacía. Disfrutaba de su condición hasta que se produjo el giro: no hay castigo mas humillante para él que privarle del gusto de ser ultrajado. Se trata del castigo y de la humillación definitiva. Es ésta, no otra, la verdad alrededor de la cual gira esta relación erótica. El resto es una suma de parafernalias, gustos y tendencias, donde se puede incluir o no el sexo. Para algunos, el sadomasoquismo forma parte de los juegos previos a la copulación. Para otros, es una compleja interacción mental que no acaba...


                                        Continuará.




 
   




viernes, 30 de septiembre de 2011

GGD o los mellizos Diever. Por Charlotte Sometimes



Con Gerard, un amante ocasional con quien nos buscamos de tanto en tanto pero siempre a por mas cada vez, habíamos incursionado en alguna que otra doctrina mas harcode, y arnes de por medio, fui ama. No solo potenciábamos su lado femenino y mi masculinidad quedaba a flor de piel: el éxtasis se traducía en la expresión de sus ojos y una de mis fantasías mas rabiosas se hacia realidad. Nunca le di el crédito suficiente, no por desmerecerlo, en absoluto, pero fue el primero de una cadena de chongo sodomizados y ese puesto se lo ganó realmente. 
En el piso vivía Gabrielle, su melliza, con quien me había cruzado alguna que otra vez en el contexto de mis encuentros furtivos con su hermano y no habíamos pasado de un saludo cordial de rigor. Pálida como él, el pelo revuelto y oscuro, una delicada delgadez. 
Hasta que en una ocasión entró, así sin mas, y nos encontró en pleno juego. La miré y esa pija enorme que me estaba comiendo no fue suficiente, pero de todos modos se la chupe como nunca sin dejar de ver como ella se desnudaba. Perfecta en sus bragas blanca se acercó. Acariciaba mi espalda, creí volverme loca. Él quedo jadeando pero como dueña de la situación aunque rendida ante ella, lo deje sentado en una sillón a que se limitara a mirar.
No me permitió actuar por voluntad propia, no me dejo hacer cosa alguna. Me besó el cuello, me lo mordió. Yo la olía. Me lamía el hombro. Nos abrazamos un poco, muy suaves pero plenamente mojadas. Podía sentir sus finos huesos contra los míos. Nos besamos, ardimos. Apretada muy fuerte mis brazos para impedir que me moviera; estaba desesperada, quería tocarla. 
Ger tenía la mirada enajenada, perdidísimo: mucho whisky barato y merca. Después le pegada que no recordaba cosa, ese tipo de patología. Y ella tan de pasti, de ojera hermosa, byronesca.
Orgasmos, esos en los que te reís. Y a pesar que en esos tiempos venía de enroscarme como loca con Jean, el que me mira fijo y me culea: ese poder; y que también supo arrancarme finales apoteósicos. Pero Gabrielle fue esa noche, única. 
Agotadísima, tras niveles de calentamientos, horas, muchas horas después me fui. 
Cuando cerré la puerta, se besaban.             

martes, 27 de septiembre de 2011

JM o lo que no puede ser. Por Charlotte Sometimes



Se sentó desnudo en el bidet con el pene tan erecto e inflamado que parecía tener voluntad propia. Quedé parada frente a él concentrada en contraponer esa blancura lisa de su piel con el rosa violáceo del falo. Me atrajo sobre sí tomándome de la caderas, me así fuertemente del lavabo adelantándome a lo que vendría apenas un momento después. La cola se le ofreció generosa y la estocada fue apoteósica. Le meaba yo las piernas lampiñas mientras el mordía mi nuca, tan fuerte, que las marcas perduraron días. 
Y después y a pesar de todo es arrobamiento cuando por fin cruzamos miradas, sus ojos estallaban en lágrimas mientras yo temblaba amedrentada de tanto sentir. Lamí su sollozo, besé sus párpados, acaricie sus pestañas. Con mi lengua repasé sus fosas nasales y chupe sus labios blancos, muertos. Devolvió el beso con media sonrisa, forzada aun bella. Lloramos en el silencio del amplio baño juntos asidos fuertemente de las manos. 
Sin dar tiempo a otros estallidos lo levanté, me senté yo en el bidet y la fellatio mas violenta tuvo lugar ahí mismo. No había terminado de calmarse que ya estaba con esa misma voluntad del principio cobrando fuerzas para erguirse. Fue inmediato. Ya los gemidos se confundían con el llanto y era todo un caos: me lo comía, me masturbaba, él jalaba mi pelo tan intensamente que dolía. La perturbación era tal que ni en esas sesiones de estricta doctrina se habían mezclado el gozo y el dolor como aquel día. 
Una vez en el suelo me lo monté, él apretaba mis tetas, yo lo ahorcaba y en cinco embestidas un orgasmo- ¡encarnizado!- se prolongó eternamente en nuestros propios conceptos de tiempo. Sin lamentos ni sollozos esta vez aunque a sabiendas que tanto dolor ( un suplicio existencial) no podría mantenerse a base de ese deleite sexual único ( un regocijo nihilista), nos vestimos sin hablar. 
Me fui, no volví. Tampoco reclamó, ya sabíamos. Lo supimos cuando las lágrimas        

domingo, 25 de septiembre de 2011

Microrrelato. "Seducción"



Entender la seducción. Admirarla. Desearla. Respirar su densidad. Dejarse llevar por su magia. La misma magia particular que nunca nos permite distinguir si estamos envolviendo con ella, o estamos siendo envueltos en ella. Hay dos que se miran. Se proponen tácitamente. Se aceptan de inmediato entregados en una dialéctica visual aun sin mirarse fijo a los ojos. Forman un hilo que se estira y se contrae y entran en el juego. Ceden terreno, a la vez que lo invaden. Comienza la complicidad. Y aun sin mirarse sus cuerpos se acercan, porque se huelen, se desean. Y es ahí, cuando ya no son incógnita el uno del otro. El uno, arena movediza del otro. Se funden. Sus cuerpos rodeados de un único aura. Ellos son también nosotros, solo por ser nosotros quienes los admiramos


                                                                                                   Gregorio Sacher


  


                                                                                    


lunes, 19 de septiembre de 2011

Dieta Sex. Por el Nono




Redescubrir Buenos Aires y su gastronomía es un placer difícil de explicar…ayer, por ejemplo, y con “morriña” de mi otra patria, (Spain, of course) me fui al Laurak Bat, el club vasco porteño, a comer ¡Cómo no! Kokotchas a la romana…
No se si combiné bien el vino, ya que pedí un Terraza de Los Andes 2007,chardonnay y me lo bebí antes de que llegara el plato fuerte con un par de buenos ostiones a la parrilla…delicioso!!!, pero lo mas importante de esta perfomance gastronómica que me regalé fue una conversación inquietante que tuve con una clienta del lugar que, como yo, había decidido agasajarse a si misma y me permitió, sin la mas mínima vacilación y con mucha elegancia que la invitara a mi mesa y le pagara la cuenta. Cosa que para un caballero de los de antes, como me vanaglorio de ser, es el complemento ideal de una buena mesa.
La señora en cuestión, veterana de buen ver, como diría Godoy, me estuvo explicando como mantener la línea con la dieta del sexo: Así, por ejemplo, supe que uno pierde, en cada orgasmo unas 27 calorías, (los fingidos no cuentan, así que las damas se abstienen de tal nefasta práctica) y que si lo “haces de pié”, llegas a las 400. Dicha dieta, combinada con una buena ducha a dúo implican unas quinientas calorías mas por jornada.
No tardé mucho en hacer mis cálculos y saber cómo compensar la energía calórica que nos estábamos metiendo entre pecho y espada, así que, una vez concluido el ritual del postre, café y copa, invité a dicha señora a intentar poner en práctica los ejercicios conversados.
Fuimos a un hermoso hotel alojamiento, destapamos champagne francés y, claro, dada nuestras respectivas edades y el festín que habíamos compartido previamente…sólo practicamos sexo oral.
El sexo oral es un inhibidor del descenso de peso…así que, esta mañana, mi curva de la felicidad era un poco mayor y me temo que para mi ocasional compañera también. De todos modos, no descubrimos nada nuevo si decimos que el sexo es una actividad saludable y la clave de una vida sana.
Chapeaux Mariam!, gracias por la dieta.

jueves, 14 de julio de 2011

Haikus

Es una estructura poética japonesa estructurada en tres versos que suman 17 sílabas, distribuidos 5 para el primer verso, 7 en el segundo y 5 en el último.
Según algunos intelectuales de la poética es la estructura más pequeña que puede definirse en poesía.
El haikus brinda un mensaje actual, presente. Evidencia con su presencia la idea de desocultar sensaciones, pensamientos, razonamientos, etc. Esta manera breve y compacta sin dejar de lado la profundidad.
Algunos escritores occidentales que escribieron haikus fueron Mario Benedetti, Octavio Paz, Cortázar y Borges.
Esta estructura está relacionada con la posibilidad de jugar, de sostener una mirada crítica de la realidad apostando a lo lúdico.
Fiel a la consigna de Fatale, la que pregona que lo publicable es aquello que tenga una cuota personal, comparto con todos ustedes algunos haikus de mi autoría
 

Un viaje largo
A la ciudad norteña
de tus orgasmos.

Si con tres letras
Te describo desnuda
¿Qué podrán seis?

Amor temido.
Deseado amor.
Mas vale huir.

Comunicarse:
desnuda en la cama
Da ocupado




Natalio Pochak
 

miércoles, 6 de julio de 2011

De día

Ella era marea. 
Él fue sol.


Ella hacia movimientos
para adelante y para atrás,
Él de abajo hacia arriba
y viceversa. 
Ella tenía un andar constante, 
Él sólo dos veces al día


A Ella le perturbaba la quietud de Él
aunque sabía que se mantenía en lo mas alto
para verla bailar, bailar, bailar.


Él admiraba ese vaivén de esfuerzo,
ese sutil desprecio que le provocaba
ser observada mientras danzaba. 


Ella... se fue animando.
Y Él... escondiendo 
Ella... siguió en la búsqueda,
sabiendo que mañana,
bien tempranito 
volvería ser observada, sentida. 
Porque por las noches solo se movían
para adelante y para atrás
con la única intensión que Él        
no viera la luna/esa, 
esa invasora
reflejada sobre Ella.


Natalio Pochak

domingo, 19 de junio de 2011

El poder piloso

 Últimamente en los sitios porno de internet abundan las chicas con coños depilados. La mayoría ofrece esa pobre vagina desprotegida, rosada en su desabrigo y siempre proclive a pescarse una cistitis ardorosa. Las veo felices en su condición de conchas calvas, aunque trato de imaginar lo que sufrirán cuando se enfundan en los jeans de talles modernos, amordazadas y rozadas millares de veces en un deambular errante, al pairo por Park Avenue. Acecha la vulvo-vaginitis con irritación peri-conchal.
 Por otro lado, a mí, en lo personal (y si no fuera personal, quién sino llenaría estos pretéritos huecos) no me atraen para nada los clítoris sin bufanda. Tampoco me inclino por una enredadera amazónica; pero sí un término medio. Lo suficiente para tornarla sexual a mi parecer, adulta. Calculo yo que esa fijación y correlatividad entre la excitación y la necesidad de que tenga vello púbico un genital femenino, se retrotrae a una fijación infantil. Ahora mismo recuerdo perfectamente las imágenes que se apoderan de mí y succionan a una parte mía  que linda con los huecos nostálgicos y los aromas reencontrados. Con un recurrir al pasado como medio para transformar en eso mismo, pasado, a cada instante del presente. El olor del pasto recién cortado…
 El olor del pasto recién cortado me encanta, y también pensaba que me encantaba, en aquella mañana de principio de los setenta, en que yo iba contento aunque con vergüenza (sentimiento este último, que agriaba mi carácter y me tornaba propenso a la melancolía), a las piletas que estaban sobre la Av. Garay. A la vuelta de mi casa. Estaba contento por motivos obvios: Amaba el agua, era verano (algo que aún amo), e iba con mis viejos y mi hermana aún bebita (¿o no existía?…sí, sí existía) y encima había olor a pasto recién cortado, flotaba la clorofila en el aire. Estaba radiante. Y estaba con vergüenza y triste. Triste porque era triste; sonrojado porque después no me darían bolilla mis padres y quedaría solo, a merced de los intentos de comunicación de los mayores; porque vendrían tíos y tías que ya de por sí eran avergonzantes en sus estruendosos cuchicheos; amigos de mi viejo con sus esposas que también abochornaban, algunas por hermosas. Lo peor de todo era que algunos de toda esa malandrada que se avecinaba, y que conformaba una turba gigantesca de amigos de mi viejo, tenía hijos, y encima más grandes.
  Ya de niño me caracterizaba por añorar el segundo que había muerto, y solo sería memoria si alguien se dignaba atesorar un brochazo de esa pintura, de la cual partiría todo ese imaginario que las personas construyen en torno a esa fantasía, y que mencionan como recuerdos. Tal vez a causa de aquellos primeros filosofares y de mi precoz espíritu de saudade, devine en memorioso; y acaso también insista en plasmarlo en byts, para no perder del todo las sensaciones pretéritas. Ya en aquel instante estaba triste sabiendo que a la tarde se acabaría el día.
 A los pocos minutos me olvidé que era nostálgico, y chapuceaba con mi viejo en el agua, o él chapuceaba conmigo, como chapuceaba con todos los niños. Recuerdo el llamado a comer, la carne que no me gustaba y el alivio cuando mi viejo cortaba un pedazo de pechuga con limón, lo ponía entre dos panes, y me lo daba como si nada. Después de la comida, los sacrosantos minutos para hacer la digestión, vividos cada uno de ellos segundo a segundo, mirando el transcurrir de una agujita diminuta e imaginaria, que iba arrasando al tiempo en mi frente clarita y permeable al sol.
 El primer chapuzón de la tarde debe ser el más esperado por todos los niños del universo que observaron el precepto digestivo. Yo me encontraba entre ellos y disfruté con el contacto del agua fresca en mi piel hirviente, y gocé con el agua en la nariz y el olor clorado del líquido, el hermoso azul de la pileta, y la casi soledad de niño entre niños.
 Mientras yo disfrutaba con algún que otro hijo de algún amigo de mi papá, los grandes, que era como se denominaba a esos bárbaros que comían y bebían y vociferaban, trasegaban vino como si fuera agua.
 A las horas de haber estado jugando, vi a mis viejos discutir. Mi papá estaba borracho y se quería tirar a la pileta. Mi mamá intentaba que no lo hiciera, y lloraba pidiendo a los demás hombres que la ayudaran a contener a mi viejo, que con sus noventa kilos, avanzaba como un búfalo arrastrando a un búfago. Los demás hombres se reían y le decían que lo dejara. Es el día de hoy que no sé si mi vieja exageraba o no en su temor. El hecho es que mi viejo fue hacia la pileta y se tiró. Durante unos segundos se me paró el corazón. No podía tardar tanto en emerger. Los segundos que no pasaban nunca para hacer la digestión, ahora se esfumaban del universo con la velocidad de un rayo. Comenzó a nublarse y yo ya estaba por llorar cuando mi viejo asomó. Lo vi respirar hondo y dar unas brazadas hacia el borde de la pileta. Salió chorreando agua y sonriendo. Mi vieja ni lo miraba.
 Cuando serían las siete chorreó plomo sobre el cielo, se encapotó, y el olor a pasto recién cortado se transformó en olor a tierra mojada. Levantó un viento cálido que comenzó a volar los diarios y las lonas con que los grandes se tiraban a tomar sol. No me gustaba ni me gusta tomar sol. Me gustaba el sol y la pileta, pero también me gustaba el color que tenía en ese momento el cielo: plúmbeo y pesado, opresivo.
 Mientras yo miraba el tronar comenzaron a golpear el pasto unos gotones ruidosos, que debían doler cuando daban de lleno en la mollera de mi hermana. El diluvio arreció en segundos y el caos en las disparadas hacia los vestuarios fue total. Mi vieja agarró a mi hermana y a mí y nos llevó corriendo hacia el vestuario de mujeres.
El olor a jabón  y a perfume, mezclado con algo de orín y un olor a algo que en ese momento no podía discernir, y que hoy lo sé a mujer transpirada, horadaba las fosas nasales como mucílago hirviente. Con el tiempo esos olores me fueron ganando el gusto. Todos los demás varones se habían ido al vestuario de hombres. No entendía bien que hacía ahí, pero se ve que era bastante más chiquito de lo que creía, hecho que vino a confirmar que las mujeres risueñas, y entre charlas que no llegaba a entender del todo, comenzaran a cambiarse como si yo no existiese. Al principio traté de disimular, pero después pensé que si a ellas no les importaba a mi menos, y comencé a mirar descaradamente, o al menos eso fue lo que intenté hacer, y que pocos segundos mediaron entre la caradurez y el pasmo que se me instaló en la quijada cuando vi que las mujeres también tenían pelos. Yo me había bañado con mi padre, y sabía que a los hombres, cuando son grandes, les crece la barba, el pelo del pecho, y también el pelo del “pitito”, según contaba mi papá; lo que no me habían aclarado era que las mujeres también tenían pendejos. Yo daba por sentado que era un fenómeno masculino, ya que mi madre carecía de barba pinchuda, ni tampoco manchaba su pecho blanco una maraña marrón.
 Pasada la estupefacción llegó el calor, en las mejillas por vergüenza y en el resto del cuerpo por calentura. Me hervían los pequeños huevitos, y no puedo, aunque desespero intentándolo, recordar si tuve o no una erección.
 Salí de aquel vestuario ruborizado y mudo. Mi viejo nos esperaba bajó un techito de la entrada a la pileta; sonreía y esperaba mientras yo iba a fijando imágenes sobre imágenes y mientras elegía perderme el recuerdo de la vuelta, del regreso, con tal de fotografiar cada uno de aquellos vellos con la memoria. Lo que si recuerdo y seguiré recordando es aquel olor a mujer, aquel recuerdo de mujeres pilosas y la fijación de un objeto de deseo; mi primer objeto de deseo. 


Adrian Dubinsky, el Ruso

miércoles, 15 de junio de 2011

Viviana y Paola



El título lleva el nombre de las dos mujeres treintis. Turistas llegadas de Almagro, Capital Federal, el día en que están cerrando todos su temporada. Hay balnearios desmontados y los horarios de verano ya no corren. Este es un Villa Gesell autóctono. Donde se sabe lo que pasa con todas las mujeres trentis. Pero lo que suceda con Viviana y Paola poco va a importar en el transcurso del invierno turístico.
Las vi a ellas meterse al mar esta mañana y me vi a mi, siguiéndolas mientras hablaba por celular. Atraído hipnóticamente por lo que no era la bikini de su traje de baño negro, muy generoso a la vista de un distraído como yo. Cual bañero atento, las escolté durante cien metros. Ellas en el agua, yo en la orilla. Ya sé que Viviana está buenísima también aunque Paula me haya absorbido la mirada.
Ya había arrugado en encararlas dos veces más temprano. Las dos con un excelente chamuyo. Increscendo sostenido, redoble de apuesta. Ok. Hasta ahora vengo arrugando. Pero ya sé sus nombres, barrios, gusto por los animales. Entrada la tarde de sol peronista, me acerqué mientras mantenían una conversación con una señora de cincuentilargos. Yo elongaba y escuchaba. Sus nombres, su cariño por un perro solitario, el marido de una de las dos. Información para armar otro encare. Cuando ellas se alejaron quedó la señora y algo me dijo con su mirada. No sé qué. Por la noche no las volvía a ver, recién al otro día de playa. Esta vez me acerqué a las chicas con un porro de flores en la mano. Fuego no podía pedirles porque me habían visto fumar. Recurrí a una estrategia del Polonio. Porro por mate. El poder de mis flores recién cosechadas sería mi carta de presentación. Contundente. “Hola. Cómo va? Les cambio unas secas de flores por unos mates…qué dicen?” Respondieron metiendo en la misma frase: sanitas, sol, lagartos, tranquilas, te avisamos, gracias. Al rato partieron sin mirar atrás. Chau. Al día siguiente, las veo acostadas en los tamarindos, luego parece y caminar hacia mí sin mirarme. Yo avanzo para acortar caminos. Ellas miran hacia donde están sus lonas y bolsos. Yo ya estoy cerca. Pienso que reclamar el mate es una propuesta mala onda, y cuando estoy a distancia audible digo: “Ayer me quedé sin mate.” Gané dos sonrisas. Ahora me estaban por hablar. Esta vez se refirieron a un viejo que andaba por los tamarindos escondido y las miraba haciéndose una pajota. “Uno de remera rayada?” “Sí, ese” “La próxima llamo al nueve once”. Quiero defenderlo al viejo. Podría decir que yo también me toqué pensando en ellas, bueno, más que nada en Paola. No es buena idea porque tendría exponer una larga teoría para caer simpático y no desubicado. Levantan sus cosas y se van. Al disimular mi decepción con una mirada distraída encontré que la señora de bikini estuvo siguiendo toda la situación. Es tetona. Ancha por la edad. Rubia. Muy probablemente haya lucido una bella figura juvenil en su época de gloria. Ahora es testigo de mis intentos. Ve familiares a esos rechazos. Transporta mis movimientos a otra época y sonríe. Justo en ese momento cruzamos miradas. Ella sonriendo, yo curioso. En ese momento entendí la mirada del día anterior. Era un: vení acá. Reaccioné como si lo que acababa de entender fuera lo que estaba repitiéndose en ese instante. Ahora la señora me ocupa todo el plano de visión. Estoy en el terreno de la palabra. “Hola, usted fue como ellas?” “Soy. Te quedó de ese cigarrito?” “Claro” “Sentate”. “¿Qué pasa, no les interesa el intercambio con el hombre? Después de tanta charla interrumpida entre ambas”. “Todas queremos coger siempre. A veces los sistemas para ocultar esos deseos son más fuertes, pero no pueden serlo por mucho tiempo. Encarar a dos mujeres a la vez es doblemente difícil. Prefieren no competir a salir perdiendo en la competencia. Una mujer sola es otro tema.” “Vos decís que no tengo chances?” “No. Solo, no.” “¿Y con ayuda?” “Más chances, obviamente, casi infalible.” “Te copás?”. Me mira. “Y vos, te copás?”. La miro, me mira. Tiene el porro apagado en la mano con la que me habla. “Sí. Lo que quieras”. “Si te ayudo a cogerte una, vos después me cogés a mí”. “Trato hecho.” “¿Querés que te vaya pagando?” “Más tarde, sí.” Me vuelvo al departamento frente al mar. Las busco con la mirada. Nada. Hasta que veo pasar a la señora y le hago señas de que suba. Le abro. Mira mi desorden con una sonrisa. Pregunta por el baño. Pasa. Escucho la ducha. No sé si entrar o si me va a llamar. Espero. Pongo música desde la computadora. Abro la puerta del baño y la veo afuera de la ducha que permanece prendida. Ahora ella me hace señas para que también me bañe. Entro con bermuda y todo. Ella sale. Yo termino. Se acostó desnuda y tapada, levantó la persiana para apagar la luz. Me espera. Me tapo con ella. Baja su mano hasta rozarme la verga. Se entretiene con mis huevos mientras la va endureciendo y creciendo mi pija. Baja una mano húmeda para tocarme la cabeza desnuda. Suaves arrugas me acarician. Su piel es suave. Cuidada con cremas desde siempre. Me empieza a pajear. Me acuesta boca arriba. Me destapa, se destapa y me la empieza a chupar. No sé si tocarla o seguir falseando sin actuar. La dejo que haga. Está buenísimo como la chupa. Veo una cabeza rubia subiendo y abajando por mi chota. Pienso en Paola y enseguida vuelvo a la situación. No sé si quiere que acabe, o se está por exceder de bueno y le voy a llenar la boca. Pienso que es temprano y prefiero acabarle todo en la boca. Ella se da cuenta de mi plan y acelera la chupada. Me agarra las bolas con la otra mano e intenta deslizar un dedo hacia mi upite. Se lo permito. Sabrá lo que está haciendo y por hacer. Me está calentando mal. Se va a tragar toda mi leche. Por primera vez, le agarro la cabeza, la toco, la mantengo a una distancia prudente. No quiero que se aleje demasiado. Me va a hacer explotar. Ya. Uf! Toda adentro. La fue tragando de entrada. Ahora succiona como para sacar hasta la última gota. Hermosa. “Bueno, lindo. Me cobro sólo el cincuenta por ciento por adelantado. El resto después del éxito con la piba. Se paró, vistió y se fue.


Gustavo Guaglianone - GSTV